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Lemebel
o el poder cognitivo de la metáfora
Yanko González
[Texto leído en el lanzamiento del libro Adiós
Mariquita Linda en la Universidad ARCIS el día 14 de
septiembre de 2005]
Los caprichos de Lemebel han hecho posible que hoy me guarde como
poeta y salga del armario como antropólogo. Por lo mismo, sé
que Pedro, esta vez, espera más que un par de gárgaras
lingüísticas, sino, la suspensión –que no supresión-
de alguna duda sobre su propio ejercicio escritural.
El año 1997, escribí lo que hasta ese momento, era uno
de los pocos trabajos en las lateras revistas “científicas”
universitarias sobre la obra de Lemebel. El artículo, titulado
“Loco Afán: una bella etnografía sobre el dolor marica”,
tenía la particularidad juguetona de imitar la escritura de
Pedro, acercándose lo más posible a lo que me parecía
un grueso aporte estético inscrito al interior de la crónica
en Chile: la construcción de un nuevo alfabeto a partir de
la adjetivación enrarecida, el hipérbaton, cientos de
neologismos “emic” y una lucha frontal en contra de la economía
del lenguaje. Aunque esta paráfrasis estética (o mimesis
crítica) para hablar sobre el texto resultó una golosina
para la criticona revisteril de la academia apoltronada -en esa onda
iba el papers- la promesa del título se cumplió
apenas.
Qué había de etnografía en la obra de Lemebel,
particularmente en sus crónicas. O lo que es lo mismo, ¿cuánto
de observación participante con pretensiones cognitivas había
en sus escritos y qué espesor tenían sus aportes sobre
la descripción de exóticas (sub)culturas subalternas
para el consumo metropolitano? Pues bien, en esta página que
me queda, y pasados casi 8 años y 3 minutos, quiero cumplir
algo de la promesa de ese título a partir de Adiós
Mariquita Linda.
La anécdota se la apropió Renato Rosaldo, pero en verdad,
ese día, el turno diurno de mesero en un bareto primermundista,
lo hacía yo. Lévi-Strauss ya cansino, acompañado
por un ajado premio Nobel de física, entraron a echarse un
agua entre una conferencia y otra. Me apuré a atenderlos cuando
escucho al Nobel ningunear a Claudio: - ¿qué han descubierto
los antropólogos? El autor de “lo crudo y lo cosido” –y del
mejor epigrama de un antropólogo: “odio los viajes y los exploradores”-
ganaba tiempo, mientras miraba con cara de asco la mugre de sus uñas.
– Tú sabes -le dijo el físico- las propiedades o las
leyes sobre otras culturas. ¿Te refieres a algo como E=mc2?
Le dijo el estructuralista. Sí, le ametralleó el otro.
-Bueno, no hemos descubierto leyes, pero existe algo que sabemos con
seguridad: reconocemos una buena descripción cuando la vemos.
Este aserto, revela precisamente uno de los entuertos que ha enfrentado
la antropología en estos últimos años. Primero
qué distingue y valida esa descripción –lo que en nuestro
gremio llamamos representación- como científica, válida,
y para qué será usada. Segundo ¿qué autoridad
y autoría se atribuye el “nosotros” para describir al otro:
¿quién es el nativo? El entuerto es de larga data y
ha sido resuelto a contrapelo y con heridos graves: finalmente la
descripción etnográfica es un género literario
y, lo que es peor para nuestro gremio, es un género contrahecho,
ladronzuelo o mendicante de otros, especialmente -a mi entender-,
de la crónica y, en América Latina, del muy castizo
y basureado “costumbrismo”. La antropología chilena ha chillado
mucho con el temita, pero ha sido incapaz, más allá
de contadas excepciones, de levantar aunque sea un conjunto referencial
de textos clasicones escritos o visuales, sobre “sus otros”, también
clásicos –indígenas y rurales- que puedan tener la eficacia
comunicativa y cognitiva de “El zorro de arriba y el zorro de abajo”
de José María Arguedas. Entrampados en el discurso regulador
remoto –típicamente la narración compungida en tercera
persona- con unas ínfulas cientificistas que te cagas, no han
hecho más que ahuyentar de sus lecturas al personal que, con
esfuerzo, fotocopia sus “cositas”.
