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El abismo según Houellebecq
Patricio Jara
Revista Qué Pasa. Miércoles 10 de junio de 2015
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El personaje se llama François, tiene poco más de 40 años, es doctor en Letras y especialista en Joris-Karl Huysmans, aquel autor de la segunda mitad de 1800, contemporáneo de Maupassant, y que luego de años de parranda y culpas, de libros burlescos y otros graves, se convierte (más bien se entrega, quizás se rinde) al catolicismo. Las clases que François dicta en la universidad están concentradas en un solo día: da un curso de pregrado y anima un seminario para alumnos de doctorado, a quienes considera lateros y malvados. Debido a la contundencia de su tesis y algunos artículos académicos, el profesor goza del respeto de sus pares, sin embargo descree de la utilidad y futuro de las carreras de Letras.
Hipocondríaco, austero y bastante vicioso, está convencido de que “en la mayoría de las ocasiones la transmisión de saber es imposible”, como también que la literatura “siempre ha tenido una connotación positiva dentro de la industria del lujo”. Pero no llega a nada más con sus opiniones. Se diría que François flota en la apacible vida académica, mientras considera que los siete años que gastó escribiendo su tesis lo dejaron seco, con poco ánimo de hacer algo relevante en beneficio de la especie. Además, mantiene una relación con Myriam, estudiante 20 años menor, lo cual no le impide ser un entusiasta consumidor de porno en internet, alcohol fuerte y prostitutas caras, a quienes dedica metódicamente parte de su presupuesto mensual.
Así va por la vida el héroe (es un decir) de Sumisión, la nueva novela de Michel Houellebecq, publicada en Francia en enero último, el mismo día en que ocurriera el ataque a la revista Charlie Hebdo, cuya edición de esa semana justamente lo llevaba en portada. La razón era clara: si en Plataforma (2001) el novelista se había ganado un lío en tribunales debido a que uno de sus personajes decía, textual, que “el Islam sólo podía haber nacido en un estúpido desierto, entre beduinos mugrientos que no tenían otra cosa que hacer, con perdón, que dar por el culo a sus camellos”, ahora llevaba las cosas más lejos: con tal de evitar el triunfo de la derecha nacionalista y extrema en las elecciones de 2022, Francia ha quedado convertida en una nación islámica cuyo presidente se llama Mohammed Ben Abbes.
Hasta allí la cáscara, la provocación y el escándalo. Luego de esto, Sumisión asoma como la novela más francesa y revisionista que Houellebecq haya podido escribir. Y aquello no impide que sea una gran novela, de ésas que reverberan hasta que volver a leerla se hace inevitable. A diferencia de la especulación científica, las digresiones sociológicas y el desprecio a los románticos del 68 tan presentes sobre todo en Las partículas elementales (1998), ahora algunas vigas del relato se levantan a partir del escrutinio a las coyunturas históricas y políticas que han marcado la identidad de su país. Y si por momentos el lector teme quedar fuera de juego, aislado entre algunos chaparrones de referencias demasiado locales, de todos modos las andanzas de François logran mantener el cauce, pues los cambios tocarán también su trabajo como profesor y su vida en general a través de un dilema: convertirse o no al Islam.
En Sumisión, el advenimiento del nuevo orden también se replicará en buena parte del continente: los musulmanes ganarán las elecciones en Bélgica y formarán parte de los gobiernos de Inglaterra, Holanda y Alemania, al tiempo que el camino para sumar a Marruecos y Turquía a la Unión Europea será cada vez más expedito. Y todo mediante la negociación y repartición de ministerios con otros partidos. Los musulmanes (siempre educados, estratégicamente occidentalizados en lo fundamental) se mostrarán abiertos a dialogar y a ceder en varios aspectos, menos en uno que consideran clave: la educación escolar.
La razón es simple: quien controla a los niños controla el futuro.
Sumisión es, también, una novela sobre el fin del ateísmo, sobre la necesidad de creer aun cuando el fracaso del cristianismo sea total y las respuestas asomen por otro lado. “El Islam acepta el mundo, y lo acepta en su integridad, acepta el mundo tal cual”, dice uno de los personajes, ciertamente el primero que deja caer, hacia el final, la palabra “sumisión”.
Se lo dijo a Sylvain Bourmeau de The Paris Review en la primera entrevista que concedió apenas la novela llegó a librerías: “Parte de mi trabajo es hablar sobre aquello de lo que todo el mundo habla, objetivamente. Pertenezco a mi propia época”. Y luego: “Yo no soy un intelectual, yo no tomo partido, no defiendo ningún régimen. Renuncio a cualquier responsabilidad, reclamo la irresponsabilidad total, excepto cuando opino de literatura en mis novelas, entonces me comprometo como crítico literario. Pero son los ensayos los que cambian el mundo, las novelas no. Por supuesto que no”.
A Houellebecq no le incomoda el término ficción política para catalogar Sumisión. Es Francia proyectada en el tiempo, qué duda cabe, pero tampoco es tanto. Son apenas siete años. En cualquier caso, Houellebecq es astuto y ha leído suficientes novelas de anticipación para no caer en artificios torpes. De seguro sacó bastante en limpio luego de La posibilidad de una isla (2005), su novela más débil justamente por lo atiborrada, por lo artificial. Ahora el futuro apunta a variaciones en el paisaje, de pronto en el clima (es imposible no pensar en los años de los grandes fríos medievales), pero son sutiles, acaso pinceladas que cobran sentido extendidas, como siempre, hacia el plano de las ideas. Antes que viajes planetarios, clones y otras extravagancias, acá el futuro se presenta como la posibilidad de que las cosas podrían cambiar de golpe y, si ocurre, será producto de algo tan grande, inevitable e implacable, que el simple hecho de imaginarlo da escalofríos.