Proyecto Patrimonio - 2006 | index | Pedro
Lemebel | Autores |
El
celofán estropeado de un ala colibrí
Pedro
Lemebel
La Nación, Domingo 5 de Febrero de
2006
Recuerdo que Margarito era tan frágil
como una golondrina crespa en la escuela pública de mi infancia.
La escuelita Ochagavía, “eres mi norte, luz y guía”,
cantaba el himno de la mañana escolar ya borroso en los tierrales
de la zona sur. Esas nubes de polvo donde los niños machos
pichangueaban el recreo, los hombrecitos proletarios, tan diminutos
y ya ejerciendo
las ventajas del machismo burlón, humillando a Margarito, riéndose
de él porque no participaba del violento rito de la infancia
obrera.
Y parecía que Margarito, vaporoso, despreciaba la prepotencia
matona de esa enana virilidad, esa única forma de comunicarse
que practican los hombres. Por eso se aislaba en la soledad mocosa
de anidarse en un rincón del patio. Margarito nunca reía
en la bandada jilguera que animaba la mañana. Margarito no
era feliz, como todos los niños, a esa edad cuando el mundo
es una pelota de barro azul. Margarito tenía los ojos grandes,
siempre a punto de llorar, al borde lagrimero de su penita; por cualquier
cosa, por el chiste más insignificante, soltaba la muda catarata
de su llanto. Margarito era así, un pajarillo sentimental que
regaba la tierra seca de mi escuela pobre. Margarito era el hazmerreír
de la clase, el juego preferido de los cabros grandes gritándole:
“Margarito, maricón, puso un huevo en un cajón”. No
lo dejaban en paz con la letanía cruel de ese coro que no paraba
hasta hacerlo llorar. Hasta que sus ojazos nerviosos se vidriaban
con el amargo suero que hería sus mejillas. Margarito era así,
un pétalo fino en medio de la borrasca pioja del piñén
estudiantil. A esa edad, cuando la niñez asume la perversión
como un entretenido juego torturando al más débil, al
más diferente del colegio. Y ese era el caso de Margarito nombrado
así, burlado así por los pailones del curso que, groseros,
imitaban su caminar de pichón amanerado cuando tenía
que salir a la pizarra transpirando, como pisando huevos en su extraño
desplazamiento de cigüeña cachorra rumbo a la patriarcal
educación.
Lo recuerdo tan solo en ese tristísimo exilio de princesita
traspapelada en un cuento equivocado. Lo veo así, al borde
de la crisis esa mañana del ’60, cuando Caritas Chile regaló
un montón de ropa norteamericana para la escuelita Ochagavía.
Eran fardos de pantalones, poleras, zapatos y camisas que los curas
habían seleccionado para los niños varones. Tiras usadas
que el imperio repartía a Sudamérica para tranquilizar
su conciencia. Trapos multicolores que los chiquillos se probaban
entre risas y tirones. Y en medio de ese juego apareció un
vestido, un largo y floreado camisón que los cabros sacaron
calladamente del bulto. Lo extrajeron mirándose con maldadosa
complicidad. Margarito, como siempre, flotaba más allá
del bullicio en la balsa expatriada de su lejano navegar. Por eso
no se percató cuando lo rodearon sujetándolo entre todos,
y a la fuerza le metieron el vestido por la cabeza vistiéndolo
bruscamente con esa prenda de mujer. Creo que nunca olvidaré
esa escena de Margarito con los ojos empañados, envuelto en
la percala floral de su triste primavera. Lo veo, a pesar de los años,
interrogando al mundo que se cerraba para él en una ronda de
carcajadas. Lo sigo viendo acurrucado, como una palomita llorona mirando
las bocas burlonas de los niños, desfiguradas por el océano
inconsolable de su amargo lagrimal.
Han pasado los años, llorosos, terribles, malvados, y jamás
se me borró ese cuadro, como tampoco la chispa agradecida que
brilló en sus pupilas cuando, compartiendo las burlas, me acerqué
para ayudarlo a quitarse el vestido. Nunca más vi a Margarito
desde ese final de curso, tampoco supe hasta ahora qué pasó
con él desde esa violenta infancia que compartimos los niños
raros en el caracoleante escupitajo de los días que vinieron
coronados de crueldad. Es posible que su pasar de alondra empapada
haya naufragado en esa travesía de intolerancia donde el trote
brusco del más fuerte estampó en sus suelas el celofán
estropeado de un ala colibrí.
Esta crónica fue leída en Radio Tierra hace algún
tiempo. Y llamó por teléfono una auditora para contarme
que ella había sido vecina de Margarito. También me
dijo, con la voz quebrada, que antes de cumplir los 20 años
lo habían asesinado a piedrazos en la Panamericana Sur de Santiago.