Si bien durante buena parte del siglo XX, el intento de constituir una historiografía literaria a partir de conceptos como los de “generación” fue un afán no menor para tratar de asir lo indefectible y huidizo del fenómeno literario, aquel concepto se encuentra visto hoy en día como un esfuerzo intelectivo cuyos resultados y sistematizaciones están plagados de información inexacta, pretensiones de totalidad asfixiantes y cargados con un tufillo neopositivista que terminó consumiendo las nobles intenciones de pensar, desde las humanidades, una metodología de investigación que pudiera dar cuenta del viejo sueño de Dilthey respecto a las así llamadas “ciencias humanas”. De aquel modo, el concepto de “generación” concluyó en una frágil y, a veces, arrogante manera de tratar de meter al saco causalista del ordenamiento histórico, aquellos nombres, obras y gestos que, a primera vista, y ante la lectura del sentido común, podían parecer disímiles, contradictorios y hasta opuestos. (Cuadros, 2005; Leccardi y Feixa, 2011)
No obstante, pasado el tiempo y con los estudios literarios devenidos un frenesí por engullir diversos métodos de análisis, perspectivas de sentido y formas de abordar lo que siempre ha sido un quebradero de cabeza (entiéndase, “la literatura”), el arraigo masivo, casi popular de la palabra “generación” ha sido utilizada como santo y seña en el pretendido entendimiento de lo que, para un puñado de autores, en un momento específico de la historia, significa la literatura. Para muchos, aquella palabra siguió y sigue siendo no una palabra fantasma que habita y se filtra en nuestros hábitos lectores, sino más bien, una muletilla que nos auxilia al instante de querer establecer coordenadas temporales no sólo de autores determinados, sino también para esclarecer las eventuales características de las obras nacidas de la pluma de ellos mismos con tal de no quedar a merced de impersonales y quizás más aventajadas nociones de estudio y análisis.
Menciono esto, porque hasta el día de hoy no parece ilícito ni tampoco inexacto referirse a los escritores chilenos nacidos alrededor de 1930 como la “Generación del 50”, es decir, autores y autoras que ya desde fines de los años 40 -como lo evidencian Enrique Lihn y Miguel Arteche- empezaron a publicar sus respectivas obras en los más diversos géneros: cuento, novela, poesía, ensayo, drama, etc. Un puñado de escritores con una obra, vista desde nuestra perspectiva de inicios del siglo XXI, vasta, asombrosamente diversa, compleja, laberíntica y con una prestancia de vocación universal como nunca antes había sucedido en la literatura escrita en Chile (Godoy, 1998; Godoy y Ahumada, 2012). Un puñado de escritores con una obra donde por un lado, el compromiso con el avatar histórico y la consolidación proveniente de una idea o concepto de literatura que mostrase la vinculación explícita con el devenir, encarnaba en la emergencia social que adquiría un tono perentorio, dado el paulatino proceso de modernización impulsado por el Estado y el conflicto que ello significaba política y simbólicamente (como lo puede evidenciar la novelística de José Donoso, la poesía de Efraín Barquero y el teatro de Egon Wolff), como por otro lado, la necesidad de dar cuenta de una densidad subjetiva manifestada en tanto “experiencia interior”, en algunos casos con un tono “existencialista” de la comprensión de lo humano y su miseria (Lihn, Rubio, Uribe), como en otros, la de una crisis de fuerte cariz religioso y hasta confesional (Arteche). A su vez, el experienciar por vez primera, en ese mismo proceso de modernización, el surgimiento de una sensibilidad característicamente urbana que revierte en la necesidad de articular el arraigo, o su virtual desacralización o destrucción, propicia de modo simultáneo el cultivo de una memoria en variantes que ya no son meramente descriptivas como fue la oleada criollista de principios de siglo y que redundará con posterioridad en la denominada poesía lárica, en el recurso a la infancia irridenta de parte de la narrativa o en el imaginario decadente de una sociedad antaño aristocrática y ahora hecha trizas. En todo esto se advierte la búsqueda y la necesidad de una inmediatez expresiva que se condiga con las vivencias de una subjetividad en plena crisis de acomodos modernizadores, pero sin abandonar la mediación del poema, del cuento, de la novela y del ensayo y que se muestran como contraste frente a la comprensión que de lo literario poseen los proyectos de estos autores en torno a la recepción y modulación de la noción de “vanguardia” en la generación inmediatamente precedente. Quizás, todos estos escritores dan menos énfasis a un tratamiento “lúdico” del lenguaje que a uno “expresivo” o “existencial” (Morales, 2003).
