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¿Existe una escritura de la carne?
Paula Ilabaca
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Todos los atardeceres son de un color parecido.
Los atardeceres miran hacia el poniente. Los atardeceres son otra manera de decir el ocaso. Mi cuerpo se disemina en cada atardecer.
Cuando empecé a escribir mi cuerpo se fugaba desde una hendidura de la ventana de mi habitación hacia el atardecer. Ahí mi cuerpo se fugaba. Ahí mi cuerpo conoció su propia carne.
En esa fugacidad de mi cuerpo se hizo la poesía. Eso fue hace quince años. Y quince años después, estoy en el ocaso de mi propia poesía.
Los atardeceres dejaron marcas en mí ¿marcas en mi cuerpo? No, marcas en mi carne. Porque fui cuerpo y carne al mirarlos. Fui esa pesadilla que se escabulle amorfa y sin sonido. Yo fui todas esas pesadillas.
Tuve una idea cuando era muy niña. Una idea hecha de palabras. Al final del día no miraba televisión. Leía libros. Escribía. Tenía una noción muy aguda sobre qué era lo que yo quería que saliera desde mi lápiz. Escribía cuentos: les decía novelas. Escribí los esbozos de otra novela: yo le puse cuento largo. Quizás esta inconsistencia o imprecisión en el nombrar, hizo que me pasara hacia la poesía. Inconsistencia que después tuve que convertir en síntesis: decir en pequeño, decir en poco.
El padre policía nos acostumbró al silencio y la lectura. Trajo la “Divina Comedia” de un viaje a España, yo la leí. Trajo también un volumen que decía “Tragedias” de Shakespeare, también lo leí. Después seguí con Julio Verne, por tardes, semanas enteras a la luz de una ampolleta encerrada en mi pieza en el segundo piso de la casa de infancia. La madre amorosa leía todos los inviernos “Golondrinas de invierno”. En su dormitorio no había televisor. En cada velador había un libro. Ellos leían por la tarde o por la noche. En la casa había una biblioteca pequeña que me leí con el pasar de los años. Un día, entre esos libros, encontré a Huidobro y me despedí de la narrativa. Leía sus poemas con devoción. Nunca me gustó Neruda en ese tiempo, fue con Huidobro con quien me quedé. En Huidobro viví, en ese pequeño libro de hojas de roneo de una colección que circulaba junto a una revista. Esa fue la aparición de la poesía en mi vida y nunca más me abandonó. Yo tenía 13 años.
En el primer taller literario que asistí dijeron: un poeta debe matar las instituciones. En el taller de Sergio Parra dijeron: la familia es la primera institución. Entonces yo me desligué de mi familia. Los anulé simbólicamente, pues de otro modo nunca hubiese podido escribir. Nunca hubiese podido llegar a ese lugar ominoso donde se aturden el cuerpo y la carne: nunca hubiese podido cruzar ese umbral. Cuando se cruza ese umbral la escritura se despliega. Entonces uno tiene que cruzar ese umbral.
La cruzada es compleja. Se cruza con la lengua. La lengua se vuelve opaca: ya nada reluce. Las palabras que alguna vez aprendí y que están en mis primeros cuadernos: mi mamá me ama a mí se vuelven significantes. Ya no me interesa su contenido. Me interesa cómo suenan. Yo viví en ese significante. Con mis amigos estiramos y volvimos capacha esos significantes. Abolimos el sentido. Vivimos por la letra, cuajamos, dolimos ahí. Estuvimos en la lengua. Luego nos pasamos al cuerpo. Con mis amigos hicimos performances. Tuvimos hijos con mis amigos, hijos que no lo eran, nietos que nunca vimos. La calle quedo sembrada de hijos. Hicimos patria a la luz y a la sombra del más férreo de todos los caudillos. Hicimos patria en este país. Lo otro fue masa, televisión, cotidiano. Nuestro cuerpo se hizo parte del texto. Nuestro territorio fue discurso, tierra, barro. Caminamos la ciudad paso a tramo. No fuimos a los márgenes, pues ahí crecimos. Nos dedicamos a pasear por el centro. Nos gustó, nos instalamos. Entonces conocimos el abismo. Conocimos lo que pasa con un cuerpo tensado cuando se arroja. Sentimos todos los músculos. Sentimos el dolor de la piel. Nos dolieron ustedes y los otros. Entonces nos bebimos todo. Ni una cosa o espacio quedó con agua o con alcohol. Nos dimos respiración boca a boca. Compartimos lenguas. Con mis amigos hablábamos en lenguas hasta el amanecer. Entonces conocimos cuando el cuerpo se tensa porque desea la carne: vimos cómo el cuerpo se hacía carne. En ese lugar entonces nos quedamos. En ese lugar impreciso y odioso de la carne.
