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Lemebel de reojo
Soledad Bianchi
Publicado en Revista Casa de las Américas, N°295. Abril_Junio de 2019
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Primer paseo
Dos o tres veces me crucé con Pedro en alguna calle cercana al cerro Santa Lucía y, al saludarlo, quedé con la sonrisa congelada y sin respuesta hasta que, en una tercera o cuarta ocasión, lo detuve y le «expliqué» que ya nos habíamos encontrado en casa de Pía Barros y Jorge Montealegre. En ese entonces, Pía y Jorge (y Abril, guagüita de meses) vivían en la misma Plaza Italia: en esos edificios que todos conocemos y que son tan propios de allí como la Plaza misma, a la que «miran»: como el monumento a Baquedano, como las celebraciones colectivas luego de ganar el Colo-Colo, el Chino Ríos o el candidato de tu elección... Ahí, a la pasada, vinieras de donde vinieras, estaba el departamento de Pía y Jorge, casi un alto obligado (Pía corrige mi (des)memoria y precisa la ubicación exacta: Vicuña Mackenna 6, al costado de los inmuebles que yo «recordaba», y con la misma arquitectura art déco exterior).
Era un lugar ni chico ni grande, donde llegaba muuuucha gente, y se quedaban, y conversaban, y tomaban «tecito». Estoy segura de que nunca nadie que quiso entrar quedó fuera. Estoy segura de que nunca nadie dejó de contar lo que necesitaba compartir. ¿Cuántos kilos de pan consumirían todos esos amigos? Bastantes escritores: veo a Erwin Díaz, Eduardo Llanos, Sonia González, Juan Cameron, Ana María del Río o Sonia Guralnik, entre tantos. Probablemente, todos los amigos llegaban con su «marraqueta bajo el brazo», porque es posible que los dueños de casa ni trabajo estable tuvieran. Hablo del tiempo de la dictadura: 1984 o 1986, años en los que vine a Chile por un tiempo, desde mi exilio en Francia, que terminó, de forma definitiva, en 1987.
Me imagino el departamento como un dibujo de historieta, con las paredes respirando: agrandándose y encogiéndose, según la cantidad de ocupantes. Entre ellos, Pedro era «pasajero frecuente»: por amistad, claro; por el «baile sin censura de la lengua» (son sus palabras), quizá; pero, en especial, porque integraba uno de los Talleres de Escritura dirigidos por Pía Barros. En ese tiempo, Pedro se apellidaba Mardones y escribía cuentos (ella me dice que cuando comenzó, él era poeta, pero... ¿alguien más conocerá esos poemas? Y si él los conservó, ¿alguien los tendrá, hoy?).
Ignoro si Pedro ya había publicado Incontables: un sobre grande de papel kraft con siete de sus cuentos en siete trípticos sueltos y numerados, de letra enana y de extensión casi regular (entre dos y tres páginas), dado a conocer por Ergo Sum (el sello de esos Talleres Literarios). Sin mención de fecha, debe haber aparecido en 1986, porque Mauricio Redolés, su presentador, ya había regresado a Chile desde su exilio inglés. (A propósito, la complicada relación que tuvieron Lemebel y el cantante-poeta, la cuenta este, en ese número 581 del The Clinic, del 29 de enero de 2015, posterior a la muerte del cronista: «Pedro Lemebel (1952-2015) / Voló la mariposa», era el bello enunciado que acompañaba su foto, en la portada).
Yo no estuve en el «lanzamiento» (siempre me confunde esta palabra, por eso la entrecomillo) y no sé cuándo leí esos relatos. Los releo, ahora, desde el prisma (¿el caleidoscopio?) de las crónicas. Los releo, ahora, y me parecen bien contados, imaginativos: con una imaginación un tanto enmarañada, pero con atmósferas verosímiles y una tensión que no cede, incitando a no abandonar la lectura. Simplificando, diría que dos asuntos principales fluyen en estas narraciones, donde priman las inquietudes sexuales y las políticas (¡no tan lejos de las «inclinaciones» de muchas crónicas posteriores!).