II
La así llamada “Generación del 50” fue generosa con el cultivo de la prosa ensayística: desde narradores como José Donoso, Enrique Lafourcade y Jorge Edwards, pasando por poetas como Enrique Lihn y Jorge Teillier, hasta dramaturgos como Egon Wolff y Jorge Díaz, la prosa crítica, la prosa ensayística, ya de ocasión o de concienzuda elaboración y estilo, fue un género primordial, para nada menor o secundario. Para la “Generación del 50”, el ensayo fue un campo de batalla, un espacio de reflexión y polémica, un lugar de reflexión teórica y también un espacio de proyectos y especulaciones. Y si bien es cierto que el ejercicio de este tipo de prosa no alcanzó las cimas referenciales del género tal como se daban en México y Argentina por plazos similares -con nombres tan notables como los de Juan García Ponce, Sergio Pitol, Oscar Masotta, Héctor Murena-, aquello no obsta a considerar que lo escrito por nuestros escritores de mediados de siglo fuera y siguiera siendo primordial, esclarecedor y deslumbrante. Básicamente por el tenor crítico de ese tipo de prosa y también por el ropaje intelectivo que le es característico, cosa que implicaba, ciertamente, ver en el ensayo un lugar para ejercer la distancia y, por ende, la ironía en lo que significaba dar cuenta de la propia obra de cariz creativo. Un narrador como Donoso y un poeta como Lihn sabían a la perfección esto. Pero por otra parte, el ensayo también logró su emancipación, su autonomía en tanto escritura, poseyendo su propia finalidad. En esto, el ejemplo máximo de la “Generación del 50”, sigue siendo una figura como la de Martín Cerda.
Ahora bien, el caso de los poetas de esta generación que practican la escritura ensayística es singular. Todos, cual más, cual menos, la llevan a cabo. Desde los ensayos de Miguel Arteche (2001) sobre Tala de Gabriela Mistral y la pregunta por el ser americano, pasando por la revisión crítica que sobre Pound, Montale y Léautaud efectúa Armando Uribe (1962; 2009), hasta las vastas reflexiones metapoéticas que a Jorge Teillier (1999) le permiten plantear el concepto de “poesía lárica” y las justas apreciaciones de actualización y reivindicación que Enrique Lihn (1997) hace de la antipoesía de Nicanor Parra y del lugar de Vicente Huidobro en el concierto de la poesía chilena, todos ellos y otros más, ejercitan este tipo de escritura. Sin duda en cada uno existe una forma de abordaje y un temperamento lúcido respecto de sus materiales, pero sobre todo, hay una manera de leer. Y cuando me refiero a esto, lo hago respecto al interés que la prosa crítica de un poeta tiene sobre la escritura de otros poetas, como por sobre los hechos y datos de la cultura y la vida en general. Así, la lectura de un poeta casi siempre es la de un buen ensayista es decir, una lectura interesada, nunca o rara vez tendenciosa, más bien, anclada en la respiración que implica leer algo ajeno a su propia creación para llevar acabo su estudio o lucha de sentido con el lenguaje con un voraz o sutil espíritu apropiativo. En el poeta, pareciera haber una manera de entender la escritura ensayística como un gesto gratuito otorgado libremente para volverse herramienta de auscultación de sus propias obsesiones y como sintomática red de posibilidades para entender sus, a veces, inconfesadas y hasta problemáticas filiaciones. En definitiva, una especie de ejercicio de autoconciencia respecto a la tradición letrada, pero también respecto a la tradición cultural donde pretende inscribirse para llevar acabo su ejercicio.
