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            No fue necesario decirle que se  lanzara, se lanzó solito.
            Presentación de “Piquero” de  Pablo Fernández Rojas
        Por Paula Ilabaca Nuñez 
         
        
          
          
        
          
        
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                      Pasó  mucho tiempo antes que yo leyera “Piquero”. Esta frase suena extraña, lo sé,  porque hoy día estamos en su lanzamiento, pero quería comenzar este texto así,  comentando todo lo que demoré en leerla, en leer su manuscrito. Con Pablo somos  amigos hace casi 10 años, pero me demoré mucho en leer su novela. Tenía el  texto impreso y anillado en mi casa y en la primera página una servilleta de  algún bar, escrita por Pablo, que decía “Te quiero”. Tenía el manuscrito, pero  nunca lo abrí, nunca, hasta el día de hoy que lo miro y sigo viendo la  servilleta a través de la mica del anillado. Debe haber sido porque sabía que  amigos escritores estaban ya leyendo y corrigiendo la novela y en ese lugar yo  no quería meterme. Sabemos, además, que leer a los amigos da un vértigo  misterioso, una confusa sensación de querer observar y criticarlo todo, al  mismo tiempo de querer encontrar todo excelente, delirante, arriesgado,  letal. Por eso no leía la novela de Pablo, hasta que lo hice durante marzo de  este año, a días de que él entregara su revisión final a su editora.
              
            Pensaba  en dos cosas mientras leía “Piquero”. La primera, la presencia total y  específica de la voz del narrador. Un narrador que no te suelta – un súper  lugar común de decir en el lanzamiento de una novela – pero debo decirlo de esa  manera. Es como si quisiéramos dejar de leer el texto, pero es imposible. Es  tal la comunicación entre ese narrador y uno como lector que es muy difícil  dejarla de lado. Leí la novela en la playa, durante una mañana. Estaba brumoso,  los primeros días de otoño de este año, y la voz de este narrador me inundó.  Probablemente piensen que Pablo domine técnicas narrativas encantatorias, y sí,  puede ser, pero en realidad lo que atrapa es la obsesión de este narrador. No  se queda en una sola cosa. Divagamos con él y en él. Tengo varios recuerdos de  “Piquero” nítidos en mi memoria. Seguro teóricos de literatura dirían que tal o  cual cosa pasó con el narrador o el espacio tiempo, el lugar. Yo pienso en el  autor, en su exquisita forma de contar lo que tenía que contarnos. No siempre  que leemos una novela, estamos frente a una buena historia. Y ese es el mejor  mérito de “Piquero”, la historia no sucede en la trama de la novela, si no que  en la cabeza de su narrador. Eso es verdaderamente alucinante, estar y  permanecer ahí.
              
            Nuestro  narrador no pierde el tiempo en imágenes lacónicas o pretenciosas sobre los  hijos de la dictadura o la clase media chilena o en revolotear por historias  del autor ficcionadas en el papel. Es un constante delirio que no deja pensar  en otra cosa, y sí, si bien está hablando de muchos temas actuales y críticos,  como todo buen escritor siempre lo hace, pero no ejerce el discurso desde el  texto mismo. Pablo no utiliza su novela para continuar con un canon, sino que  para hacer lo que siempre quiso hacer: escribir.  Establecer esa relación de libertad con un texto me parece respetable y se lo  celebro. La escritura es el último (y el único) lugar de libertad que nosotros  los que escribimos tenemos. No vamos a transar esa libertad. Nunca. Y en este  caso es esa misma libertad que Pablo utiliza en su novela para tensionar el  género y el canon. No es otra novela donde se presente un discurso de género,  no es otra novela que juegue con el párrafo corto que al final parece un verso  largo: es la novela de Pablo Fernández. Eso me parece relevante. Y corajudo por  lo demás.
              
            Lo  segundo que me llamó la atención de su texto fue la virtualidad en la que nos  vemos sumergidos – como si nosotros mismos nos hubiéramos tirado ese piquero al  aceptar leerla – la virtualidad en la que el narrador vive y cree conocer a su  objeto de deseo. No hay preguntas, no hay indagaciones, no existe un diálogo  real con otro, hay sospecha y búsqueda. Eso es lo más estremecedor de esta  novela, la duda, la intriga en la que nos sorprendemos a nosotros mismos  mirando por sobre el hombro del narrador y su propio descubrimiento del mundo  que lo rodea. No es a un otro al que busca, es a sí mismo al que busca  constantemente. Ese otro aparece relucido como una proyección que además de ser  su doble, necesita – según él – ser contenida, abrigada, regaloneada, como si él mismo lo necesitara.
              
            Es  una total muestra del vacío del narrador, que no se ve a otro que a sí mismo en  estos otros a los que está oteando,  investigando en pantallas de computadores, pantallas de celular, hasta las  pantallas de la noche o un rincón de la ciudad conservan y se convierten a esa  estructura. Esta es una novela de amor, pero sobre todo de obsesión. Obsesión  por un amor narciso que se busca a sí mismo en las calles de la ciudad. O  también podría ser en los espacios privados de los lugares donde el  protagonista habita, su cama (o la cama del otro). Como dice el “Cantar de los  cantares” el primer poema de amor de la humanidad: “En mi cama, por las noches/  busqué al amor de mi vida/ Lo busqué y no lo encontré/ Entonces me levanté/ y  recorrí la ciudad/ buscando al amor de mi vida/ por las calles y las plazas”.
              
            Escribir  en estos tiempos se ha vuelto difícil. Primero que todo por el gran número de  poetas y narradores que aparece de manera alucinante en Chile cada año. Resulta  insólito, o quizás tiene todo que ver, que en un país asediado por fantasmas de  la dictadura hasta las presencias negativas con las que nos cruzamos en el  presente, un país desconfiado, estresado y más aún con una capital colapsada de  autos y personas, no sé si sea el mejor escenario para escribir. Escribir en  todo caso se puede hacer siempre, debí decir no sé si sea el mejor escenario para publicar. Para decir, sí, este  es mi trabajo. Hace casi 20 años  atrás el escenario era distinto, éramos menos o quizás éramos todos más o menos  de los mismos grupos, pero publicar era mucho más difícil y muy pocos lo  lograban. Ahora es distinto y la complejidad de causar un impacto diferente es  poco probable. Quisiera hacer presente en este escenario que intento describir  de manera muy resumida y quizás inexacta – el de hace 20 años hasta ahora – la  labor generosa y desinteresada de una mujer que tuvo mucho que ver con que esta  novela apareciera en la escena literaria: nuestra querida Marisol Vera, porque  sin ella, de verdad, nunca nos hubiéramos podido tirar este piquero a una de  las nuevas voces de la narrativa chilena.
                       Suerte, Pablo, y bienvenido al mundo donde todos los que  escribimos nos convertimos en libros.
                                                             
          Santiago, 13 de mayo 2016.