¿Será tanta la diferencia entre estos dos «rumbos» escriturales que llevaron al autor hasta a cambiar de nombre? Se diría que el cuentista Mardones se levanta una máscara cuando firma las crónicas como Lemebel, y con el apellido de su madre la homenajea, a más de involucrarse personalmente, tanto que la voz que allí se expresa es su propia voz. Casi podría decirse que ese narrador en primera persona, ese yo (siempre presente) es más una persona –el propio Pedro Lemebel– que un personaje: sin embargo, no hay que equivocarse porque, en sus crónicas, el escritor es, a la vez, persona y personaje; y no solo porque sea protagonista o actor de ellas sino, asimismo, porque juega con su imaginación (la misma, fecunda, de sus cuentos) y, en ocasiones, el punto de partida: con frecuencia, un suceso real y verdadero –vivido por él o sentido como propio– puede deslizarse hacia la ficción por el modo como se relata. En ocasiones, por ejemplo, la exageración o la ironía es tanta que ayuda a borrar fronteras y nos queda la duda de si el hecho sucedió o, por lo menos, si se desarrolló de la manera en que Lemebel lo trasmite. Evidentemente, este intento de clasificar no tiene razón de ser, pues fijar y encasillar solo le restarían enjundia a su escritura y a su estilo: cuyos desbordes, por lo demás, impiden inmovilizarlos. Algo similar sucedería si nos ponemos puristas con el lenguaje e intentamos apegarnos a las páginas del diccionario y (h)ojearlas para encontrar muchos de los vocablos «lemebelianos» que, en definitiva, no existen o, mejor dicho: existen, pero únicamente en sus crónicas, porque esas palabras también son producto de su imaginación y... de su oído. Cierto atisbo de estos inventos podía percibirse en los cuentos, pero la estampida lingüística indudable junto a las otras mudanzas (de estilo, de «contenido», de voz...) tienen su origen y efecto cuando Pedro Mardones se aleja (hasta desaparecer) y se traviste en Pedro Lemebel; cuando Mardones decide hacerse y volverse «otro» y se atreve a incorporarse él mismo y su mundo a sus escritos y en estos se muestra, se «confiesa», se reconoce, y son estas variaciones las que marcan y lo marcan, las que exigen y le exigen otra senda escritural que, para Lemebel, es la crónica (crónicas que, a veces, creo haberlo dicho, pueden tener frases o acontecimientos que serían como chispazos o gérmenes de posibles cuentos: como en «Lucero de mimbre en la noche campanal», ese «cuarto rey mago, que llegó meses después del nacimiento. Un rey mago cola que no venía por fe, sino más bien por la copucha del mesías»).
Sospecho el nerviosismo y la impaciencia de Pedro al aproximarse la hora de término del Taller: el deseo de partir pronto a la vida nocturna con su oscuridad y disimulos; la nueva incógnita que podía traer esa noche; su dominio de muchos códigos del caminar y el coqueteo y el secreteo (personal o compartido), simultáneo a la ignorancia, al misterio de miradas y atisbos sigilosos o/y... descarados, de las palabras pensadas y dichas y de las palabras pensadas y silenciadas. Esa ojeada de reojo para conquistar; acercarse despacito, como que no quiere la cosa; esa seducción al desliz, y... la alegría, la dulzura, los murmullos, la carcajada, los gritos, las rabias..., cierto aire de derrota, y la tristeza del abandono lacio. No me lo dijo a mí, pero una vez se lo escuché, y no creo equivocarme: que hubiera preferido una pareja y amor correspondido a cambio de todos sus logros. Conquistador conquistado: la búsqueda incesante / la desventura en amores.
Años después, lo vi en muchas de estas situaciones y actitudes y sentimientos, y podía ser en una fiesta, pero de día claro, también. ¿Discreto?, discreto, Pedro no era, ni quería serlo; ni en amores o coqueteos ni en la vida cotidiana y social. De vez en cuando, se sabía de sus «apoteósicas» insolencias: que tiraba un mantel cubierto de platos, vajilla y comidas, por aquí; mientras, por allá, insultaba y hasta escupía a alguien (por lo general, un político de derecha que haciéndose el liberal tolerante se acercaba a saludarlo con el brazo extendido..., y así quedaba, porque Pedro lo dejaba con el brazo extendido). En política jamás transó, y eso era/es admirable en este mundillo latigudo y pegajoso donde «la izquierda y la derecha unidas...» (¿para qué completar la paradoja de Nicanor Parra, que vivimos día a día?).