III
Pedro Lastra (1932) es sin duda uno de los más singulares e individualizados escritores de la “Generación del 50” que confirma lo recién expuesto. Poeta y ensayista, su obra ha ido creciendo lentamente, sin aspavientos y sin gestos estentóreos. Y si bien, su poesía no podríamos considerarla como predilecta de un gusto masivo, ha tenido sin embargo lectores de privilegio (Gonzalo Rojas, Carlos Germán Belli, Enrique Lihn, Oscar Hahn, Adriana Valdés) y agudos comentaristas, poetas y escritores la mayoría de ellos (Marcelo Pellegrini, Miguel Gomes, Luis Correa Díaz, Francisco Cruz, Oscar Sarmiento, entre otros) quienes, con destreza y finura de juicio, han desentrañado las principales coordenadas de su escritura de modo sugerente y esclarecedor (Nagy-Zekmi y Correa-Díaz, 2006; Pellegrini, 2014)
Ahora bien, como ensayista y crítico, Lastra colaboró desde joven, a inicios de la década de los 50 y, a partir de ahí, durante un lapsus de más de 40 años, en diversas revistas, diarios y periódicos, tanto a nivel nacional como internacional. Pero sólo a mediados de la década de 1980 comenzó a reunir lo más relevante de su prosa ensayística en diversos volúmenes. De esto se desprende que lo esencial de su corpus ensayístico está formado fundamentalmente por tres libros: Relecturas hispanoamericanas (1987), Leído y anotado (2000) y Sala de lectura (2012)[1]. En ellos es posible apreciar el talento de Lastra como autor de una prosa que se despliega con sus peculiares estrategias de lectura, donde asimismo es posible advertir sus filiaciones y lealtades intelectivas y vitales, como también su honda sabiduría letrada que es equiparable a su pasión como lector memorioso y singular.
¿Pero cuáles son los rasgos de esa singularidad, cuáles sus motivos o características?, ¿qué moviliza a la prosa crítica de Lastra bajo aquel parámetro que permite a un lector atento individualizar su escritura?
Tanto Miguel Gomes (2002) como Marcelo Pellegrini (2006) han indicado que la escritura ensayística de Lastra se deslinda de una de las tradiciones más especiales del cultivo del género en nuestro continente desde los albores de la Independencia. Así, frente a esos autores que configuraron un modo de entender el ensayo como parte de un proyecto de alcances nacionales y continentales de cariz político, de pretensiones fundacionales y de un heroísmo intelectual, ensayistas en torno a los cuales cristaliza, gracias a su misma pericia de escritores, pero gracias también a las exigencias fetichistas de sus conciudadanos, la imagen del "maestro" del pueblo, el "profeta" del Estado, la revolución o el destino colectivo, es posible hallar, como contraste, aquellos otros ensayistas que han optado por un modo más discreto, tal vez algo más opaco y con una especial dosis de ironía respecto de ellos mismos, articular un registro de escritura que devela una subjetividad asentada en los peculiares accidentes de una biografía que hace de la reserva y el sigilo, pero no menos de una aguda conciencia escritural y crítica, su sello fundamental. A su vez, este tipo de ensayista enfatiza con su erudición (no contra ella, sino desde ella), una especial predilección por un sentido del humor o temple más bien, salpicado de paradojas y contrastes, alusiones sugestivas y observaciones en sordina que traen a presencia singulares ecos de significado que, a primera vista, se escabullen silentes o hasta ignorados.
