El exilio que siguió a la guerra civil española dispersó a la mayor parte de los sobrevivientes de las llamadas generaciones del 27 y del 36 por distintos lugares de América, y sobre la acción que estos exiliados desarrollaron desde entonces hay una vasta y muy apreciable bibliografía. Su influencia cultural en México y Argentina fue muy grande, y aunque en un grado menor también lo fue en Chile. Recordaré sólo algunos aspectos de esa influencia que se relaciona con la obra de Rafael Alberti y con su proyección entre nosotros.
La actividad editorial fue especialmente favorecida con la llegada de personas de notable competencia profesional en esos trabajos. Como Arturo Soria, cuyas hermosas ediciones "Cruz del Sur" suscitaron un enorme interés en el país y son hoy auténticas curiosidades bibliográficas. A Arturo Soria y a su hermano Carmelo —que escapó de la dictadura de Franco para ser asesinado después por la de Pinochet— los escritores chilenos de mi tiempo les debemos más de lo que hemos dicho hasta ahora.
En 1943 Arturo Soria editó la antología Poetas en el destierro, un libro ejemplarmente dispuesto por otro intelectual exiliado José Ricardo Morales. Este libro fue para nuestra generación una especie de breviario de la más valiosa poesía española de aquella diáspora. Yo me encontré con esa poesía a fines de los '40, y es una lectura que persiste en mi memoria de la manera más viva: Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, José Moreno Villa, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Juan Larrea, Emilio Prados, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre estaban representados allí con selecciones generosas, elegidas por Morales con una certeza que me sigue pareciendo admirable. Muchos de nosotros memorizamos poemas de esa antología y los repetíamos a menudo en nuestras reuniones. Entre dos o tres amigos podíamos completar sin demora algún soneto o seguir los versos albertianos de Marinero en tierra:
Si Garcilaso volviera, /yo sería su escudero; /que buen caballero era.
O poemas de Sobre los ángeles:
Yo te arrojé de mi cuerpo, /yo, con un carbón ardiendo./ Vete. / Madrugada. / La luz, muerta en las esquinas / y en las casas. / Los hombres y las mujeres / ya no estaban. /Vete. /Quedó mi cuerpo vacío, / negro saco, a la ventana. / Se fue./ Se fue doblando las calles./ Mi cuerpo anduvo, sin nadie.
Es la primera secuencia del poema El cuerpo deshabitado de Sobre los ángeles. Y tanto me aficioné a esa manera de decir, que uno de mis primeros poemitas se tituló "Deshabitado". No es bueno, ni siquiera aceptable, visto a varias décadas de distancias. Alberti lo leyó en un pequeño libro editado por Carmelo Soria que le llevé en 1955, y piadosamente lo celebró con discreta simpatía. Pero en 1979 me sentí inclinado, ya con razones algo más válidas, a poner el título de uno de sus libros más célebres como epígrafe de mi breve poema "Dibujo con un lápiz las alas de los ángeles", incluido en la primera edición de Noticias del extranjero.
Arturo Soria tuvo también otra idea feliz: la de disponer una serie discográfica con el título de Colección Iberoamericana, Archivo de la Palabra. Durante las visitas de Alberti a Neruda y a sus amigos chilenos, grabó cuatro discos con poemas leídos por el autor, procedentes de los libros Marinero en tierra, A la pintura, Cal y canto, Sobre los ángeles, y de las selecciones ¡Eh, los toros! y Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos.
Una tarde invernal de 1950 escuché en una casa amiga las grabaciones de Rafael Alberti leyendo sus poemas: fue un deslumbramiento. Su dicción era impecable; una voz sonora, de ricas modulaciones que intensificaban aún más el sentido de los poemas. Aunque yo conocía varios de esos textos por la antología de J. R. Morales, escucharlos leídos por Alberti redobló mi afición por su obra.
Y en relación con eso derivo hacia otra imagen de Rafael Alberti: una revista chilena, titulada Pro Arte y dirigida por escritores y artistas cercanos a Neruda, publicó años después una muestra del libro A la pintura, que había aparecido en 1948. Nadie ignoraba, desde luego, la vocación pictórica del poeta, que se había manifestado desde muy temprano (nunca, en realidad, abandonó Alberti su práctica, y en Buenos Aires hizo numerosas exposiciones). En la revista Pro Arte volví a encontrar el poema 3 de lo que puede entenderse como una introducción a ese volumen. Leí y regresé al poema una y otra vez, y sentí que la palabra de Alberti hacía presente para su joven lector —que nunca había visitado ningún museo de importancia— las figuraciones que el hablante contemplaba, describía y valoraba con tal pasión y fervor al recorrer el Museo del Prado:
¡Oh asombro! ¡Quién pensara que los viejos pintores/ pintaron la Pintura con tan claros colores; / que de la vida hicieron una ventana abierta, / no una petrificada naturaleza muerta, / y que Venus fue nácar y jazmín transparente,/ no umbría, como yo pensara ingenuamente!
