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        Magín, conmilitones  y alacridad o las poéticas de César Vallejo
        Por Pedro Granados 
        
        
          
        
        
        
        
        
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        Para mi condiscípulo, Luis Rebaza Soraluz
        
         Nos acercamos curiosos a esta  antología de ensayos breves, de Marco Martos (Poéticas de César Vallejo. Lima: Cátedra Vallejo, 2014), buscando  alguna ampliación sobre la dialéctica o performance —entre los dígitos 1 y el  0— que leímos alguna vez muy productivamente en el libro del cual aquél es  coautor con Elsa Villanueva: Las palabras  de Trilce (1989).   Cala intuitiva,  aquella percepción de la metamorfosis entre  los números en el espacio de la página, a la catadura multidimensional de Trilce que quizá sea una de las líneas  críticas vallejianas —en tanto teoría, metodología y contextualización del libro  de 1922— todavía por desarrollarse.  Es  decir, a la manera del cine tan de moda y en tanto paradigma artístico de la  época, considerar Trilce como un  teatrín incluyente —donde los lectores debemos participar— que pone en  escena  la capital del Perú en las  coordenadas de su modernización (consolidación del  capitalismo, migración interna, multiculturalidad, etc) en los años 20 de siglo  pasado.  Y lo que básicamente encontramos  en Poéticas de César Vallejo,  es como una exudación de “madurez” en el  criterio y un exceso de lugar común en las calas, aunque en la bibliografía —al  final de cada uno de estos ensayos— escaseen las referencias puntuales de los  autores discutidos.
         Acaso no sea ocioso  puntualizar que, en el Perú, el estructuralismo pasó sin fortuna para los  estudios de su literatura, y en particular de su poesía.  Obvio, no nos referimos a aquella sarta de  galimatías (sememas, arborizaciones y gráficos amnésicos de su temática) que  hacían insufrible leer algunos libros de crítica y la mayoría de textos sobre  lingüística durante  los años 70 y  80.  Nos referimos a leer paradigmas de  modo proyectivo, es decir, de modo íntimo, dinámico y creativo; incluso  aceptando que en aquella escuela por lo general se descuida el contexto.  El caso es que el grueso de la crítica  literaria peruana jamás abandonó el positivismo y la filología; o la variable  estilística y peninsular de esta última.   Y de este modo, hasta el presente, no penetra los textos literarios a no  ser por un chispazo o golpe afortunado; o un talento muy particular, por  ejemplo, Antenor Orrego leyendo  Trilce o Edmundo Bendezú Aybar leyendo a  Martín Adán.  Nos quedamos, impotentes,  observando el hecho poético como a través de un fanal; y narramos —junto a bibliografía  más o menos pertinente— como en tercera persona y cual un culebrón decimonónico  nuestra experiencia.  Así sucede de modo abrumador  hasta nuestros días  donde, a guisa de  estar a tono con los estudios culturales o post coloniales de moda, nuestro  desconectado relato se tiñe abundantemente de color local.
        Por lo  tanto, es dable exigir a la crítica literaria peruana que se renueve.  Estamos con Newton, si es que hemos llegado  hasta aquí en nuestra manera de leer poesía, y pugna más bien —y acaso sea la  horma de Vallejo—  adoptemos una lectura  cuántica al nivel de la complejidad y disputada sensibilidad actuales.  Aquello de “Magín, conmilitones y alacridad”,  quizá va sobreentendido, se refiere al rico vocabulario que intenta incorporar en  sus escritos el autor del libro reseñado.