Lastra, como ensayista, se inscribe generoso en esta descripción. Su reserva escritural -más que vital o política- implica un contraste, digamos, ante la prosa de Enrique Lihn o Jorge Teillier, por mencionar dos casos identificables dentro de su misma generación. Pero también es dable apreciar su distancia respecto de otros autores contemporáneos que, al igual que él, son maestros de la prosa. Pienso en primer lugar en Martín Cerda y también en José Donoso. Frente a la prosa intensa, de ritmo ondulante y nervioso de Cerda, atravesado por un pathos de lucha cierta con las tragedias de la modernidad en nuestra sociedad o con la prosa sonámbula, llena de ecos fantasmagóricos que dan vida a un impulso anímico que viene desde la sima de la subjetividad como es el caso de Donoso, la prosa de Lastra se distancia: sus gestos no son la grandilocuencia ni el patetismo, tampoco el aire pesadillezco de la reflexión afiebrada, como tampoco el asentar como base de operaciones de sus inquietudes el imaginario de la provincia. En esto, no deja de ser muy característica y fundamental la enseñanza que Lastra recibe de quienes identifica como referentes: Ricardo Latcham, César Bunster, Antonio Doddis y que resalta como algo “natural” en su ejercicio de aprendizaje literario. Al hacer alusión a estos autores e intelectuales -fundadores todos de la institucionalidad universitaria del estudio de la literatura en Chile hacia los años 30- es menos el guiño de afanoso y obediente scholar lo que anima a Lastra, sino más bien, se detecta, un modo de asumirse estratégicamente dentro del campo cultural para llevar a cabo su tarea. Comentando el título de su segundo volumen de ensayos -Leído y anotado-, Lastra apunta lo siguiente:
La frase que sirve de título a esta colección de artículos y notas de lectura quiere ser un homenaje a don Ricardo Latcham, quien solía repetirla con gracia y buen humor cuando se mencionaba algún libro más o menos reciente que ya le era familiar. Sus amigos y discípulos más cercanos la hicimos nuestra después de su muerte [...]. Pienso que don Ricardo hubiera aceptado con su cordialidad de siempre este acto literal de apropiación, y que otros amigos suyos, como mis maestros don Antonio Doddis y don César Bunster, no habrían dejado de reconocerlo como lo que es: un gesto filial del discípulo que fui de todos ellos. (Lastra: "Preliminar sobre el título")
Como ha señalado con agudeza Miguel Gomes (2002), lo que hay en este gesto de Lastra es advertirnos respecto de su condición. Ésta es la del discípulo, la del aprendiz de la palabra, el de quien ha tenido la oportunidad de convivir con las ideas en un diálogo concienzudo, arduo y riguroso. Porque en una declaración como ésa, Lastra no se inscribe solamente en aquella “familia de ensayistas discretos”, sino que nos recuerda que existe otra manera de ser parte de una colectividad: aceptando pertenecer a una tradición, lo que a su vez sugiere una tácita desconfianza de los gestos grandilocuentes, de las ansias fundacionales, de los redentorismos extremos y de cierta aspiración utópica que le gustaría hacer tabula rasa de todo lo precedente. Como apunta con acierto Gomes, en Lastra no es necesario articular la génesis de una literatura para ganarse un espacio en ella; no es necesario ser un demiurgo para entregarse al oficio creador. El "discípulo" se opone al "autodidacta", individuo tantas veces celebrado en nuestra cultura y, en su seno, sin embargo, prueba flagrante de las discontinuidades y los accidentes a los que ha estado sometida nuestra historia. Bajo la perspectiva de esta verdadera estrategia de asumirse en el campo del ensayo chileno de su generación y del ensayo hispanoamericano en general, Lastra es el "discípulo" que se distingue del personalismo del "caudillo" -sea intelectual o no- y que forma parte de los mitos que habitan nuestros clichés culturales y nuestras prácticas sociales.
IV
Como se mencionó líneas más arriba, Relecturas hispanoamericanas (1987); Leído y anotado (2000) y Sala de lectura (2012) son el corpus fundamental de la prosa ensayística de Lastra. Cada uno de estos libros reúne una variopinta serie de textos: notas, prólogos, apuntes, artículos y discursos, abarcando temas y autores diversos, en un marco temporal de más de 40 años. Y si bien, al obedecer cada uno de estos libros a distintas circunstancias de origen, ronda en todos ellos una articulación que puede rastrearse entre aquellos textos que abordan temas, autores y situaciones en torno a la literatura chilena e hispanoamericana en diferentes registros epocales y los que en términos generales podrían denominarse “otros escritos” donde, además, se podrían aglutinar aquellos textos que desbordan lo exclusivamente chileno e hispanoamericano para hacer incursiones geográficas, vitales y bibliográficas de carácter más universal y divergente. Por supuesto que con esto no deseo instalar un gesto que pretenda predisponer la lectura por una orientación de temas o estilos. Se trata más bien de apreciar una eventual ordenación que es modulada con una flexibilidad que invita más a la aventura lectora que al mero ensimismamiento.
