DER GOLEM DE PABLO LACROIX: UNA VASTA ALEGORÍA DEL
DESEMBRAMIENTO DEL YO EN CUERPO
Sobre DER GOLEM o la reconstrucción de la carne de Pablo Lacroix,
Sediento ediciones, México 2014
Por Thomas Harris
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Der Golem desea dormir, para despertar donde todo empezó
Cantares de Anubis (el íncubo)
Der Golem, diría, es en primer lugar, una vasta alegoría, tal como la concebía Baudelaire, de una imaginación que transita del no-cuerpo, al cuerpo y, desde allí, al desmembramiento de este, en texto: en escritura que se entrega a una suerte de programada, enfática, sublime y abyecta autodestrucción, a un auto-crimen, autofagotización si se quiere, lo que no nos coloca ante una escena de suicidio, sino, más bien, insisto, de una alegoría del cuerpo en un tránsito desde el sorprenderse en carne, abominar de esta sorpresa y, a través de la escritura abominable, textualizar (y sexualizar) este proceso, hasta lograr una suerte de ataraxia en el desmembramiento; es decir, en la fragmentación. Un cuerpo puede ser desmembrado, un texto fragmentado, si ambos se fusionan a través de una alegoría vasta, pueden intercambiar estos roles en la escritura.
Este proceso se inserta en una zona de dolor escritural, pero también de envíos intertextuales que le permiten tal proceso: el sujeto que los provoca y padece lo perpetra en la más absoluta soledad, dado que acá no hay deseo de fundirse eróticamente en otro (ni textual ni gramatical) que pueda ofrecer una salutífera comparación espejeante: estamos frente a un sujeto que ha decidido transitar desde una suerte de autopoiesis negra, lúgubre y operática, hacia la disolución –o dislocación– cada vez más fractal a la que debe llevar la fragmentación, en este caso del que una vez fue cuerpo (me da la impresión al leer Der Golem que se habla desde un sujeto fragmentado hasta la imposibilidad de rediseñar la imagen prima o si se quiere la escena inicial: el feto en sus aguas amnióticas).
Der Golem encuentra este locus fetal en un cubo de sangre, y en este cubo sangra pleonásticamente, se continúa desmembrando, se hace costra, vive en esos espejismos, pero que no por ser tales dejan de ser la herida: y pienso en esas dos grandes heridas, aunque aquí no citadas, infratextualmente presentes: la de Manuel Rojas, en el soliloquio de Hijo de ladrón (Supongamos que tengo una herida…”), y la del placer perverso de la dualidad de transformarse en el doble de sí mismo en tanto muerte de Baudelaire, su “ser la herida y el cuchillo a la vez”, que describe en sus Diarios.
Pero Der Golem logra esta inquietante y cruel fractalización del cuerpo, fuera del cuerpo, es decir en los remedos del cuerpo, en los cuerpos que son imitatio de tales, simulacros, incluso me atrevería a decir fantoches del cuerpo que han transitado por cierta literatura (pienso en el gótico del siglo XIX, en el esoterismo de ciertas leyendas hebraicas y esotéricas, como las de Rabino Löw, el verdadero creador del Golem, y la no menos distante de estos desmembramientos, Mary Shelley y su abominable criatura el moderno Prometeo hijo de Víctor Frankenstein, también citado) en, sobre todo, las restas de los cuerpos que provienen de distintas –y a veces distantes– tradiciones e incluso epistemologías.
Me explico. El Golem es un fetiche de barro –o arcilla si se quiera, mezcla tierra y agua, que, como dice Angelo María Ripellino en su Praga Mágica:
En la literatura golémica se alternan el motivo polaco (del Emet) y el praguense (de schem). Sería largo enumerar los escritores checos y alemanes que han narrado en dramas y en baladas, las acciones del fetiche de arcilla. En sus páginas el Golem suele ser obtuso barro que odia a su plasmador, amasijo de brutales pasiones, lacayo fanfarrón e incendiario ávido de venganza.