(Des)enredado el problema, comprenderán mi temprano interés
antropológico por la obra cronística de Lemebel. No
es necesario tener un postdoctorado para entender que las más
potentes descripciones e interpretaciones sobre las distintas alteridades
que se han articulado en nuestro país provienen de géneros
anteriores al etnográfico, de voyeurs autodidactas con
plumas sin el corsé cientificista. Las ciencias sociales típicamente
llama a estas fuentes “secundarias o terciarias”, es decir, que sólo
son capaces de testimoniar como los rescoldos del asado, lo que se
ha construido –en palabras de Pedro, que ahora invento en su boca-
con el “látigo acerado del método y su científico
predecir”. Por tanto, pasan a ser un decorado de los hallazgos principales.
Si se filtraran por esas latas al menos dos párrafos de algún
“costumbrista menor”, vislumbraríamos de inmediato las fricciones
y topologías culturales que estaban en juego, por ejemplo,
a fines del siglo XIX entre el mundo rural y el urbano, narrados por
Pedro Ruiz Aldea en 1862 en “los provincianos”.
Pero acortemos el embrollo y digámoslo de una vez. Hay algo
en la obra y la escritura de Pedro que constituye una anomalía,
ya en la tradición literaria costumbrista del siglo XIX, ya
en la cronística del siglo XX, ya en la escueta etnografía
escrita en Chile: su condición de actor social gay, urbano-popular
e ilustrado y –por si no fuera poco- “nativo” a la vez que voyeur.
Todo ello, convierten sus escritos en documentos excepcionales, no
sólo como “fuentes” [datos secundarios], sino también,
como trabajos analíticos de primer orden. Adiós Mariquita
linda, con más soltura del yo y experimentalidad, sigue constituida
por esa argamasa del mirón nativo que nos ventila mundos próximos
con la dosis de extrañamiento necesaria para convertirlo en
una sólida estética de la descripción… y de la
interpretación.
A estas alturas sabemos de la ficción mediadora del método
para objetivar la observación como verdadera, recayendo en
la retórica y la persuasión argumental y estilística
la función de construir ya no verdad, sino verosimilitud. Y
Pedro, cumple de sobras con esta premisa: el poder cognitivo de la
metáfora. En “el abismo iletrado de unos sonidos”, por ejemplo,
logra con eficacia situar la agonística entre oralidad y escritura.
Diferencias, que como siempre, occidente y las clases dominantes transformaron
en desigualdades. Al recorrer los pliegues del choque cultural entre
conquistadores y originarios o entre elites ilustradas y bajo pueblo,
ciertamente la oralidad aparece como una resistencia cultural que
niega a domesticarse. Occidente, a través de su historiografía
que ve el documento como “monumento” -base única “de lo que
realmente ocurrió”- ha combatido la plasticidad de la oralidad,
no sólo porque entraña el peligro de la subjetividad
perpetua, lo evanescente e inestable, sino porque es incapaz de soportar
verdad científica y mantiene una peligrosa alianza con la memoria,
ese Pepe Grillo de la historia, respondón y subversivo, que
democratiza el control y la fijación del recuerdo. ¿Se
puede decir de otra manera? Sí, como Lemebel: “nuestro logo
egocéntrico que cree almacenar su memoria en bibliotecas mudas,
donde lo único que resuena es la palabra silencio”. He ahí
una metáfora trabajando.
Quizás, la particularidad etnográfica de Lemebel en
este libro, es su desplazamiento hacia la síntesis: la descripción
de la mano con un plan hermenéutico trazado. Varios corpus
están teñido de este sincretismo, no sólo en
“El alfabeto iletrado…”, sino también y maravillosamente en
“La momia del cerro El Plomo”. Esta pieza constituye, sin duda, un
ejercicio metodológico para la arqueología, a cuya meta
–“sacarle el habla” a las cosas pasadas- mis colegas llegan con la
misma dosis de imaginación, pero con sopor y escasa eficacia
comunicativa. Si el autor no hubiera puesto a pie de página
que era una interpretación libre de los hechos –sino, una especulación
esclava de los mismos- y le hubiese agregado un turro de referencias
bibliográficas a modo de joyas pedantes- el texto es un papers
de divulgación científica mortal. He ahí
el poder cognitivo de la metáfora (y bien lo sabe otro Pedro,
el Mege, y sus lujos hermenéuticos sobre la textilería
mapuche).
He majadereado poco, para llegar al harto y detenerme -en razón
al tiempo- sólo en algunos corpus que en sus frecuencias, ayudan
a resolver el pretencioso título de mi reseña crítica
de 1997. Las tres crónicas que componen “pájaros que
besan” (sumaría a ella “ojeras de trasnochado mirar”) más
allá de la calentura sexuada y sensualizada del negocio horizontal
(Ok: vertical, oblicuo, etc.), se constituyen como una observación
espesa sobre un sujeto joven plural, invisibilizado por la verborrea
indagatoria de lo social, que ha construido un estereotipo de lo juvenil
metropolitano y criminal (“joven-problema”) articulado en torno a
su revés: el joven reality-emprendedor, winner
y del partido de los optimistas. La textualidad de Lemebel revela
los dispositivos diferenciales en los que se asienta la condición
juvenil en territorios y trayectorias biográficas diversas.
