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Rafaela Carrá (O las tiernas acrobacias de una tonta canción)

Por Pedro Lemebel

Publicado en Punto Final, 2 de junio 2000



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Y fue recién a mediados de los 70 en un clima tensionado por la hediondez castrense, cuando vimos por primera vez en la televisión a esa elástica show woman italiana animando el programa Canzonisima. Y lo primero que resaltaba de esta mujer era la perfección de sus gestos, su extremada delgadez acrobática en las piruetas del baile. Era Rafaela, la platinada rubia de teñido perfecto, tan perfecto, que no cabía un pelo negro en su albino corte paje.

Tal vez ella era un personaje liviano que decoraba con sus mariguancias la negra televisión de ese tiempo. Aún así, la italiana Rafaela era tremendamente profesional en su ensayado rumbeo. Cada paso de su show era una estudiada geometría del cuerpo, una contorsión de cabeza, un salto de langosta, una voltereta en el aire al compás de sus conocidos éxitos. Quizás Rafaela fue gusto popular y diva absoluta del fanatismo gay que hasta hoy la imita y la perdura como una virgen estelar en el tablado disco de su actualizado repertorio. Y debe ser porque Carrá cultivó una estética travesti, una figura estilizada y andrógina, casi infantil, casi púber en su vestuario de locas plumas, brillos y dorados de empelotada princesa peterpanesca. A lo mejor Rafaela nunca fue tan bella, más bien tenía facciones toscas; la boca muy ancha, la nariz muy larga. Pero todo el conjunto era armónico, decorado finalmente por la sonrisa tímida y asexuada de la atractiva y popular cantante. Digo atractiva solamente, porque nunca fue un símbolo sexi, a pesar de mostrar casi todo bajo la malla translucida. La gente se encariñó con el personaje, el maniquí rítmico que además cantaba canciones fáciles. Canciones fiesteras que se sabían hasta los cabros chicos. Y si ahora uno lo piensa, Rafaela fue el referente directo de la brasileña Chucha que imitó los hot pant, el vestuario y el estilo de personaje Disney que cultivó Carrá, la precursora de la show woman actual, el original de Yuri, la mexicana, la versión latina y amaracada de Rafaela, por cierto tan perfeccionista en su zapato coreográfico como la italiana, con el mismo cuerpo de baile coliza que rodeaba a Carrá, los chicos de la diva, los bailarines teñidos furiosamente de rubio miel. Su querida comparsa que la encumbraba por el aire zangoloteándola como muñeca de trapo en su riesgoso meneo aeróbico. Y ella los adoraba, eran sus intocables chicos, la escalera colipata de manos, brazos y hombros donde ella se trepaba confiada y segura que sus niños no le iban a dar un costalazo.

Los chicos de Rafaela, en ese tiempo, fueron una cara pública de la homosexualidad para la tevé, evidentes a todo teñido de mechas, claramente locas en su amanerada pose de acompañantes de la vedette. Y a ella la complacía que fueran así, pintados como puerta, pero nunca tan estrellas ni tan espectaculares como la jefa, la divina Rafaela y su pegajoso Pedro-Pe.

Es cierto que la música es a veces el telón de fondo que acompaña las épocas. En el caso de Carrá fue el sonsonete que le hizo el coro a los crueles años de la dictadura militar en los setenta-ochenta. Música fácil, pan y circo para un país que miraba los shows estelares donde ella era la estrella final, en Canal 7, en el Sheraton, en el Festival de Viña. Sin duda ella sabía dónde estaba y a qué país le hacía el espectáculo, como también cuando visitó la Unión Soviética para moverle la cola al jerarca Breznev, su bolche admirador. Rafaela sólo sonreía, sólo contestaba con su cara de pregunta haciéndose la gringa. Pero alguna vez en una entrevista deslizó su gusto por la poesía de Neruda, nada más, ninguna otra opinión política que contaminara su frívolo vaivén. En fin, para qué pedirle más. Rafaela Carrá fue eso, un cuadro de baile y un abanico de alegres canciones. De esas músicas que por simples siguen eternas, salpicando la memoria de la emoción.

Hace poco vi de nuevo a la estrella en la televisión por cable y la crueldad de la cámara recorrió su mejilla estropeada por los años. Su elástica figura sigue casi igual, como si en cualquier momento volviera a saltar al aire como un matapiojo rubio, equilibrada en la rumba mágica de una tonta canción.

 

 

 



 

 

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Publicado en Punto Final, 2 de junio 2000