Cuaderno de la doble vida es parte del único libro que viene escribiendo Pedro Lastra desde los años cincuenta, que se llamó
Y éramos inmortales en 1969 y que en sus dos últimas ediciones, 1979 y1982, encontró quizá su título, no su versión, definitivo como
Noticias del extranjero. Las últimas ediciones son de Premiá, México, y la primera de ellas se agotó sin haber llegado al Chile de los pocos libros, de la rareza bibliográfica convertida en lugar común.
El título del cuaderno —el doble de un libro, otro— empieza haciendo sentido, en el referente, porque su autor real vive desde hace años en Long Island, como profesor de literatura de la Universidad de Nueva York en Stony Brook, pero vuelve todos los años a su otro hogar en Chile, donde también resulta ser o le parece asumir —desdoblado— su pequeña dosis de extranjería.
Una manera menos literal de leer este cuaderno, y más correcta, lo investiría (pero hay que hacerlo con tacto) del sentido mismo que tiene el acto de hacer poesía y lo que hace la escritura del escritor: una figura ausente en un lugar que no existe aun cuando esté lleno de sentido; pero de un sentido suspendido en este caso, en que se asume, según una cierta tradición, la ambigüedad del mensaje poético, su virtualidad de sentidos.
Hacia fines del siglo pasado, en tiempos del Simbolismo, era normal hablar del silencio de las palabras y de su habilidad para evocar sensaciones imprevistas y nuevos sentidos. A esa tradición me refiero, retomada como la luz en «Homenaje a René Magritte», «con temor y reverencia» y dentro del espacio móvil en que se extiende la nueva poesía hispanoamericana.
Verdadero enemigo del más mínimo énfasis, P.L. sólo se permite el lenguaje emotivo, a veces «intenso» pero indirecto, puesto en la perspectiva distanciadora de la escritura y en el contexto, pues, de un lenguaje simbólico que se siente libre para fabular y jugar consigo mismo, en el sentido de saberse y decirse letra tanto como espíritu, agente de lo imaginario y también —esto es importante aquí— lectura tanto como escritura.
Todo el mundo ha leído lo que dice Borges acerca del arte de la lectura; pocos lo practican, al escribir, como P.L. La doble vida significaría por una parte la otra vida de la letra que dobla al poeta o en que el autor se desdobla para entrar, descentrado, en el espacio de lo imaginario («¿quién habla aquí, quién está aquí?»). Una vez pasado ese umbral, el autor se reconoce otro, otros, o reconoce lo que también Borges llamó «la nadería de la personalidad». Escribir es, de alguna manera, citar, es decir, leer o estar constantemente a punto de hacerlo, con la cita en la punta de la pluma o de los dedos que recorren las teclas de la semiportátil. Escribir es ser escrito. Y es lo que hace P.L. en el marco difuminado de cuentos y leyendas repitiéndolas desde el centro del mensaje ambiguo de la palabra poética. Su poesía memoriosa, «con la memoria llena de tatuajes», sin ser de ninguna manera erudita —lujo que por ser tal P.L. no se permite, y felizmente— escribe de los lugares en que se hacen eco otras «voces», cifra y descifra viejas y nuevas escrituras: lee. Da así señales de esta especie de sabiduría de saber que el arte es el artificio creado por todos, del que uno puede participar incluso reescribiendo, con mínimas modificaciones, lo que escribió algún cronista, por la operación de traerlo a cuento. Remito, en este punto decisivo, a «Espacios de Alvar Núñez», donde ocurren dos cosas: 1) el poema es la reelaboración de un párrafo del relato de ese conquistador y 2) culmina en un colmo discreto de la ambigüedad de la letra y de su «simbolismo». «Una sonaja de oro entre las redes» es algo que vio Alvar Núñez y que describió literalmente así. Leída hoy por P.L. esa notación parece algo de lo que sólo existe en el lenguaje, un simulacro de la palabra y, finalmente, en un último desdoblamiento, es frase convertida en un verso final, puesta así en escena, resplandece, se constituye, creo yo , en la presencia ausente —simbólica — de la poesía misma y de su relación constante con el descubrimiento.