Perdida de los pinos y de la mar, mi mano/ tropezaba los pinos y la mar de Tiziano, / claridades corpóreas jamás imaginadas, / por el pincel del viento desnudas y pintadas./ ¿Por qué a mi adolescencia las antiguas figuras / le movieron el sueño misteriosas y oscuras? / Yo no sabía entonces que la vida tuviera / Tintoretto (verano), Veronés (primavera), / Ni que las rubias Gracias de pecho enamorado / corrieran por las salas del Museo del Prado.
Ese recorrido de la pasión y de la lucidez por el mundo del museo sigue siendo una guía amiga cada vez que visito El Prado. Y vuelvo entonces al final del poema, que me llega como el trasminante testimonio de una carencia o de una pérdida, sin embargo querida:
El aroma a barnices, a madera encerada, /a ramo de resina fresca recién llorada; / el candor cotidiano de tender los colores/ y copiar la paleta de los viejos pintores; / la ilusión de soñarme siquiera un olvidado/ Alberti en los rincones del Museo del Prado; / la sorprendente, agónica, desvelada alegría / de buscar la Pintura y hallar la Poesía, /con la pena enterrada de enterrar el dolor /de nacer un poeta por morirse un pintor.
Así como escribió Alberti su visión de la pintura plasmó, con semejante intensidad, las experiencias del amor, de la guerra o del exilio: "Se equivocó la paloma", por ejemplo, o "Retornos de amor", del libro Retornos de lo vivo lejano. No es exagerado, pues, acudir a la expresión "País Alberti" para indicar las dimensiones de su universo poético, agregando que como en todo país el viajero encuentra algunos lugares más memorables que otros, e incluso zonas de evidentes depresiones.
En septiembre de 1955 viajé a Buenos Aires, y Carmelo Soria me dio la dirección de Alberti y me insistió en que lo visitara. Carmelo había editado el año anterior el librito que mencioné hace unas páginas, y en el que no era difícil para un lector como él reconocer la presencia de Alberti: yo también la reconocía, desde luego, pero empezaba ya a darme cuenta de mis precariedades y limitaciones de discípulo, por lo que he dedicado muchos años a olvidar esos versos, aunque penosamente sé, como dice Borges, que no se puede corregir el pasado. En todo caso, y tal vez por el reconocimiento de esa cercanía, me pareció buena la insistencia de mi generoso editor, y dos días antes del alzamiento militar que derrocó a Perón llamé a casa de Alberti y me presenté en nombre de Carmelo Soria. Rafael Alberti y María Teresa León me recibieron esa misma tarde con una simpatía que sentí enseguida como extremadamente amistosa y que atenuó casi de inmediato mis inhibiciones y timideces iniciales. De pronto me encontré haciéndole preguntas a Alberti sobre su pintura —ya que tanto me habían impresionado aquellos poemas—, y entonces me hizo pasar a su taller, me mostró sus telas y me habló de ese continuo quehacer que era el suyo. Como mi admiración por sus dones expresivos era muy grande, y la corroboraba en cada lectura de sus poemas, no me extraño advertir en la persona una facultad verbal tan ágil como cautivante.
En algún momento pasó las páginas del librito que le había llevado, y eso debe haberme perturbado un tanto, pero recuerdo que le adelanté que yo le debía mucho a la lectura de sus poemas. Ya lo vería. Me sentí aliviado cuando lo puso sobre una mesa y continuó la charla, ahora acerca de sus relaciones con los escritores jóvenes de España. Si se comunicaba con algunos, sabía que lo leían y me contó que incluso amigos suyos intentaban allá que regresara, por lo menos como visitante.
Agregó, sin énfasis pero con firmeza, que él no aprobaba esas gestiones aunque las agradecía: el regreso significaría, sobre todo para los jóvenes, una desilusión, una prueba de que sus convicciones y su rechazo a ese régimen que condenaba no eran tan sólidos como en verdad lo eran. No digo que tales fueran exactamente sus palabras, pero sí que ése era el sentido y el espíritu de lo dicho: puedo asegurarlo, porque me impresionó esa conducta.
Al atardecer nos despedimos. Me encargó que saludara a Arturo y Carmelo Soria y me dijo que le escribiera desde Santiago. Salí de allí con ese propósito; pero nunca me decidí a hacerlo: me preguntaba qué cosas o noticias de algún interés podría decirle yo a Alberti, que no fueran una distracción inútil de sus tareas. No lo hice, y terminé convenciéndome de que ese momento albertiano había sido un privilegio y una lección, y que su justa correspondencia era mi devoción de lector, en la que he sido constante hasta hoy.
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Por Pedro Lastra
Publicado en ROCINANTE, febrero de 2002