En estos libros se rastrean obras y autores, tendencias e instantes, abriendo múltiples expectativas en el dinámico espacio literario hispanoamericano y chileno. Así, por ejemplo, Relecturas hispanoamericanas (1987) es quizás el más “académico” de los tres: es un libro donde la prosa de sus ensayos se apuntala en reflexiones que tienen un notable bagaje bibliográfico, referencias especializadas, a veces distantes, otras arcanas, como cuando el texto titulado “Espacios de Alvar Núñez: las transformaciones de una escritura” -y con el que se abre el volumen- sondea la densa y nutrida arboleda de referencias que se ha levantado en torno a este fascinante texto, como a su vez en los espesos ramales de la literatura colonial (1987: 13-26). Por otro lado, el gesto de otorgar una lectura “metacrítica” a Los raros, ese volumen tan singular de crítica literaria de Rubén Darío que es más que una mera recopilación de semblanzas, reseñas y retratos literarios, sino más bien, una verdadera declaración de principios, una “poética” fundada en la auscultación pormenorizada de una sensibilidad “nueva” y que Lastra, con sagacidad, desentraña con recursos tomados del, en aquel entonces, vigente estructuralismo, con categorías tales como “oposición” y “coherencia” o el de “intertextualidad refleja”, es un acto de libertad suma, sin restricciones metodológicas de ningún cariz, poniendo el saber teórico al servicio de la intuición lectora (1987: 39-49). Asimismo, idéntico esfuerzo “teórico” se aprecia cuando aborda la lectura de La hojarasca, primera novela de Gabriel García Márquez que data de 1955, bajo el alero orientador y estructurante del comparativismo que le lleva a desenvolver el concepto de “tragedia” que toma desde Sófocles para intentar una lectura sugestiva de la opera prima del narrador colombiano (1987:87-97). En todos estos ensayos y en los demás que conforman este volumen, la prolijidad de las notas a pie de página, la fina elaboración de los argumentos sacados a la luz interpretativa con el cuidado del dato erudito que no atosiga ni es gratuito en sí mismo y que es enmarcado con una prosa llana, comunicativa, plena de sí en su estilo de equilibrio reflexivo y exposición sugerente, nos hacen apreciar que estamos ante un conjunto de “ensayos” de aspecto académico, sin duda, pero para nada cercano a los requerimientos formales de la actual industria escritural académica. En absoluto. Acá, en estos ensayos, vemos a un atento profesor, de una carrera universitaria en alza, pero sobre todo la perspicacia de un lector que se interesa, desde la imaginación y la sensibilidad, en dar cuenta de obras, autores y temas que no desdeñan en su conciliábulo crítico, el vérselas con un saber erudito que no se convierte en peso y mucho menos en estorbo y para nada en vacía exposición abstracta. En este volumen de ensayos como ya Pellegrini (2006) y Gomes (2002) han apuntado, el concepto clave que operacionaliza el ejercicio lector es el de “intertextualidad”, pero tratado con libertad, sutileza y certeza envidiables. Pues no se trata de ver grandes diseños teóricos para tentar sus “comprobación” en el cuerpo de los textos que Lastra lee, sino que se trata de apreciar el modo en que los recursos de la teoría se encuentran al servicio de hacernos ver un detalle tras otro, en hacernos llamar la atención en breves secciones de sentido del texto mayor que examina, en hacernos un gesto individual y característico por sobre la generalidad para guiar nuestra mirada en aras de una breve variación respecto del conjunto.
