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“En el rumor inaudible de la noche”
Pedro Lastra: Al fin del día 1958-2013. Poesía completa
Edición y prólogo de Francisco José Cruz
Sevilla: Biblioteca Sibila, 2013.

Por Marcelo Pellegrini


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La exacerbación de los sentidos: una música infinita.
Vivir en el rumor inaudible de la noche como una
serpiente de mar que muerde las estrellas.

Raúl Deustua, Arquitectura del poema

 

Pedro Lastra ha venido reuniendo sus poemas y publicándolos en distinto orden al menos desde 1979, cuando la primera entrega de Noticias del extranjero vio la luz pública. Con reediciones en 1982, 1992 y 1998, esas noticias tan sólo sugerían la idea de la “poesía completa”, porque no eran, en estricto rigor, todos los poemas de su autor. Quedaban abiertas las posibilidades para más libros y compilaciones de carácter “revisionista”, por llamarlo de alguna manera, en el sentido que toda compilación que un poeta realiza de sus poemas es una autoevaluación de lo escrito, lo dicho y lo vivido. Así, después de la última entrega de esas Noticias, otros libros lastrianos de carácter recopilatorio (verdaderos desplazamientos por la memoria de una obra) han aparecido en distintas latitudes durante los últimos quince años; algunos llevan el inequívoco rótulo de “antología”, pero en el caso de Pedro Lastra esa palabra tiene que ser manejada con cierto cuidado, ya que la rica y sustanciosa parquedad de su obra nos lleva inevitablemente a pensar (y comprobar) que cada selección es un recorrido por casi todo lo escrito por él. Sin ánimo de ser exhaustivo, menciono aquí algunos de esos libros: Diario de viaje y otros poemas (Caracas: Monte Ávila Editores, 1998); Antología del extranjero (Bogotá: Ediciones Brevedad, 2002); Carta de navegación. Antología poética (Medellín: Fondo Editorial Universidad Eafit, 2003); Datos personales. Antología (Carmona: Palimpsesto, 2005); Leve canción (Quito, 2005) y Baladas de la memoria (Valencia: Pre-Textos, 2010). No menciono aquí los libros recopilatorios y/o antológicos de Lastra que han sido publicados en otros idiomas como el griego o el inglés, ni los que reúnen sus poemas y su obra ensayística. De esta forma, lo que podemos concluir al echar una rápida mirada a estas publicaciones poéticas es que desde hace ya un buen tiempo la obra de Lastra nos invita a mirarla como una totalidad, como una galaxia verbal que muestra su movimiento en el espacio de la escritura; algunas de sus estrellas destacan por su inusual brillo en ese firmamento, como el poema “Ya hablaremos de nuestra juventud”, que en casi todos los libros aparece en primer o segundo lugar, o como “Puentes levadizos”, “Arte poética” y “Noticias del maestro Ricardo Latcham, muerto en La Habana”, por mencionar algunos. Esos poemas son una especie de supernovas poéticas cuya luz se expande por el espacio-tiempo de la obra de nuestro autor y nos llega con renovado vigor para que la observemos con la mayor atención requerida.

Así llegamos al libro que comentamos ahora. Al fin del día es, hasta donde me ha sido posible comprobar, el primer libro de nuestro autor que ostenta las palabras “poesía completa” en la portada. Completa, claro está, hasta donde es posible, y hasta donde lo quiere la voluntad de su autor. Digo esto porque Francisco José Cruz, editor del volumen y autor de un muy informado prólogo, nos advierte en su “Nota a la edición” que este volumen “reúne toda la obra poética de Pedro Lastra, excepto los poemas recogidos bajo el título de La sangre en alto (1954) y la mayoría de Traslado a la mañana (1959), que el poeta considera tempranas tentativas de su mundo expresivo más propio” (13). Toda la poesía, entonces, que consigue, a juicio de su autor, plasmar en palabras una voluntad verbal que dé testimonio lo más fielmente posible de su visión del mundo. Así es como debemos leerlo para recorrer los paisajes que dibuja.

Esa lectura es, a todas luces, un premio: ser testigos presenciales de cincuenta y cinco años de sostenida producción poética que no se traduce en un voluminoso tomo lleno de cacofonías y desmesuras. Estamos, más bien, ante un breve volumen de 159 páginas que demuestra una y otra vez que el silencio es siempre más amigo de la palabra justa que de la vociferación. La aleccionadora aventura que es leer a Pedro Lastra se confirma aquí como una de las tareas más fascinantes. Esa fascinación tiene, para mí, un origen muy claro, al que esta poesía nos lleva con constancia y fervor ejemplares: su intento de delinear una sombra alejada de todo destello; esa sombra es para sus lectores siempre benéfica, porque, paradojalmente, ilumina lo que toca y menciona, llevándonos a nuevas dimensiones del arte de la palabra. No es casual que René Magritte, uno de los pintores que Lastra más admira, sea figura tutelar de muchos de sus poemas; el paradójico “imperio de la luz” es, en realidad, el imperio de la sombra. Esto no hace de Lastra un poeta de la negatividad; muy por el contrario, la suya es una oscuridad deslumbrante, llena de una vida que hay que explorar como una intimidad regalada por el azar. El poema “Diálogo con Irene” lo dice mucho mejor:
           
            En el espejo veo
            las nubes de Magritte.
            Ellas giran y viajan
            más allá de nosotros,
            vivas en el silencio
            de su cielo y su día.