Estar siempre al «filo de la navaja», a punto..., a punto de... (¿querría estarlo o no había cómo escabullirse?). Pedro llamaba la atención, por voluntad propia o por simple presencia, y nada le gustaba más que sorprender, asombrar, escandalizar y dejar –a los otros– con la boca abierta por sus excesos, sus impensadas conductas o por sus ocurrentes «salidas» y rápidas respuestas, sus bromas y burlas, su sarcasmo, humor, chispa, ingenio y, en no tan escasas ocasiones, era temiblemente agresivo, cruel y hasta violento, tal vez por unas copas de más, pero, sobre todo, por opción, porque quería serlo. Volviendo a leer sus escritos, y volviéndonos a ubicar cerca de la Plaza Italia, me digo: ¿Qué mejor espacio –para Pedro– que estar en un Taller de escritura en ese punto, a pocos pasos de la mitad de Santiago, de su centro, tan cerca del río Mapocho, del barrio Bellavista (donde, más tarde, vivió), del Parque Forestal (donde vivió hasta su fin)? ¿Cómo no iba a estar Pedro en el medio de la ciudad, en los alrededores de esos lugares?
Esa vecindad lo ayudaba a continuar conociendo esos sitios y ambientes tan importantes, para él, y tan presentes en sus textos. Tan importantes son, que «Anacondas en el parque», la crónica inicial de su primer libro, transcurre en el Forestal y Pedro, como un «mirón» más, advierte y cuenta de los agazapados amores homosexuales masculinos que allí suceden. Para muchos, pues, el inicio del deambular por sus escritos tuvo ese horizonte de fondo. Pero esto es más tarde porque La esquina es mi corazón. Crónica urbana es de Pedro Lemebel y de 1995 (¡ojo!: con anterioridad, en 1992, «Anacondas en el parque» había aparecido en esa excelente revista cultural que fue Página Abierta» –«Mi corazón siempre estará plegado en el abanico transgresor de esas páginas»–, la primera que acogió sus crónicas casi cada quincena, entre 1990 y 1993 y, agradecido, su autor no lo olvida y lo registra). Tan importantes son estos parajes y paisajes y otros más que al observarlos los nota y los anota; los nota como son y los anota así y, al mismo tiempo, se da el gusto de variarlos, de imaginarlos, de recrearlos, de hacerlos literatura (y tan enterado está de hacerla que lo señala, aludiendo a su escritura): «Ahora que cruzo el puente [sobre el Mapocho] para entregar esta crónica, trato de encontrarlo [al Flaco Miguel] abajo entre los miles de cascos obreros que como hormigas esclavas de un proyecto faraónico [“un gran túnel de tránsito bajo el lecho fluvial”] hacen realidad la Metro-Goldwyn-Mayer del milagro económico chileno». Y con posterioridad a nuestra lectura de sus enfoques si nuestra mirada ¿seguirá siendo la misma? ¿Podremos divisar y distinguir esos espacios como si fueran idénticos a los que percibíamos ayer o... hacía solo unos minutos o algunas páginas antes?
Segundo paseo
Creo que mi mayor cercanía con Pedro se fue dando cuando Pancho Casas me pidió un prólogo a su primer libro y, como yo me sentía insegura con esos poemas por su temática y otros quiebres, acepté escribirlo con la condición de que nos juntáramos y los discutiéramos. A Pancho, yo lo había conocido cuando fue mi alumno en el Arcis, que todavía no era Universidad. Casi me paralicé de terror esa primera vez que entró a mi clase, a poco de haberlo visto intentando colocar una corona de espinas al poeta Raúl Zurita, ganador del Premio Pablo Neruda de Poesía Joven, en 1988. Allí, Pancho no «actuó» solo: con Pedro Lemebel formaba el colectivo Las Yeguas del Apocalipsis, que no era más que ellos dos. Casi nunca estuvo solo, cuando se reunía conmigo preparando Sodoma Mía, acaso a inicios de 1991, pues se publicó ese octubre. Se me figura que, en esa época, como pareja artística que eran (nunca fueron pareja amorosa, digan lo que digan los demás... pelambrillos), pasaban muchas horas del día ideando «acciones de arte», esas irrupciones «al callo», ingeniosas y punzantes políticamente (no me gusta decir: «performance», aunque tanto María Moliner como la actual Real Academia ya aceptaron la palabra. Ahora me impongo, además, que a Las Yeguas tampoco les agradaba y no la usaron nunca para sus trabajos).
