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Poesía chilena actual: un amplio y bullicioso salón

Pedro Gandolfo

Revista de Libros de El Mercurio. Edición del domingo, 17 de julio de 2016


 

 


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Este 2016, como ocurre cada cuatro años, el Premio Nacional de Literatura corresponde ser otorgado a un poeta, y es a raíz de este acontecimiento que la comunidad de poetas, de críticos, editores y de lectores de poesía -un grupo casi esotérico- se agita un poco más de lo común.

Un signo de esa conmoción es la pregunta por el nivel de la poesía chilena actual. ¿Tiene sentido preguntarse por ello? Y si fuera significativa esa pregunta, ¿según qué criterios debería responderse?

La poesía chilena se asemeja a un fluido, ya que la continuidad sin interrupciones desde Ercilla y los primeros cronistas hasta hoy es un rasgo notable suyo, y por lo mismo, todos los poetas pasados y sus obras están presentes de modo poderoso en la actualidad, conviviendo con los poetas vivos y sus poemas; la poesía chilena es una acumulación, no una sucesión.

El período 1973-1989, que desde otros ángulos es una indudable interrupción, no lo fue para la poesía e, incluso más, el dolor de esos años es incorporado de distintas formas en la poesía de muchos autores que hoy ocupan un lugar importante en el panorama poético. No estoy convencido, por lo mismo, de que sea correcto dividir ese fluido en secciones y tampoco visualizo que la categoría "generación" esté vigente y sea útil e iluminadora: poetas de una misma camada difieren mucho entre sí y, al revés, es posible trazar parentescos y afinidades entre obras de poetas pertenecientes a generaciones alejadas. Tampoco me hace sentido hablar ya de "tradición versus ruptura" cuando hace tiempo que los poetas escriben sin sentir la "angustia" por la sombra de sus grandes predecesores, fijando con libertad sus referentes literarios y no literarios.

El Premio Nacional de Literatura, pese a las críticas, fuerza a pensar en jerarquías, a crear escalafones, a hacer comparaciones -lo cual es siempre incómodo. Antes que esa ordenación vertical, la poesía chilena actual es un espacio cuyo mapa es posible esbozar. En uno de los extremos de este amplio y bullicioso salón se ubican los bardos consagrados -que ya han obtenido este reconocimiento: Parra, Uribe, Hahn, Zurita, Barquero- y, en el otro extremo, una miríada de poetas juveniles que, a lo más, han publicado uno o un par de poemarios. Estos son legión. Nunca antes ha sido tan fácil publicar poesía en Chile, sobre todo al alero de entusiastas y numerosas pequeñas editoriales. En estricto rigor, esos poetas no tienen obra poética, sino un conato.

Pero, distante de esos dos polos, en el centro de este espacio, un centro bastante abarrotado, es donde se encuentra el grupo de poetas al cual se interroga acerca del nivel actual de la poesía chilena. No dispongo de un baremo que permita dilucidar esa inquietud, síntoma de una inseguridad injustificada. Hay muy buena poesía en este grupo, poesía que, al leerla, por sobre la trama de opiniones y comentarios, provoca ese fulgor propio de la experiencia artística, ya sea en la forma de un estremecimiento acuciante y que descoloca o de una serenidad inefable.

En el centro del espacio poético nacional se encuentran, de un lado, numerosos poetas de larga trayectoria dedicada a este oficio, con una obra consolidada, influencia no menor en el resto de la comunidad de poetas y estudios críticos que los validan. De este segmento, habría de surgir el Premio Nacional de este año. No es difícil ni necesario enumerar nombres, los cuales ya se conocen. Si el jurado le otorgará el galardón a cualquiera de ellos -sin perjuicio del sagrado derecho a disentir-, no se ocasionaría injuria alguna, a mi entender, a la prestigiada poesía chilena. Este solo hecho, que exista un número alto de buenos candidatos pertenecientes a tradiciones literarias diferentes, es un argumento que por sí solo habla de la vitalidad y diversidad de esta poesía.

Pero cualquier análisis de interés debería centrarse, más bien, en los poetas que empezaron a publicar en los 80 y 90 y poseen ya también una obra consistente y un reconocimiento crítico nacional e, incluso, internacional. En ellos se dan estéticas muy definidas, apasionadas en sus opciones formales, vinculadas más a la poesía universal del siglo XX que tan solo a la gran tradición chilena, con referentes culturales muy heterogéneos y mestizos, y una aguda conciencia de su propio oficio poético, sobre el cual tematizan con frecuencia. Algunos textos académicos al llegar a este momento hacen una larga enumeración procurando no omitir a nadie y pidiendo disculpas por los "involuntarios" olvidos. También, otros apelan al "tiempo" como comentador supremo que todavía no ha emitido su dictamen. Es cierto que el material poético propuesto es tan variado y proteico que es difícil de asir a través de un discurso sistematizador, discurso que los críticos buscan como un remedio tranquilizante.