            (152)

O el poema “Arte poética”, verdadera declaración de principios sobre la escritura:
           
            En un cielo ilegible he pintado mis ángeles
            y es allí que combaten por mi alma,
            y en la noche me llaman de uno y otro lado:
            no en el día,
            porque la luz les quita la palabra.

            (100)

Innumerables son los poemas de Lastra que aluden, en la estela de los nocturnos de José Asunción Silva, a la noche o sus sinécdoques (oscuridad, sombra, lejanía, sueño, memoria, silencio) como la fuente de toda potencia poética y de toda perplejidad ante el mundo. En “Instante” tenemos un tú femenino elusivo a quien el hablante le dice “[e]res como robada de la noche” (130); en “Una sombra”, ésta “persigue (…) a la memoria”; en “Nota para el poema ‘André Breton y nosotros’” el hablante nos dice: “La mano del combatiente / es ahora lo único visible / su temblorosa sombra” (109); en “Anunciaciones en el taller de Miguel Loebenstein” (otro diálogo con la pintura), se nos habla de la “[a]nunciación del día / del color y la forma, / revelación gozosa / del sueño de la luz, / del sueño de la sombra” (112); en “Vendrá el sueño” el hablante dice que sabrá, en un futuro incierto “cómo fue / el comienzo del viaje, / su confuso rumor, / el fin del largo día” (143). No es casual tampoco que el libro entero se llame Al fin del día, aludiendo al momento en que las sombras y el sueño comienzan a reinar sobre lo terrestre, y que el poema que da título al volumen (y lo cierra) hable de “mi doble cotidiano / y yo, / que soy su sombra” y que ambos repitan el grito de los gladiadores ante el emperador: “los que van a morir te saludan” (159). La poesía de Pedro Lastra sabe, y nos dice sin dramatismo alguno, que todos moriremos. No se trata de regocijarse en la tristeza o en lo mortuorio, sino de reconocer que esa muerte (esa oscuridad, esa sombra) está llena de la memoria de los días que nos hicieron más felices y que nos trasladarán a esa mañana que, como en el poema “Relectura de Viaje a la última isla” nos hará comprender por fin “la lluvia y el paisaje”.

Hace ya varios años que vengo leyendo esta poesía y comprobando, una y otra vez, que sus oscuros destellos hacen del idioma en que están escritos y de la tradición a la que pertenecen cuerpos mucho más ricos, densos y elocuentes. Lo novedoso para mí ahora que por primera vez me encuentro con la poesía completa de Lastra tiene que ver con el muy fecundo diálogo que nuestro poeta estableció en años recientes con otro poeta de las sombras, los silencios y las lejanías: el peruano Raúl Deustua (Lima, 1921–Roma, 2005). Recuerdo muy bien que la aparición del libro Un mar apenas (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 1997), editado por Américo Ferrari, causó una gran impresión en Lastra, quien me lo señalara en varias ocasiones. Deustua, que había publicado una pequeña plaquette el año 1955 en Lima con el título de Arquitectura del poema, y que luego de eso había guardado un silencio casi total, interrumpido en algunas ocasiones por poemas que publicaba en la revista Hueso Húmero, irrumpió en el imaginario lastriano como quien reconoce a un compañero de ruta largamente buscado; Lastra incluyó una reflexión sobre la poesía de Deustua en su seminal ensayo sobre poetas marginales de América Latina, y hasta escribió uno de los dos poemas en prosa que hay en Al fin del día inspirado en ella. Ese poema me servirá para establecer una relación que creo ver entre ambos autores y que va más allá de la mera anécdota. Dice el poema de Lastra:

“Si inalterable el sueño no volviera a mí como una mano…”
                                                                                              R. Deustua

Recurría en el sueño una alarma que sonaba en la casa de la calle Lira, y entonces llamaba a Juanita para que me ayudara a cerrar bien la puerta que alguien intentaba abrir desde afuera, justo cuando el seguro inferior se desprendía y sus piezas se me escapaban de las manos. Pero el temor desaparecía de pronto: ya no sonaba la alarma y nadie presionaba la puerta, que ahora se abría frente a una escalinata que nada tenía que ver con la vieja casa, ni con la ciudad de Santiago, sino más bien con algún sitio extranjero en el que yo vivía solo. En un descanso de la escalinata, junto a mí, aparecía en ese momento Edgar O’Hara, y ambos mirábamos a un hombre más o menos joven que pasaba cerca de nosotros, cargando un bulto mediano, tal vez no demasiado pesado porque caminaba con agilidad. Yo sabía quién era ese pasajero, y se lo dije a Edgar, indicándolo: Mira, ahí va Raúl Deustua con su caja de herramientas.