Un inédito rapero de Llanquihue cesante –Wilson-; un joven
rural vendedor de maní –José-; un chico obrero de la
“contru”; otro militante y una horda de prostitutos púberes,
complejizan la caricatura manoseada de las encuestas. Estos retazos
de biografías juveniles en el Chile de hoy, resultan democratizadoras
por la operatoria: el autor no viaja de la estructura social a los
sujetos para explicarlos, sino, parte de la carne y sangre para otear
espacios microscópicos de su vida cotidiana trenzados en el
azar por la afectividad. A su vez, pone en circulación a actores
omitidos desvelando una legitimidad identitaria equiparable a la de
género, la étnica, o la de clase -la generacional-,
lo que incide en la deconstrucción de los estereotipos.
La resolución etnográfica es desigual, pero tiene en
“Eres mío, niña” una metáfora desenfadada para
comprender algunas claves de las prácticas simbólicas
hip-hoperas: no penetrando la tribu, sino dejándose penetrar,
literalmente, por su informante y sus semas, quien le traduce los
sticks grabados en el muro o le activa la genealogía
rapera del jeans a medio culo o la zapatilla carcelaria sin cordones:
“esos trailer de zapatillas que los chicos adoran como novias, sus
queridas zapatillas que las cuidan como otro par de pies suplentes
y son para ellos el andamio callejero que los transporta…”. Y al ritmo
de un scratch oral, termina co-produciendo una fresca rola
sentimental, que el autor transcribe. Similar potencia cognitiva revela
“Ojeras de trasnochado mirar” que compone en solo tres páginas
casi una antropología diacrónica del comercio sexual
adolescente Santiaguino, a partir de los ejes de clase, género
y nación. Leer las transformaciones del intercambio pagado
de fluidos y toques en estos espacios geoculturales, bajo la retina-memoria
de Lemebel, resulta del todo beneficioso para amoblar la cabeza del
lego: “los chicos de la plaza la saben todas, las conocen todas, las
vivieron todas, subiendo y bajando de departamentos, donde el dejarse
penetrar vale una chaqueta de mezclilla Levis. Total, ya pasó
la época en que el activo montador, valía oro, cobraba
en oro, se hacía pagar muy bien sus atributos erectos. Ahora,
el cambalache neoliberal de los cuerpos prostitutos, relativizó
el valor del falo diamante, por la plusvalía del orto masculino”.
En medio de la obra aparece el riesgo: una serie de piezas gráficas
que, bajo el título de “bésame otra vez forastero” encuentran
su lugar como la contracara de la descripción anárquica,
sembrando el ojo carboncillo u obturado –cual naturalista- en el paisaje
humano viajado por dentro. Sin embargo, antes, una suerte de pequeña
nouvelle –“Chalaco amor”-, aparentemente más cerca del
yo que de los otros –y de los objetivos cognitivos del patiperreo
etnográfico-, deja entrever un replanteo crítico del
catequismo patrio a partir de coitos interrumpidos. El arranque de
este texto es una intelección que augura un fiero proyecto
escritural: la búsqueda de “identidades extranjeras” –“metecas”-
cribadas y sufridas por el imaginario etnocéntrico del prejuicio
y la arbitrariedad del “lugar” como dador de legitimidad xenófoba.
Por cierto, otros textos circulan en la obra -cuestión, a parte
son las tres noches (quiltra, payasa y coyote), que como dice mi hermano
Arestizabal, son una “delicadeza de langosta”-, aunque sus pretensiones
cognitivas son más débiles. En esta dirección,
si bien el conjunto de “Adiós Mariquita Linda”, re-modula su
afán etnográfico -clave, desde mi punto de vista en
la obra de Pedro-, con un repertorio heterodoxo de “representaciones”
a modo de salpicón de ojeadas, lo hace con la reflexividad
interpretativa propia del que necesita saturarse de estudiar y representar
al otro cultural, hasta llegar oír esa voz “a la que suele
dársele el nombre de silencio”. Situado en la historicidad,
a Pedro se deberá recurrir como fuente primaria, cuya particularidad
es la increíble capacidad de observación participante
y cuyo mérito mayor -tan codiciado por la ciudad letrada- es
el de decir por medio del decirse.
Angachilla, septiembre de 2005.