Los "cabecillas"

Las propuestas de algunos de ellos han decantado plenamente, sin embargo, ya en una obra poética madura como lo son, entre otras, la de Javier Bello, Rosabetty Muñoz, Germán Carrasco, Leonardo Sanhueza, Yanko González, Christian Formoso, Rafael Rubio, Jaime Huenún y Alejandra González Celis. No es posible establecer en ellos uniformidad alguna, pero aparecen como "cabecillas" de ciertas tendencias predominantes.

Germán Carrasco -cuya antología Imagen y semejanza acaba de ser editada por Lumen- dispone de una obra extensa y unitaria, cuyo poemario emblemático, Ruda, sorprende por la complejidad y densidad de los referentes y recursos que emplea y recombina en un verso de un ritmo quebrado, áspero y sincopado, logrando desde la intimidad trazar una poesía con compromiso político fuerte. Con un lenguaje mestizo -popular y literario, chileno y "trans-chileno", clásico, contemporáneo y pop-, toca heridas profundas de nuestras sociedades (porque su mensaje es común a muchos países americanos) como la discriminación social, el patriarcado, la debilidad de la figura paterna, la pobreza urbana.

Rafael Rubio, cuyo poemario más sobresaliente es Mala siembra, logra estilizar su subjetividad -a veces un grito de dolor, otras de alegría, en ocasiones un alarido de disconformidad y en otras un canto de confianza- a través de un despliegue espléndido de la métrica y las figuras de la poética clásica, formas que, en su registro, constituyen también un compromiso político: la contención de la degradación del lenguaje ante los abusos que le propina el poder en sus distintas facetas.

En la poesía de Rosabetty Muñoz, uno de cuyos poemarios más representativos es Polvo de huesos, se cruzan y tensionan varias tendencias: la resistencia de la mujer, el Sur como construcción poética, el empleo de un lenguaje mestizo étnica y culturalmente. Sus versos, de un luminoso y sereno lirismo, alcanzan un bello simbolismo de connotaciones universales a la condición humana.


Calidad y versatilidad

Leonardo Sanhueza es también autor de una obra poética muy sólida (el sello español Visor ha publicado su libro Tres bóvedas) que en Colonos, para citar un poemario ejemplar, ensaya, con un lenguaje a la vez cercano y muy cuidadamente seleccionado, una poesía que canta y a la vez cuenta, que es narrativa y dialogal y, a la vez, de un lirismo de contenida emotividad. Sanhueza es autor, además, de una bella novela - La edad del perro - y certero traductor del latino Catulo - Leseras -, ambos en nítida continuidad con su obra poética.

Javier Bello es otro autor -también publicado por Visor- cuya contribución es innegable en la renovación de la poesía chilena. En Las Jaulas o Letrero de albergue, Bello destaca por la amplitud de sus recursos léxicos y formales con los cuales revisita y reelabora, desde la ruralidad y usando un lenguaje exuberante y barroco, el sur y el terruño materno, versos en que convergen muerte y fugacidad.

Del valioso aporte de la poesía que tiene sus raíces en la tradición de los pueblos originarios, la obra de Jaime Huenún Villa parece muy interesante por el carácter heterogéneo de sus fuentes poéticas y la variedad de recursos formales que se pueden advertir en poemarios como Puerto Trakl o Reducciones, en los que, sin abandonar sus raíces, logra insertarlas en la tradición universal.

Me interesa destacar, además, la mirada provocativa e inquietante que, desde el sur, lanza la poesía de Yanko González y Christian Formoso -con sus libros Alto Volta y El cementerio más hermoso de Chile-, quienes, con un lenguaje arriesgado, recogen ciertos tópicos y los subvierten y transfiguran con soltura y rigor.

En fin, del amplio y sustancioso caudal de poesía (en el sentido de autor y tema), es indispensable destacar dentro de este período la obra de Alejandra González Celis, cuyo poemario La enfermedad del dolor es un referente de enorme calidad en lo formal, tanto en el sentido de una escritura que se plantea como resistencia.

Alrededor de estos nombres y estas poéticas giran otras figuras que perfectamente habrían podido figurar en esta brevísima lista dictada por mis lecturas directas de las obras y de estudios críticos pertinentes.



 

 

 

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