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Pedro Lemebel
La escritura como militancia
(1952-2015)

Por Andrea Ostrov
Publicado en Zama Año 7, núm. 7 (2015)


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Cuerpo, voz y escritura configuraron los modos de intervención de Pedro Lemebel en la escena pública. De las escandalosas performances e irrupciones de “Las Yeguas del Apocalipsis” –el dúo que integró junto a Francisco Casas– en actos culturales, presentaciones de libros, entregas de premios literarios u homenajes– una de las más conocidas es tal vez la puesta en escena de “Las dos Fridas”, el cuadro homónimo de Frida Kahlo, en la Galería Bucci en 1990, cuyo registro fotográfico configura la portada de Loco afán. Crónicas de sidario que publicó Anagrama. Las intervenciones de este colectivo en ocasión de diversos acontecimientos culturales en Santiago, Concepción o La Habana no solo instauran sorpresivas rupturas o discontinuidades: suponen además la concepción del propio cuerpo como soporte fundamental de la producción artística. En muchas oportunidades Lemebel se presentó públicamente con tacos altos y maquillaje, desafiando la norma identitaria y encarnando un travestismo “a medias” precisamente más desconcertante y contestatario al hacer explícita la fragmentación y la discontinuidad genérica. Quiebres, desvíos, rupturas, cortes, marcaron también su escritura, ese otro cuerpo proliferante de sentidos que supo construir pulsando al extremo las categorías sintácticas, alterando la norma ortográfica, deteniendo el fluir de la frase con perturbadores anacolutos. Introdujo así la enfermedad en el lenguaje mismo, haciendo estallar sus constricciones, esquematismos y clasificaciones normativas.

Su voz no se separó de su escritura. En su microprograma radial Cancionero, que se emitía dos veces por día durante diez minutos en Radio Terra, leyó él mismo los textos urgentes de sus crónicas, antes de llevarlas al libro. De este modo, su palabra se volvió reconocible y familiar aun entre los sectores más postergados y alejados de los circuitos literarios. Lo cual evidencia el entrecruzamiento de lo ético, lo estético y lo político que caracteriza a su obra, signada por la preocupación de dar un lugar a todo aquello considerado desechable por el orden neoliberal y por iluminar los márgenes, las periferias en penumbras. Así, la prostitución travesti, el contagio del SIDA, la supervivencia apenas, la violencia policial, la represión dictatorial, la ropa de segunda mano, los baños públicos, los basurales, el analfabetismo, la desnutrición, desmienten la ilusión de modernidad de la utopía globalizadora. Del mismo modo, el “cuero opaco” de los cuerpos locales pone en jaque –en virtud del desajuste– el modelo corporal canónico: la Madonna mapuche, que imita a la estrella pop repitiendo como loro sus canciones, vestida con un chaleco de lana con lamé que hace las veces de minifalda, enferma y casi sin pelo, denuncia, al tiempo que remeda el “modelo”, el hiato irreductible, el fallido del gesto, poniendo en evidencia las marcas de exclusión que caracterizan el contexto social, económico, político y cultural latinoamericano. El cuerpo travesti, aindiado, desnutrido, infectado, prostituido y violentado de las “locas” que habitan las crónicas de Lemebel deviene cifra de la localidad latinoamericana, en oposición al modelo homosexual “aceptable” de acuerdo con los parámetros del primer mundo: “El ‘hombre homosexual’ o ‘mister gay’ era una construcción de potencia narcisa que no cabía en el espejo desnutrido de nuestras locas”.

Ante la asignatura pendiente que el estado y la justicia chilena mantienen en relación con los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura pinochetista, Pedro propone las crónicas que integran De perlas y cicatrices como un juicio público simbólico, como un “gargajeado Nuremberg a personajes compinches del horror”. Por esos textos circulan el rostro quemado de Carmen Gloria Quintana, las siniestras veladas literarias de Mariana Callejas, el encuentro frente a frente con Lucía Pinochet, la imagen de Cecilia Bolocco recién consagrada como Miss Universo posando junto al dictador, el maquillaje de la tortura en la “confesión” televisada de Karin Eitel “para la familia chilena tomando el té a esa hora del noticiario”. Sin embargo, no solo la memoria de los acontecimientos pasados da cuerpo a los textos; también, la memoria del presente encarna en un paisaje urbano maquillado y excluyente, atravesado por las aguas turbias de un Mapocho oscuro, roto, indio y entierrado, tan distinto a “como aparece en las fotos del Welcome Santiago”. Los desgarradores contrastes entre la pobla y los palacetes del Barrio Alto, entre el consumo suicida de pasta base y los colegios de élite, entre las “enredaderas y parquecitos con estatuas y macetas de jazmines” y “la frágil cáscara de las viviendas populares que se levantan como maquetas de utilería para propagandear la erradicación de la miseria”, recuperan el mapa de la desigualdad y de la modernización precaria de una ciudad para pocos.

Seguramente la voz de Pedro Lemebel incomodó a los detentadores del poder; aunque también se encargó de desenmascarar los esquematismos y la hipocresía de la “moral revolucionaria” que lo discriminó por su condición homosexual en su manifiesto “Hablo por mi diferencia”. Irónicamente, un cáncer de laringe lo obligó a callar. Pero su palabra, como el Mapocho, sigue fluyendo en presente desde la Cordillera hasta el mar.



 

 

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