Si hubiese algo más difícil de predicar que la realidad, esta sería la música. Cómo hablar de cierto sonido de violines en los Conciertos Brandenburgueses de Bach o sobre el ritmo aplomado de los spirituals afroamericanos del sur de Estados Unidos, sino haciendo una elipsis de esa experiencia intraducible, gracias a las muletas de la filosofía, los estudios culturales o vaya a saber uno qué perogrullada se les ocurra en el futuro para posponer el hecho de que las notas musicales, los tiempos y sus infinitas variedades no son signos salvo de ondas, permitiéndose unas cuantas significaciones retóricas, como la imagen icónica —dada en ciertas bocinas que imitan sonidos militares o canciones de blues que representan el sonido de un tren—. El resto es el relato que nos hacemos de lo que creemos entender, digamos, la historia que acompaña la escucha musical. “A flower is not a flower” es una canción de Ryuichi Sakamoto que pareciese indicarnos lo que sugiere la literatura: esto que lees no es solo esto. Evidentemente un do no es solo las ondas que produce un instrumento, pero tampoco esa vibración se transforma en algo claro para nosotros. Por eso, a sabiendas de la imposibilidad de ese sentido, de esa comunicabilidad comercial, el crítico se hace de un relato, de una historia que contar sobre su experiencia con un cierto tipo de música.
II
El relato que construye Patricio Jara en Pentagram (Libros del Pez Espiral, 2013) es uno que se centra en la serie de accidentes vitales que acabaron reuniendo a esa mítica banda de metal ochentera. Una historia de ese sonido denso y violento, digamos, una genealogía entre Kreator, Slayer y Metallica —por nombrar algunos grupos— que narra con picardía las tensiones que existieran entre Sepultura y Pentagram, los fallidos intentos de editar su primer disco —y sus dos exitosos demos—, el ámbito en el que se dio la floración de este género en Santiago y su posterior disolución y reencuentro para grabar el tan esperado disco y los conciertos en el extranjero.
Si hay algo sorprendente en la música y, sobre todo, en el metal, es que aunque visto desde afuera podría ser descrito con pocas palabras, estructuras, formas, para quienes lo escuchan es siempre algo vivo, en movimiento. Ahora bien, en el caso de Pentagram, este rasgo es aun más desafiante, ya que en canciones como “Fatal predictions”, se da el complejo escenario de que la expectativas de un género se caen al escuchar cómo un tema puede generar variaciones suspendiendo al mismo tema al derivarlo. El ritmo y los acordes iniciales se transforman, los riffs que parecieran introducir un solo se complejizan, se detienen y avanzan, dejando ver uno que otro agudo arrojo de la guitarra que funciona casi como esa inminencia de una revelación que no sucede. En mi caso, por ejemplo, escuchar por primera vez los demos en el año 2014 es verdaderamente una paradoja temporal. Me explico: los treinta años que me separan del contexto de producción se ven suprimidos por la incapacidad de definir brevemente la arquitectura de las canciones. Y esto, como Patricio Jara con insistencia remarca, produce un sorprendente efecto de actualidad. Como si las canciones crecieran con el tiempo.
III
Y si es curioso el destino de una banda excepcional, como esta, lo es aun más el del, ahora concejal por Ñuñoa, Eduardo Topelberg, quien por problemas físicos deja la banda y se dedica a la política. Quizás uno de los principales aciertos de esta crónica es presentar la serie de avatares que se interpusieron entre un grupo de jóvenes de clase media-alta y la fama. Relevante, en este sentido, lo que dice uno de los jóvenes que acompañaba a la banda, dando cuenta de un contexto de producción situado en la dictadura militar que configuró un imaginario de injusticia y violencia, reproducidos en el origen de este género y la cultura que produjo: “Al comienzo no se hablaba de los cumas, pero luego, con la masificación, claro que fue un problema, sobre todo por la violencia. Entonces ya no todos se conocían y se hizo más evidente eso de los cuicos y los cumas. Sin ánimo de ser despectivo, comenzaron a llegar chicos de todos lados y saber quiénes eran los de verdad o los más metaleros era, finalmente, la razón de una especie de lucha interna. Parece ridículo, pero fue real. Y eso se evidenciaba con Pentagram: Anton marcaba la diferencia por ser rubio. No pasaba lo mismo con bandas como Necrosis, donde el rubio del grupo estaba atrás, en la batería” (41). Así, es posible pensar que Pentagram fue conocido solo por el origen de sus integrantes, o que el resto se hundió en la escoria de los tiempos por no pertenecer a la gran familia de la clase alta. Pero Patricio Jara se encarga de relevar este conflicto de clases, instalado en la experiencia de la música metal, para mostrar que hasta en este recóndito lugar de representación las diferencias forjadas por la dictadura, su sello metálico y sangriento, sigue punzando en las costillas. Casi de rebote nos llega este golpe como de un bajo percutido a alto volumen: la discriminación que acabó separando la tribu, el sesgo que acabó destruyendo la comunidad. El sonido de otras distorsiones que siguen reverberando en nuestra música y en nuestra sociedad con los mismos nombres: cuico, cuma, negro y roto. Estos sonidos no nos son nada desconocidos.
IV
Los aburridos años noventa, distancia que separa una nada de otra. Cuatro alumnos porros de un colegio para hombres. El espacio descrito entre Alameda, San Diego, Avenida Matta y Vicuña Mackenna. Los libros, la marihuana, las primeras cervezas. Reign in blood, Ride the lighting, Rust in peace. El inglés como lengua de intercambio, como un conocimiento sagrado, que aseguraba la calidad de la música o la interpretación. Mientras tanto, algunos cantábamos las canciones que grabábamos en cassettes TDK o Maxcell con una lengua chisporroteada como una mala freidora de papas. El calefont se escuchaba al fondo de nuestras grabaciones, como en las de los discos de punk o en el inalcanzable futuro de los vinilos. Todo lo primero fue una copia: copia de la guitarra de Hammett, copia de su disco, copia de una polera y copias de los aros. Esto, al punto de no tener la creatividad para tocar más que covers y elegir un nombre ridículo, que sonara a alguna lengua extranjera: Orghya, mi historia, inútil y prescindible como casi todas. Esta es una historia de adolescencia, del periodo en el que se fija o se disipa una identidad; por lo mismo, significativa, la historia de un grupo de jóvenes, de jóvenes cuicos o cumas, de colegiales que logra deshacerse del hábito de la mediocridad y el fracaso. Creo ver la identificación más allá de la clase social, porque la mayoría de las iniciativas artísticas dependen de un ámbito precario, como el mismo Topelberg aclara “Nunca le tomé el peso a Pentagram, a lo que habíamos hecho, hasta Napalm versiona un tema nuestro. Un tema culeado, grabado en ocho pistas; un tema de una banda de mierda que nació junto a Sepultura, pero Sepultura creció y se hizo un nombre y se hizo grande, pero nosotros nunca fuimos nada” (53). Todos tuvimos o podríamos haber tenido una banda, creer que era posible hacer música y desaparecer entre la falta de talento y la inconstancia. La de Pentagram es una historia curva que persigue asintóticamente el éxito, encontrándose en la madurez con un reconocimiento tranquilo, ya sin la pirotecnia de la juventud. Esta historia de Patricio Jara es, en el fondo, la historia de una de las pocas bandas de rock chileno que han asomado su cabeza sobre el olvido.
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«Pentagram» Patricio Jara, Libros del Pez Espiral, 2013, 196 págs. Por Juan Manuel Silva Barandica
Publicado en 60Watts, 7 de septiembre 2014