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Las
andadas cacheras de un playero veranear
Por Pedro Lemebel
Diario La Nación, Domingo 22 de
enero de 2006
Los apolos proletas nos deleitan
con sus shorcitos y blue jeans cortados. Mostrándonos su cuerada
mapuche, su pellejo morocho, casi al alcance de la mano, cuando saltan,
juegan y brincan zangoloteando el racimo en nuestras narices.
Apenas una toalla, unas gafas de marca cunetera, un
bronceador barato y un libro para pasar por culta. Para mirar sobre
las páginas ese zoológico playero, esa colección
de músculos desnutridos que nos ofrece el horizonte de nuestros
balnearios populares. Pero aun así, los apolos
proletas nos deleitan con sus shorcitos y blue jeans cortados. Mostrándonos
su cuerada mapuche, su pellejo morocho, casi al alcance de la mano,
cuando saltan, juegan y brincan zangoloteando el racimo en nuestras
narices. Como si no supieran que la loca está expuesta al infarto
cardíaco ante tanta maravilla.
Más bien lo saben, y acentúan esos movimientos de pelvis
al chutear la pelota. Se rascan y rascan las bolas sacudiéndose
la arena, diciendo: cómo te gustaría ser ese granito
de arena enredado en la pendejada juvenil. Cómo te gustaría
ser la gotita de mar que brilla suspendida en ese pelo del pubis.
A punto de caer, a punto de resbalar ombligo abajo, vientre abajo,
en busca de la anguila que duerme en los pliegues del traje de baño.
A veces, sólo basta ofrecer un cigarro, una cerveza para refrescar
la brasa solar. Preguntar: ¿qué andái haciendo?
¿No tenís dónde quedarte? Entonces, todo se hace
más fácil al saber que el pendejo anda de vago por el
litoral central. Que salió con lo puesto a carretearse la aventura
del verano chileno. Y sólo quiere que le paguen el vacilón
a cambio de sus favores erectos. Así, el verano resplandece
para la loca que venía solamente a vitrinear a la playa, y
de pronto, casi sin quererlo, se encuentra con esta liquidación
de temporada, tan barata, tan económica, tan chispeante en
las miles de acrobacias que le pide al chiquillo para complacer su
lujuria, su delirio de sirena caliente que le da huasca al cabro toda
la noche.
El verano coliza a veces es para eso, sobre todo en el litoral central,
donde se junta la manga de adolescentes y jóvenes vagabundos
que buscan en las vacaciones una aventura peluda que contar. Un desvío
gay para salvarse y matar el hambre (dicen ellos). Una semana a cuerpo
de rey, corriéndosele al cola cuando se pone cargante (insisten
en mentir). Cuando le da por agarrarle las piernas quemadas y tirarle
los cueritos (ellos le sacan la mano, dicen). Pero la verdad, es difícil,
casi imposible, detener la mano lagarta del billete. Esa mano velluda
que paga las cuentas, las coca-colas en la arena, los completos cuando
llega el hambre, la de pisco en la noche, y las fichas de juegos y
taca taca en la terraza. Es difícil chantar esa mano hambrienta
deslizándose bajo el blue jeans. Sobre todo al alba, cuando
hace frío y el pendejo está chato y cansado de dormir
en la arena mojada, con los pacos que andan como perros deteniendo
a los mochileros. Cuando la pieza está calientita y todavía
queda media botella de pisco para tomársela en la cama, justo
antes de empezar la cachera función.
Ya en la mañana, el chico pide plata para el pasaje de regreso.
Dice que está agotado de tanto experimentar. Que quiere volver
a Santiago a ver a su familia, a juntarse con sus amigos de la esquina
para contarles las peripecias de su filudo verano (algunas nunca las
va a contar). También le da las gracias a la loca y le toca
la mano cuando agarra la plata. Y la loca, con los ojos inundados
de mar, lo ve marcharse tristemente desde la ventana. Lo mira caminar
entre las lonas de colores que avivan la playa. Lo observa desaparecer
sin mirar atrás, sin siquiera volver la cabeza. Como si deseara
olvidarse de la noche anterior, cuando la esperma en olas de ese mar
sodomita le arrebató de cuajo su secreto.