Cuando un niño deja de ir al colegio y sus padres lo consienten, algo anda mal. El dogma, constitucionalmente prescrito, de que la educación es obligatoria cae hecho trizas. Cuando en un breve período 50 mil niños dejan de asistir, algo anda muy mal. No se trata de un caso aislado cuyas causas puedan atribuirse a las circunstancias diversas que vive cada estudiante y que casualmente coincidieron en un mismo período. Es un fenómeno colectivo con causas comunes.
La deserción es, sin duda, un problema grave que dañará a cada uno de esos niños y, por lo tanto, el sistema educativo procurará “recuperarlos”, como se recupera una oveja perdida. Pero eso no es suficiente, ya que dado que existe una causa común, dado que se trata de un fenómeno masivo, la deserción es un grito de alarma, una fiebre que acusa una enfermedad; es también un síntoma, el olor de una pudrición. Algo huele a podrido en la educación escolar chilena.
La pandemia tiene sin duda una cuota de responsabilidad y, en consecuencia, el Ministerio de Educación incurrió en una grave lenidad al subvalorar el impacto que aquella tuvo sobre alumnos, familias, profesores y escuelas. La respuesta pública fue mínima, sin ninguna proporción al problema que se había generado, sin un plan público para este año adecuado a la magnitud del daño.
Sin embargo, sería un error considerar que la pandemia o que la falta de la debida reacción pública aquella es la causa común, la enfermedad subyacente que la deserción puso de manifiesto. La verdad es que la deserción es un síntoma que, aunque en menor medida, ya se venía arrastrando desde antes. La pandemia creó las condiciones para que un sistema vulnerable sufriera este sismo de gran intensidad; removió, puso en evidencia y sacó a flote un gigante agobiado y, a la vez, cada vez más irrelevante para la vida de los estudiantes.
La aglomeración de objetivos y de contenidos tiene a las escuelas al borde de reventar y a los estudiantes y familias vapuleados por la falta de focalización, contextualización e irrelevancia de la forma en que plantea la docencia.
Hace tiempo —bajo el pretexto de “las tareas”— la escuela viene transfiriendo a los hogares el excedente de contenidos que ya no puede abordar y que ni el alumno ni la familia están preparados para responder, pero que los ponen en contacto con lo absurdo de los contenidos que el aprendizaje escolar está empeñado en traspasar a los alumnos.
Hace décadas que se clama por una reforma educacional planteada como un objetivo de Estado, pero ni siquiera una deserción masiva de alumnos parece ser capaz de ponerla en marcha.
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Por Pedro Gandolfo.
Publicado en El Mercurio, 26 de noviembre de 2022