A través del cuerpo habitábamos juntos. Condenados a la finitud de nuestro trazado. A través del cuerpo teníamos tomado un territorio, un discurso. Pero cuando escribíamos estábamos solos. Pegados al techo. Durmiendo bajo la cama. Entre esos acordes escribí mi primer libro: “Completa”. Pegada al techo. Durmiendo bajo la cama. Mi cuerpo se convirtió en otro cuerpo. Mi cuerpo conoció a otro. Mi cuerpo escapó de sí mismo. Se sujetaba en un contorno. Su contorno era otro cuerpo. Y mi cuerpo entero se escapaba por su boca. Para ser yo misma, tuve que pasar a través de otro. Y en ese traspasó escribí. Escribí y escribí, porque no supe qué más hacer.
Esa carne se inició con el ángelus de mi libro “la ciudad lucía”. Cuando mi libro no era libro era barro. Un barro diseminado en forma de estiércol o vómito que se desprendió de mí. En ese vómito en ese barro vivíamos en ese tiempo. Vivíamos todos los que se sumaron a mi territorio. Teníamos miedo. Teníamos pena. Y un ángelus volaba pesado y oscuro sobre los cables eléctricos de las poblaciones, de las barriás en las que vivíamos. Teníamos miedo. No teníamos mamá. El papá había ido al trabajo. Teníamos miedo. Teníamos pena. Y el ángelus pasaba ceñudo a robarnos eso preciso que se concentraba en nuestro cuerpo. El cuerpo se deshizo. Entonces la carne escribió. La carne se hizo verbo. La carne se hizo mano, trazo, perpleja luz que se izaba al lado del ángelus. Por las noches. Teníamos miedo. Teníamos pena. Deambulábamos por esa ciudad. Nos bañamos en ese barro. Hicimos preguntas que nadie respondió. Teníamos miedo. Teníamos pena. Nuestra propia fuga fue ese barro y esa sangre. Lucía vino a quedarse y se quedó. Se ahorcaba por las noches. Su cuerpo se colgaba del dintel de la puerta. Después de mirar a ese cuerpo yo era una forma desbocada. Escribía sin saber muy bien si era un prisma o un arrebato. Escribía y escribía, pues era el único idioma que supe hablar. Encerrados en el dorso de mi mano unos perros ladraron hasta la extenuación. Los perros ladraban en mi carne. Ya no había cuerpo. Sujeta al espanto era un puro escupitajo. Los árboles en invierno eran preciosos. Yo me quedé debajo de esos árboles. Me quedé mirando hacia la ciudad.
Con los años ese territorio se movió hacia el centro. Comencé entonces con la escritura de “La perla suelta”. Teníamos hambre. La carne se hizo carne y se engulló a sí misma. El cuerpo de la perla el cuerpo de la suelta se arremolinaron en una pura sensación. Un enigma hacia todos los sentidos. Ya no estaba en otro cuerpo: yacía en mi propio cuerpo. No tenía otra salida que desde la boca hacia el ano. Supuraban los orificios. La escritura se asoció a la enfermedad. En mi vientre había una mancha rugosa rojiza o rosácea según el clima. Frente al espejo miraba mis dientes de caballo, mis dientes de animal, mis dientes de perra. Cada vez que abría la boca. Devenir animal. Devenir yegua. Devenir perra. El hombre que sufre es una bestia, la bestia que sufre es un hombre. Devenir yegua. Devenir perra.Cada uno con su propio salto al vacío: el único cuerpo existente aparte del mío era la palabra. Palabra brillosa. Palabra imponente. La perla y la suelta eran carne. Arrodilladas en el baño se lamían a sí mismas. Fueron carne. Huían por la taza hacia las alcantarillas. Tenían hambre. Transitaban de noche por la ciudad. Conocieron otros baños. Todos pequeños y asfixiantes. Habitaron cuerpos. Habitaron mi cuerpo. Mi mano fue el trozo de carne del que se apoderaron. Y fuimos una en esa carne. Fuimos una y solas, las tres. Las tres habitamos en esa carne.
El cuerpo está sobre sí mismo y dentro de sí mismo, en oposición con su propio exterior. La carne se inscribe dentro de lo abyecto. Nadie quiere leerme. Si me lee, padece. Escribir desde la carne es dar cuenta del acontecimiento del dolor. He estado quince años escribiendo desde la carne. Fugada hacia afuera al encuentro con lo externo. Fugada hacia otro cuerpo si es que quiero ser otro cuerpo. Pero en el acontecimiento de la escritura no habito otra cosa que no sea la carne. La pieza de carne es ese estado del cuerpo en que la carne y los huesos se confrontan localmente, en lugar de componerse estructuralmente. La palabra es un cuerpo, pero mi escritura está condenada a ser carne, ominosa y latente, devenida en sensación. En mi escritura no hay nociones, hay sensaciones. Son nociones, no, son sensaciones. Son nociones, no, son sensaciones.
Texto escrito gracias a las motivaciones y preguntas del profesor Carlos Ossa.
Texto escrito gracias a la invitación del Celit UDP para el conversatorio
“Poética plural” junto a la poeta Carmen Berenguer.
Santiago, septiembre 2014.