(99)

El título proviene de “El sueño”, poema de Raúl Deustua incluido en “Elogio de la ruina”, uno de los “cuadernillos”, como dice Ferrari, que iba a ser publicado en Lima a fines de la década de los ochenta y que nunca vio la luz. Me interesa recalcar aquí la presencia del mundo onírico, porque es precisamente ese ámbito el que nos dará una clave de lectura a mi juicio fundamental. La fascinación de Lastra por la poesía de Deustua, como decíamos, tiene que ver con la confirmación de una idea del oficio compartida por ambos: que éste es más bien producto de una contemplación que no por ser discreta es menos comprometida con lo que examina y describe. La cuidada observación de la realidad que emprende la poesía es capaz de llevarnos a las más profundas zonas de lo imaginario, produciendo de esa manera la vibración más pura del poema en la página. Esa es la tierra prometida de estos poetas, y Lastra, al encontrarse con la labor de Deustua, supo reconocerlo desde el principio.

Adentrémonos ahora un poco más en lo que el texto de Lastra propone: estamos ante el relato de un sueño; el hablante nos cuenta la mínima anécdota de un episodio onírico que es casi una pesadilla, donde hay alguien que trata de invadir una casa conocida para él y para su esposa. Ante lo inquietante que puede resultar la destrucción de uno de los seguros de la puerta, tenemos un cambio repentino: ya no estamos en la casa familiar, sino en una extranjera que resulta ser igualmente la residencia (¿pasajera?) del hablante; ahí aparece otro personaje (Edgar O’Hara, también poeta peruano) que se pone a contemplar junto con el hablante a otro hombre (Raúl Deustua mismo) que va cargando un bulto mediano, una “caja de herramientas” que lleva consigo con agilidad y prestancia. El poema termina señalando el hecho de que Deustua se desplaza por el sueño con esa caja ajeno a lo que sucede, sin mirar tampoco a los que lo observan. Me parece que la metáfora es más que clara: Deustua carga con las herramientas que le darán sentido al sueño, que podrán arreglarlo (es decir: interpretarlo) de manera correcta. Deustua es en este poema en prosa el poeta que sabe de qué está hecho el sueño de la poesía. Primero hay que llegar a un ámbito que nos pone a prueba ante lo desconocido; luego hay que pasar la puerta que nos llevará a otro sueño (¿el verdadero?), para después contemplar a ese trabajador que con sus herramientas nos dará acceso al misterio y nos permitirá desplazarnos por él con libertad. Deustua es para Lastra nada menos que el portador de las claves del sueño, que es lo mismo que decir las claves de la poesía.

¿Cómo explicar esa imagen? Una manera de hacerlo, a mi juicio, es teniendo en cuenta ciertos episodios de la poesía hispanoamericana. Si atendemos al lugar del poeta peruano en la historia de la poesía de su país (la generación del 50, la misma de Jorge Eduardo Eielson, Carlos Germán Belli, Javier Sologuren, y Blanca Varela, entre otros) veremos que, como muchos de ellos, aunque con mecanismos verbales diferentes, Deustua logró la perfecta amalgama de las visiones del surrealismo (es decir: del sueño) y de la contemplación de la realidad. El sueño y el mundo habitan en él en armonía gracias a los bienes ganados de una tradición que en nuestra lengua sigue siendo seminal. Deustua nunca ha dejado de ser un poeta que habita lo onírico con los pies enraizados en el origen. No es otra la explicación que le encuentro a estos versos suyos que, al describir esas zonas de la irrealidad se preguntan de repente: “¿Y el Perú? ¿Su limpia arena de metales, / sus pulidos huesos, su riqueza de huesos / minerales?” El Perú es, además del país donde Deustua nació y se hizo poeta, la metáfora de lo real en estado más primigenio. Ese diálogo de ámbitos contrarios y complementarios es la llave con que algunos poetas hispanoamericanos procesaron la herencia de la vanguardia. Pedro Lastra captó de inmediato ese talante deustiano, comprobando de esa manera la enseñanza primordial de su poesía, que él, por su parte, había intuido y llevado a la práctica desde sus inicios literarios: que el sueño también puede llegar a ser, gracias a la raíz de lo más terrestre, un ámbito real y concreto. Una mutua comprobación, como podemos ver, que ha enriquecido dos poéticas afines en más de un sentido.

La relación de estas concepciones de la poesía, su diálogo constante con el sueño y con la realidad, ayudan, a mi juicio, a comprender más cabalmente la manera en que la modernidad poética se ha transformado entre nosotros. Esa es la enseñanza de Lastra después de más de cinco décadas dedicado a la poesía. Legítimo heredero del proceso de las vanguardias que en nuestro continente culminó con los ejemplos de Jorge Luis Borges y Gonzalo Rojas, para mencionar a dos de sus poetas predilectos, Lastra ha fundado para él mismo y para nosotros una vía de comprensión que va más allá de la novedad por la novedad y que se arraiga en “los cinco sentidos”, como dice el poema “Nocturno de Long Island”, donde, atento al rumor del mundo, el hablante persigue el paso de una sombra (“tú sombra”, la de todos y la de ninguno) “de la alta noche hacia el amanecer”. Es en ese trazo donde radica la última y más cabal comprensión del universo.



 



 

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