Carmen Gloria Quintana (o "una página quemada en la feria del libro")
Por Pedro Lemebel
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Como quien pasea la tarde por la Feria del Libro, me la encuentro hojeando poesía y mirando portadas, confrontando su cara tatuada a fuego, con las "boquitas de caramelo y los cutis de seda" de las niñas top que chispean las tapas de best sellers y revistas. Carmen Gloria Quintana, la cara en llamas de la dictadura, parece hoy una magnolia estropeada en los ojos que la reconocen bajo el mapa de injertos. Los ojos impertinentes que se dan vuelta a mirar su figura de joven mamá, paseando a su niño entre la gente.
Pero son muy pocos los que recuerdan el rostro impreso en las fotos de los diarios. Son contados los que descubren su cara, como si encontraran un pétalo chamuscado entre las hojas de un libro. Son escasos los que pueden leer en esa faz agredida una página de la novela de Chile. Porque la historia de Carmen Gloria nada tiene que ver con la literatura light que llena los escaparates. Y si alguien escribiera su historia, difícilmente podría escapar al testimonio sentimental que remarca sus rasgos en el boceto incinerado de la escritura. Quizás, decir algo de ella pasa inevitablemente por narrar su historia, que pudo ser común a la de muchas jóvenes que vivieron los densos humos de las protestas en las poblaciones, por allá en los ochenta. De no ser por esa noche, cuando Chile era un eco total de caceroleos y gritos. Y había que cortar esa calle con una barricada. Y estaban Rodrigo Rojas de Negri y ella con el bidón de bencina, en esa esquina del terror cuando llegó la patrulla. Cuando los tiraron al suelo violentamente, riéndose, mojándolos con el inflamable, amenazando con prenderles fuego. Y al rociarlos todavía no creían. Y al prender el fósforo aún dudaban que la crueldad fascista los convertiría en mecheros bonzo para el escarmiento opositor. Y luego el chispazo. Y ahí mismo la ropa ardiendo, la piel ardiendo, desollada como brasa. Y todo el horror del mundo crepitando en sus cuerpos jóvenes, en sus hermosos cuerpos carbonizados, iluminados como antor chas en el apagón de la noche de protesta. Sus cuerpos, marionetas en llamas brincando al compás de las carcajadas. Sus cuerpos al rojo vivo, metaforizados al límite como estrellas de una izquierda flagrante. Y más allá del dolor, más allá del infierno, la inconciencia. Más allá de esa danza macabra un vacío de tumba, una zanja donde fueron abandonados creyéndolos muertos. Porque solamente muertos podían argumentar su accidente, un derrame de bencina que prendió sus ropas. Y vino el amanecer, sólo para Carmen Gloria, porque Rodrigo, el bello Rodrigo, quizás más débil, tal vez más niño, no pudo saltar la hoguera y siguió ardiendo más abajo de la tierra.
Después vinieron sus funerales envuelto en la mortaja cardenal de las banderas, y luego el juicio y los culpables. Y más pronto el perdón judicial y el olvido que dejó libres esas risas pirómanas, quizás confundidas hoy con el bullicio de la Feria del Libro. Por eso Carmen Gloria va entre la gente sin dejar entrar la piedad al sentirse observada. Algo en ella le abre paso cabeza en alto, erguida, como si fuera una bofetada al presente. Así mismo, cara a cara de Juan Pablo II, mantuvo ese gesto diciéndole al Papa esto me hicieron los militares. Pero el pontífice se hizo el gringo y pasó de largo frente al sudario chileno, tirando puñados de bendiciones a diestra y siniestra.
Ahora Carmen Gloria estudia sicología, se casó y tuvo un hijo. Al parecer su vida siguió un cauce similar al de muchas jóvenes de ese tiempo. A no ser por su maquillaje perpetuo que lo lleva con cierto orgullo. Como si quien ostenta el rostro así fuera una factura del costo 'democrático. Y esa página de historia no tiene precio para el mercado librero, que vende un rostro de loza, sin pasado, para el consumo neoliberal.
Así, mucho después que Carmen Gloria ha sido tragada por la multitud, sigo viendo su cara como quien ve una estrella que se ha extinguido, y sólo el recuerdo la hace titilar en mi corazón homosexual que se me escapa del pecho, y lo dejo ir, como una luciérnaga enamorada tras el brillo de sus pasos.