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DJ Lemebel

Roberto Careaga C.
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Fue en 1995 cuando Pedro Lemebel, con La Esquina de mi Corazón, irrumpió en la escena literaria amenzando con dejar cualquier escritura en vergüenza: todo parecía mojigato, conservador, artificial y cursi a lado de su descarnada ferocidad. Confesamente loca, obviamente pasada de revoluciones, abusaba de un barroquismo supuestamente anticuado para hablar de un mundo -pobre, gay, comunista, triste, terrible, enfiestado, sexual y feo- que la literatura chilena apenas conocía. O sea: la tropa de la Nueva Narrativa parecía una manga de cuicos graves al lado del kitsch chilensis del ex Yegua del Apocalípsis. Supongo que algo estaba anunciado en la poesía de Carmen Berenguer o de Malú Urriola. O en Diamela Eltit. O más atrás, en los rincones oscuros de José Donoso. Pero Lemebel logró algo raro: conquistar a las masas. Parecía impensable que sus irrespetuosas crónicas terminaran siendo un pequeño best seller.

Después, pasó lo que pasó. Montado en sus tacos, oficializó su incorreción de loca comunista y cada vez que podía, mordía. A Pedro Carcuro, en la Feria del Libro de Guadalajara… Se volió peligroso. También pasó otra cosa: reconocimiento internacional, fichaje de Anagrama, una novela (Tengo Miedo Torero) y él siempre hablando desde la marginalidad. ¿Se repetía? No estoy seguro. Lo claro es que el personaje ya estaba instalado. Quizá a Adiós Mariquita Linda (2005) le faltaba dinamita. Quizás su fórmula ya no funcionaba. Ya había echado abajo todos los convencioalismos y su estilo sonaba demasiado conocido: de nuevo este maricón hablando de la Gladys Marín… Pero ahora Lemebel lanza Serenata Cafiola (Seix Barral) y algo pasa: sus 50 crónicas de nuevo son capaces de incomodar. De nuevo es sorprendente. Es el viejo estilo provocativo ahora hilado por la música. Chavela Vargas, Los Prisioneros, Rolling Stone, Fernando Ubiergo, La Sonora Palacios, Sara Montiel, Paquito Rivera, Charly García, Joselito, Violeta Parra, Rafaela Carrá y un largo etc. de íconos pop deambulan por el libro. El ritmo es el de siempre: acelerado, sudoroso, nocturno, de bouat, polvoriento, excesivo, sexual, gay. Es algo que nadie está haciendo en Chile.

El comienzo es insuperable: en A modo de sinopsis, Lemebel hace una declaración de principios y explica, en su estilo atropellado, cómo llegó a la escritura y por qué escribe así. Con permiso de Carlos Labbé, el editor de Planeta en Chile, dejó aquí ese texto.

“Podría escribir clarito, podría escribir sin tantos recovecos, sin tanto remolino inútil. Podría escribir casi telegráfico para la globa y para la homologación simétrica de las lenguas arrodilladas al inglés. Nunca escribiré en inglés, con suerte digo go home. Podría escribir novelas y novelones de historias precisas de silencios simbólicos. Podría escribir en el silencio del tao con esa fastuosidad de la letra precisa y guardarme los adjetivos bajo la lengua proscrita. Podría escribir sin lengua, como un conductor de CNN, sin acento y sin sal. Pero tengo la lengua salada y las vocales me cantan en vez de educar. Podría escribir para educar, para entregar conocimiento, para que la babel de mi lengua aprenda a sentarse sin decir palabra. Podría escribir con las piernas juntas, con las nalgas apretadas, con un pujo sufi y una economía oriental del idioma. Podría mejorar el idioma metiéndome en el orto mis metáforas corroídas, mis deseos malolientes y mi desbaratada cabeza de mariluz o marisombra, sin sombrilla o con el paraguas al revés, a todo sol para que la globa me haga mundial, exportable, traducible hasta el arameo que me canta como un florido peo. Podría guardarme la ira y la rabia emplumada de mis imágenes, la violencia devuelta a la violencia y dormir tranquilo con mi novelería cursi. Pero no me llamo así, me inventé un nombre con arrastre de tango maricueca, bolero rockerazo, o vedette travestonga. Podría ser el cronista del high life y arrepentirme de mis temas gruesos y escabrosos. Dejar a la chusma en la chusma y hacer arqueología en el idioma hispanoparlante. Pero no vine a eso. Está lleno de cronistas con una flor estilográfica en el ojal mezquino de la solapa. No vine a cantar ladies and gentlemen; pero igual me canta, señora mía. No sé a lo que vine a este concierto, pero llegué. Y me salió la letra como un estilete. Más bien sin letra, como una prolongación de mi mano el gruñido la llora. Parecen gemidos de hembra cobarde, dijeron por ahí los escritores del culebrón derechista. Llegué a la escritura sin quererlo, iba para otro lado, quería ser cantora, trapecista o una india pájara trinándole al ocaso. Pero la lengua se me enroscó de impotencia y en vez de claridad o emoción letrada produje una jungla de ruidos. No fui musiquera, ni le canté al oído de la trascendencia para que me recordara a la diestra del paraíso neoliberal. Mi padre se preguntaba por qué a mí me pagaban por escribir y a él nadie le remuneró ese esfuerzo. Aprendí a la fuerza, aprendí de grande, como dice Paquita La del Barrio; la letra no me fue fácil. Yo quería cantar y me daban palos ortográficos. Aprendí a arañazos la onomatopeya, la diéresis, la melopea y la tetona ortografía. Pero olvidé todo enseguida, me hacía mal tanta regla, tanto crucigrama del pensar escrito. Aprendía por hambre, por necesidad, por laburo, de cafiola, pero comenzaba a estar triste. Pude haber escrito como la gente y tener una letra preciosa, clarita, clarita como el agua que corre por los ríos del sur. Pero la urbe me hizo mal, la calle me maltrató, y el sexo con hache me escupió el esfínter. Digo podría, pero sé bien que no pude, me faltó rigurosidad y me ganó la farra, el embrujo sórdido del amor mentido. Y creí como una tonta, como una perra lacia me dejé embaucar por alegorías barrocas y palabreríos que sonaban tan relindos. Pudiste ser otro, me dijeron los maestros con sus babas mojándoles los pelos de profetas. A pesar de todo aprendí, pero la tristeza caía sobre mí como un manto culto. No fui cantor, les repito, pero la música fue el único tecnicolor de mi biografía descompuesta”.

 

 

 

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