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Lemebel, más que cronista
Poco hombre.
Pedro Lemebel.
Ediciones UDP.
284 páginas.
2013
Por Pedro Gandolfo
Publicado en Artes y Letras de El Mercurio, 8 de Diciembre de 2013
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Es estrecho encerrar este conjunto de textos del escritor y artista Pedro Lemebel bajo la sola categoría de “crónica”. Es claro que Poco hombre incluye un número importante de escritos que en su momento se publicaron con esa intencionalidad y bajo esa forma. La crónica es un registro del tiempo personal del cronista, de su particular situación, de su única e intransferible perspectiva. Si una perspectiva es un mirar-a-través, los escritos de Lemebel se caracterizan precisamente por la radical fidelidad de su mirada a su punto de vista, que el escritor no abandona, sino que, al contrario, defiende y en el cual se atrinchera y arremete. Ese punto de vista es visible y público, nunca el narrador oculta su condición de homosexual, “loca”, “barriobajero” (el primer texto es testimonio elocuente de su infancia en el “Zanjón de la Aguada”), periférico y rebelde ante la dictadura (su rechazo ante el poder es tan frontal que siempre se coloca más a la izquierda que cualquier izquierda). El mundo observable desde esa ventana es descrito con una honestidad lacerante, sarcástica a veces, con grandes marejadas de nostalgia —un sentimiento que a pesar de la ferocidad exterior de estos textos es el río profundo que los comunica—; en definitiva, de cariñosa exaltación de lo que “mundanamente”, por convención, queda relegado a lo decadente, feo, grotesco, miserable, malo, delincuencial, marginal, “rasca”. Como referente más inmediato, la figura que salta como analógica es Jean Genet (“Soy homosexual, ladrón y traidor”) y más subterráneamente la estética romántica, que describió Mario Praz en La carne, la muerte y el diablo…
En tanto crónicas, los escritos de Lemebel provocan una inmersión estremecedora del lector en ese mundo, que no parece desfilar ante su imaginación como un espectáculo, sino que es una atmósfera envolvente, e incluso contaminante, porque no es posible dejar de simpatizar con ella. La dimensión testimonial de estas crónicas es, en este sentido, enorme. La congruencia entre la experiencia personal del cronista y lo descrito en la crónica es completa y, gracias a ella, se da acceso, aparición y dignidad a personas, lugares y hechos que de otro modo hubiesen sido obliterados, borrados de la memoria por el olvido, sin dejar vestigio alguno (como la vieja fotografía de “La noche de los visones”).
Pero cualquier aproximación a esta obra no debería detenerse en el análisis de su valiosa dimensión testimonial, sino dar cuenta de las otras facetas que aparecen en ella y que, precisamente, le dan la fuerza crítica y de protesta que aquella dimensión posee.
Como lo han subrayado comentaristas de manera insistente, hay un atractivo singular en el lenguaje que emplea Lemebel, un sello, lo que convencionalmente se llama “estilo”, que en sus mejores momentos (que son muchísimos en Poco hombre) constituyen una “voz” propia, claramente distinguible y brillante. Esa “voz” —que no es una impostación o calculada construcción literatosa— parece el resultado espontáneo y desgarrado de su biografía y sensibilidad. A ella concurren variopintos elementos, los que le confieren su extraordinaria gracia y sabor, entre los cuales sobresalen el lenguaje materno —una lengua doméstica y casera (de las madres, tías y abuelas)—; el lenguaje de loca (rápido, chispeante, deslenguado, grosero); cierta terminología tomada prestada de modo libre desde las artes visuales y la crítica cultural y de género; un fraseo y vocabulario cursilón proveniente del bolero y del lánguido romanticismo; el coa brutal del “flaite” y de los “pendex”, entre otros. Sin exclusiones, Lemebel pone en su escritura un vocabulario y una sintaxis que no provienen de la escritura o, al menos, de la escritura tal como se heredó desde la colonización europea. Lemebel se encuentra consciente de esta diferencia y distancia que expone de manera contundente en “El abismo iletrado de los sonidos” (al principio del libro) y en “A modo de sinopsis” (al final).
La construcción de este lenguaje propio, de este “decir” tan suyo, convierte en obras literarias de primer orden relatos breves perfectamente narrados (donde tantas veces destaca un humor ocurrente que, aunque sea a contrapelo de su patetismo, hace estallar la carcajada), cuentos, microantropología (“Chile, mar y cueca”, “La enamorada errancia del descontrol”) y una fuerte corriente autobiográfica, bastante más visible que solapada, donde la peripecia personal, su origen proletario, la reivindicación de su homosexualidad poblacional (“lo gay”, y su subcultura, es para Lemebel otra forma de colonialismo norteamericano, uniformador, burgués y autoritario), el carrete nocturno y la protesta política, el amor por sus compañeros y por su madre.
Interesante y provechosa es la ordenación de las crónicas realizada por el editor, Ignacio Echevarría (que no sigue la cronología de la publicación, sino de los hechos), aunque en ocasiones da lugar a irrupciones, saltos de estilos, que no alcanzan a ofuscar en nada un libro que literariamente, al revés de su título, derrocha virilidad.