Pero sin duda, Leído y anotado (2000) es un “libro de ensayos” en el más clásico sentido del término, es decir, un libro compuesto por una serie de textos que son atravesados por un “yo” que enuncia y se desplaza por diversos ámbitos: territorios mentales, imaginarios y librescos, un libro en cuyos ensayos se entremezclan el dato erudito y la anécdota, la interpretación textual y el recuerdo memorioso, la admiración ante una obra y la reflexión personal y aún testimonial. Asimismo asistimos acá a una disposición retórica diferente a la planteada en Relecturas hispanoamericanas: en Leído y anotado no se aprecian esas meticulosas notas a pie de página, tampoco la apoyatura explícita de “saberes” que delinean las fronteras posibles de la interpretación. Incluso la extensión de los textos reunidos en Leído y anotado varía. Son textos breves, algunos poco más que una pincelada, una alusión, un gesto a mano alzada de ciertos datos, ciertos recuerdos, ciertos relatos. Pero para nada bajo el ámbito de la frivolidad o la información desaprensiva y descontextualizada. En una palabra, en estos ensayos Lastra logra con una economía de recursos, una intensificación del detalle, una lupa lectora que se concentra ágil en una serie de circunstancias, temas, autores y situaciones que salen a flote en la medida que son narrados como parte de un texto mayor que es posible imaginar, pero que queda insinuado a la imaginación del lector. Pienso por ejemplo en tres breves textos, uno detrás del otro, titulados consecutivamente “Encuentros con Alberto Escobar”, “Encuentros con Alfonso Calderón” y “Una hora con Borges” (2000: 147-150; 151-154; 155-156). ¿Son relatos anecdóticos?, ¿cuál es su estatuto de “saber”?, ¿son textos de carácter memorístico?, ¿son fragmentos de una idea o el fantasmagórico preámbulo de una “autobiografía lastriana”? De poco más de dos páginas, todos ellos muestran un gesto hacia lo inconcluso, pero con el guiño de alguien que solicita al lector la continuidad imaginaria de la conversación o del evento. Por otra parte, varios textos de Leído y anotado son cartas, discursos, “imágenes”, como si el “yo” de cada uno de estos textos interpelara a una audiencia o a un lector a la distancia, pero con la sagaz y deliciosa contradicción de apelar, simultáneamente, a la complicidad que requiere la confidencia y, por ende, la confianza. Pareciera ser que la lectura del detalle, en Lastra, implica entre otras cosas, el otorgamiento casi vivencial de una oportunidad de intimidad, una intimidad fundada en el tono menor de sus apreciaciones y que va de la mano del tono menor de su prosa -algo para nada peyorativo- en lo que significa mostrarse ante el lector casi como un igual, un compañero de ruta en las disposiciones y simulaciones de la letra.
Lo que en Leído y anotado (2000) venía como un planteamiento notable por sobre la anquilosis de la escritura académica, en Sala de lectura (2012) se resuelve e intensifica como un modo asumido ya totalmente. En este otro libro de Lastra se dan cita el interés por revistas fundacionales de nuestra historia literaria como fueron Revista de Valparaíso y El Crepúsculo en los albores del siglo XIX (2012: 19-28; 29-40); asimismo una predilección por indagar el sugestivo mundo fantástico y mágico que anida en la obra de Leopoldo Lugones, Francisco Contreras y José María Arguedas (2012: 41-44; 45-52; 77-88); el regreso siempre cargado de detalles vivenciales y sugerentes observaciones interpretativas que plantea la relectura de Huidobro, Mistral, Neruda, Rojas, Lihn, Teitelboim y Cortázar (2012: 61-62; 53-60; 105-108; 115-116; 97-104; 91-92); la fijación tan característica de Lastra por dar noticia, información o articular una “imagen de situación” de autores ubicados un tanto al margen de las corrientes principales y que vuelven a darnos una sorpresa no menor en sus aciertos como lo son Jorge Teillier y Eliana Navarro (2012: 121-126; 109-110); las observaciones en torno a poetas como Eugenio Montejo y Oscar Hahn que permiten entrever la búsqueda de un lenguaje que se precie de exacto en la puntualidad de sus diversas experiencias (2012: 127-130; 131-136). A esto agregar el diálogo nunca interrumpido allende el Atlántico y que encarna en una serie de textos que evocan la presencia de Grecia en la poesía hispanoamericana y a figuras señeras de la poesía española del siglo XX: Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, autores, tendencias y culturas con las cuales Lastra indaga no tanto una pretensión “originaria”, sino más bien un mapa de referencias que da cuenta de un idioma, pero