Es decir, desde el libro que provenga –posteriormente Der Golem, como sabemos y además nos informa del texto de Pablo Lacroix, continúa sus andanzas en el espacio del cine, sobre todo en las luces y sombras del claroscuro expresionista en el filme homónimo de Paul Venegeer, es un ente destructivo, lleno de odio, que abomina de su creador, cuyas pasiones son brutales y por eso también sus pasiones. De ahí el Emet –verdad– del motivo polaco, de los ghettos, y el shem, propio de estos espacios de sentido praguenses. Hecho para servir (¿acaso en principio esa extraña máquina hecha de amasijos de carne que es el cuerpo no debe servirnos, en tanto trabajo, placer, poder, política, bienestar, etc., locus desde donde nos proyectamos y somos en el Mundo?) termina destruyéndonos ineludiblemente. Tal vez acá exista un espacio de sentido que remite al error del creador improvisado de la obra de Dios que termina en el horror de su hibrys : el rabino Löw coloca bajo la lengua del Golem un pergamino u otra superficie donde escribe la palabra Emet (verdad) y por un monstruoso azar –o no tanto– la letra “E” se borra (es decir produce la tan temida borradura del cuerpo del texto o de parte de él, ínfima, más fatal) y de Emet pasamos a shem (muerte). Otro tanto ocurre con la criatura de Víctor Frankenstein, con la diferencia, no menor, que este resto de cuerpo no es un amasijo de agua y barro y una palabra “mágica” que le insufla la vida, sino un amasijo de cuerpos humanos y un cerebro infradotado cuya soplo vital no sabemos a ciencia cierta cómo le es insuflado a la criatura, que, por otra parte, tiene aspectos discursivos más ambiguos, pero de que destacamos el deseante (la criatura quiere una pareja para procrear, es decir para tener sexo y multiplicarse por el mundo).
Creo que la alegoría aludida más atrás, radica acá, en esta(s) criatura(s), productos del hombre (de la figura paterna, patriarcal, sobre todo) las cuales finalmente cobran venganza no en su progenie, que les es negada por sus pater familias, sino justamente en estas, ya sea en sus actividades cotidianas como en sus noches de bodas. ¿Acaso no hay en Der Golem de Pablo Lacroix (Pablo en la Cruz) una suerte de rebelión contra el pater familias, el engendrador que lo arroja a un mundo, a un locus ominoso y degradado, ajeno y cruel, sin más cobijo, mas sobre todo abyecto en su concepción y percepción?
En el libro tenemos una serie de láminas, intercaladas en el texto, que creo podrían darme algo de razón: son 7 –número no por nada cabalístico– que parten con una titulada Der Golem y que es reproducida del test de Rorschach, el de apreciación temática y el de relaciones objetuales que, grosso modo, son métodos psicoanalíticos que van generando relatos múltiples y ambiguos, historias de carácter proyectivo desde un ahora multiforme a un futuro que se quiere normalizado y homogéneo. Este guiño a la impronta homogeneizadora y ordenadora tiene también una rebelión agónica a la biopolítica y a la corrección social que impone la vigilancia y el castigo, como plantea Foucault.
Todo, en Der Golem crece monstruosamente en mi mente, según la cita de Gustav Mayrink, una mente que desde el agon busca aquel imposible epos que le otorgaría un espacio libre de paternidades y doctores Mabuse, que le impiden al sujeto que profiere estos negros, terroríficos, góticos y desamparados textos una salida fuera del acuario de sangre, más allá de esos fantasmas que lo acosan, sean el del barro hebreo o el de la carne desvencijada de la gótica criatura de Frankenstein. Si bien hay una distancia epistemológica enorme, entre ambos entes, también existe un punto en común: son destructivos, amenazantes, fatales, disfóricos, según la nomenclatura del monstruo de Omar Callabrese en su libro La era Neobarroca.
Der Golem es un poemario oscuro y necesario, que habla del lugar que des(habitamos) en el Mundo y también de esa ausencia que en las pesadillas y por la necesidad de poblar el miedo al abandono existencial, llamamos familia.
Diciembre de 2013