La noticia sobre la prohibición del uso del teléfono celular en los colegios me hizo reflexionar acerca de mi propia relación con este omni-presente artefacto. Confieso que, como muchos, me siento intensamente ligado a el y esa intensidad me provoca la angustia de todo lo que no podemos controlar. Ante todo, no puedo dejar de admirar su inmensa capacidad como útil. Es el más útil de los útiles que el hombre ha inventado. Mientras antes, por lo común, cada útil operaba su única función, en este objeto una sola cosa cumple múltiples utilidades.
El celular contemporáneo, el smartphone, comenzó siendo teléfono móvil, un utensilio fabuloso que todavía subsiste, pero al cual se le han añadido cientos de otras utilidades: sirve para escribir y para leer, incluso grandes libros de la literatura; para tomar fotos y ver imágenes, incluso grandes obras de las artes visuales; grabar videos y verlos, incluso grandes películas de la historia del cine; sirve para aprender, para escuchar conferencias, poesía o música, incluso las grandes obras de todos los tiempos; se puede investigar y recabar información como la mejor enciclopedia; sirve para jugar, ver televisión, para pagar cuentas, hacer depósitos, pagar impuestos, saldar deudas y recibir dinero; sirve para ahorrar, gastar e invertir; sirve de linterna, de reloj, de
alarma, de lupa, de espejo; sirve de correo inmediato, de calculadora, de termómetro, de procesador de texto, de red social; sirve para crear y para disfrutar de creaciones; sirve de inmenso almacén de información; sirve para pedir un taxi o algo de comer, y sirve, entre otras utilidades, también para trabajar, meditar e, incluso, para rezar. Es casi imposible prescindir de su oferta.
El celular nos demuestra concentradamente cuánto depende nuestra existencia de las herramientas y cómo todo útil es ambivalente y también puede servir para cosas perjudiciales (que podría también enumerar), provocar daño, y en su inmensa capacidad de absorber nos puede transformar exclusivamente en un ser-para-lo-útil. Martin Heidegger proponía un "sí" y "no" para la técnica. Pero cabe preguntarse, ¿en qué puede traducirse concretamente ese "no", ese necesario límite? Cada cierto tiempo me planteo una ascesis de celular. Lo dejo en mi casa, lo pongo en modo silencioso, suprimo las notificaciones y, en general, recurro a diversos trucos para que invada lo menos posible la vigilia, pero al poco tiempo estoy sumergido nuevamente en su seducción. Los que piensan que retirarse a vivir en el campo significa una opción por una reconexión con la naturaleza y consigo mismo, omiten la dominación que es capaz de ejercer el aparatito este. No siento sincera aquí, pues, una diatriba, porque, incluso, en varias oportunidades he escrito esta columna gracias a él.
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Por Pedro Gandolfo
Publicado en El Mercurio, 20 de julio 2024