a su vez de una imaginación y pertinencia epocal que se traduce en encuentros siempre fecundos y aleccionadores (2012: 149-178). Lo que hay en esta prosa es la meditación reflexiva del hecho literario con sus aristas diversas de convergencia y amplitud, pero no como un ejercicio sistemático a modo de un tratado, ni siquiera buscando la reflexión palmaria que se cuestione a sí misma a manera de una eventual poética de la lectura. Porque si bien es cierto, aquello sería deseable, lo concreto es que tenemos ante nuestros ojos en Sala de lectura una serie de textos breves, precisos, sugerentes y circunscritos a su propia experiencia de producción como una especie de excepción significativa, menos articulada hacia el dogmatismo esclarecedor que hacia la necesidad de disuasión que encierra todo texto que, como la nota, se precie de su propia red de referencias. Por eso, no deja de ser relevante que en los textos de Lastra reunidos en este volumen, se nos invite reiteradamente a fijarnos en los detalles que una visión de conjunto, más total o totalitaria, haría de ellos, caso omiso. Así sucede por ejemplo cuando se nos hace llamar la atención hacia la personalidad literaria de Francisco Contreras, otrora famosa, hoy olvidada y que bajo la lectura atenta y singular de Lastra puede ser leída como una personalidad mucho más vasta y compleja de lo que en apariencia es, al rastrear en el “Proemio” a su libro El pueblo maravilloso, un antecedente preclaro de las aventuras imaginativas de un Carpentier y toda su descendencia “real-maravillosa” (2012: 46-49). O cuando de modo inmejorable en su brevedad y agudeza, establece una filiación inesperada, pero rica en resonancias entre James Joyce y Vicente Huidobro (2012: 61-62). O cuando nos invita a leer a un escritor como Volodia Teitelboim como un memorialista en la estela americana de Mariano Picón Salas o en la estela de un José Victorino Lastarria o un Vicente Pérez Rosales, abriendo con ese solo gesto de lectura, perspectivas posibles de interpretación que en su fineza y detalle dicen mucho más que decenas de páginas sobre el autor de Hijo del salitre (2012:102-104).
La autodefinición de Lastra –tomando prestado un término de Enrique Lihn- como “escrilector”, establece la marca con que esta diversidad de textos se plasman frente a nosotros tanto en éste como en sus libros anteriores: no estamos ante textos sancionados por el academicismo al uso, aquel que pretende ofrecer interpretaciones certeras o emitir juicios categóricos en la autoconciencia de su estatuto “investigativo”. Nos hallamos más bien, nuevamente, ante una escritura móvil y versátil, una escritura que teje una trama ininterrumpida de referencias, testimonios, alusiones y aperturas de sentido que no se enclaustran en la pretensión definitoria de lo comprobable y que es justificada en grado sumo por la admiración, la curiosidad, el cuestionamiento y el placer. Desde esta perspectiva, los textos de Lastra son invitaciones de lectura, gestos persuasivos motivados por el asombro o la complicidad, textos que se prestan a la evidencia de nuestra propia fragmentación emotiva e intelectual en la medida que nos reconozcamos como sujetos inmersos en un océano de situaciones contradictorias plasmadas por el azar y a las que la literatura otorga refugio o desazón.
Ahora bien, toda forma de escritura conlleva una manera de abordar o entender la lectura. Por antonomasia, ello implica dejar constancia de un pensar, de un modo de pensar. “La forma –decía Karl Kraus- es el pensamiento”. Porque cuando se escoge, por las razones que sean, un medio de expresión determinado, no sólo se está escogiendo un “estilo” o abordando un género literario de las características que sean, se escoge un modo inconfundible y preciso de pensamiento, un modo peculiar de entender la escritura respecto a lo leído como en relación a otras escrituras que desearían mentar sobre lo mismo de manera diferente para hacer resaltar cosas semejantes o diametralmente distintas. Así, por ejemplo, escribir sobre la obra de un poeta con pretensiones de ver en ella un “objeto de estudio” que necesita ser auscultado analíticamente es bastante diferente a escribir sobre esa misma obra desde la perspectiva del recuerdo memorioso, la impresión primigenia o desde la soltura argumentativa que pretende preguntar más sobre significados posibles que sobre el levantamiento de un cerco definitorio. El talante de cada escritura, por decirlo así, muestra o deja evidentes, las distintas maneras con que se articula ese pensar que encarna en la forma y que se define por ella.
En este sentido, si bien estaríamos tentados a utilizar la palabra “ensayo” para caracterizar buena parte de los textos de Lastra que emergen en cada uno de sus libros, lo que nos indica el autor y lo que su propia escritura deja entrever es la recurrencia permanente a un término que bien podría ser considerado una “forma simple” al decir de Andre Jolles: la nota.
Es singular la elección que para su escritura en prosa efectúa Lastra de tal denominación, pues lo que en ello se advierte no es tanto un repliegue hacia los ámbitos de la “intimidad lectora” de parte del sujeto de la escritura, ni tampoco una minusvaloración de la forma, sino que de modo muy sagaz, se aprecia una elección consciente de lo que puede significar aquella forma escritural como una constatación que busca en la sugerencia, su sentido amplio y caracterizador. De todas maneras la nota difiere funcionalmente del artículo como a su vez del ensayo y no es, como pudiera creerse, un artículo corto o un esbozo abreviado de un escrito superior o de mayor amplitud. Más bien, como lo ha señalado con lucidez Martín Cerda (2003: 73-74), la nota es un texto que se encierra a partir de una función específica: notar –o si se prefiere, anotar- algo que transcurre en el mundo, en el cuerpo o en la conciencia del escritor. La nota es dejar una huella escrita del proceso de lectura y más aún, es evidencia de su entrelazamiento singular, la prueba de que una depende de la otra, sirviendo de soporte para dejar testimonio del juicio que suscita en la conciencia aquello que la misma escritura motiva, cuestiona o plantea. La nota es la evidencia dejada por la lectura como proceso de un deleite inteligente. Por ello no explica nada, ni certifica nada, encontrándose alejada de ese tipo de escritura que pretende para sí misma la exhaustividad y la pretensión de la demostración teórica. De aquello pueden sustraerse una serie de interesantes implicancias para optar, valorar y decidir sobre eventuales significados críticos cuya exploración rebasaría los límites de este ensayo.
Así, desde esa perspectiva, me parece que la prosa de Lastra, asumiéndose como ensayo y como nota es más que nada una “lectura del detalle”, es decir, un gesto escritural que implica la práctica de un riesgo, pues pone en peligro una idea monolítica del libro, en tanto se considere a este último como portador sistemático de una idea apriori de lo que debiese ser la crítica literaria y, por ende, un tipo de texto cercado en sus fugas de sentido para que éste no huya de su propia monumentalidad. El ensayo, la nota, el apunte, la observación, el bosquejo, todos ellos como lectura del detalle, violentan esa pretensión y desencadenan un aparente desorden y confusión, básicos para comprender el movimiento que toda lectura hace de sí misma. Ese movimiento en la prosa de Lastra, posee una sugestiva economía en su despliegue de significados, pero una generosa amplitud de registros posibles que permiten entrever no sólo un talante testimonial nacido de un profundo amor a los libros, sino una reflexión más que pertinente acerca de la literatura, su ejercicio y su goce de concisa lucidez.
Quilpué, primavera de 2018
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Nota
[1] En este ensayo no se consideran los volúmenes Invitación a la lectura (2001), Obra selecta (2008) y Una vida entre libros. Letras de América (2016) por ser fundamentalmente libros de carácter antológico que reúnen diversos ensayos de los tres volúmenes que consideramos primordiales del corpus ensayístico de Lastra.
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Uribe, Armando (2009) Pound y Léautaud. Ensayos y versiones, Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales.
Uribe, Armando (1962) Una experiencia de la poesía: Eugenio Montale, Santiago: El espejo de papel. Cuadernos del Centro de Investigaciones de Literatura Comparada, Universidad de Chile.
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La lectura del detalle.
La escritura ensayística de Pedro Lastra
Por Ismael Gavilán
Publicado en INTI, revista de literatura hispánica, nº 91-92, Ed Providence College, Rhode Island, USA, 2020