Fueron varios los encuentros con Pancho cerca del metro Tobalaba, en Providencia. Fue una suerte que siempre haya llegado con Pedro, porque pude conocerlo mejor. Desde esa esquina, los tres caminábamos a la búsqueda de un espacio cómodo donde pudiéramos conversar «urdiendo la política hablantina»: seguro que desde mis preguntas, dudas y consultas, saltábamos hacia respuestas, modas y modos de ser y de estar, aceptaciones, escarceos, rivalidades, rencillas, vanidades, comentarios=chismes, amores y amoríos, suspicacias, tensiones, ademanes, propios y ajenos. Y no todo tenía que explicitarse, puesto que el rechazo lo advertí de cerca...Y en el trayecto, haya sido por sus apariencias, por sus voces o/y por sus provocaciones, fuera en alguna tienda o en la calle, las miradas persecutorias, enjuiciadoras, llenas de prejuicios, despectivas, burlonas, nos penetraban (y me incluyo, pues sentía, hasta en mí, la discriminación y la censura). Eran miradas agresivas que traspasaban, clavando y doliendo por su violencia; que no necesitaban palabras, ya que casi se hacían voz, y Pedro y Pancho parecían indiferentes al desprecio y la condena debido, tal vez, a que tuvieron que vivirlos desde niños, desde siempre, por esto parecían como impermeables o que ya «venían de vuelta». Eran miradas que me avergonzaban (por existir) y que también me incorporaban en su desaire.
Se hubiera dicho que estábamos en otro país, algunos años después, cuando, al pasear con Pedro, comprobé cómo mucha gente lo saludaba, amable y cariñosa. Tengo la idea de que eran más mujeres que hombres, y más mayores que jóvenes. «Pedrito», le dijo una señora proletaria, entrada en años, y se le acercaban otras y lo abrazaban, como queriendo protegerlo, quizá por considerarlo vulnerable sobre sus «tacas», quizá por haber descubierto su escondida calvicie bajo su pañuelo-turbante negro con calaveras (regalo del pintor Dávila, se rumora), quizá por la tristeza intrínseca de sus ojos achinados, quizá por reconocer en él a un hijo o a un pariente homosexual. Pero, además del barrio, ¿qué había provocado este cambio radical? No se trataba del (tan actual) imperio de lo «políticamente correcto», pues en esas palabras y actitudes se sentía la sincera ternura y la proximidad, y así lo palpé cuando caminamos hacia la Biblioteca Nacional desde Purísima 251, en Bellavista, donde estaba la Radio Tierra (de la Casa de la Mujer La Morada). Lo pasé a buscar ese día de 1996 porque daba a conocer su segundo libro: Loco afán. Crónicas de sidario, y me había invitado a ser una de las presentadoras. (El 2000, me dedicó así la edición española del volumen, en Anagrama: «Stgo Nov 2000. / Para Soledad, eterna / cómplice y amiga, a / quien agradezco desde / el subterráneo del corazón / todos estos años de conocerla. / Besos / Pedro Lemebel»).
«Cancionero» se llamaba el programa de Radio Tierra, dirigido por Lemebel entre 1994 y 2002 («un microprograma de diez minutos, dos veces al día, de lunes a viernes»): consistía, por lo general, en su lectura diaria de una de sus propias crónicas, una distinta cada día y siempre acompañada de una canción, muy pertinente a las alusiones del escrito y resultado de una búsqueda acuciosa por parte de Pedro, gran conocedor, por lo demás, de música popular, en especial esa de la década del sesenta: Nueva ola chilena, Leonardo Favio, Los Cinco Latinos, Domenico Modugno, Adamo, Vitrolita, Sarita Montiel, Joselito, los tangos, los boleros, los «jingles», y tanto más.
(Entre paréntesis, más de una vez competimos, los dos, con letras y melodías, no obstante nunca pudimos desempatar. Y, ahora que lo cuento, recapacito y supongo que la razón por la que Pedro me invitó a presentar Serenata cafiola pudo haber sido nuestra común pasión y nuestro saber de un sinfín de versos y estrofas de cantos muy tarareados. Era diciembre de 2008 y en la Feria del Libro se anunciaba este sexto libro de Pedro Lemebel, con bombos y platillos, como correspondía a uno que incorporaba «la música... el único tecnicolor de mi vida descompuesta...», según confesión de su autor en «A modo de sinopsis», un inicio con dejos cinematográficos: un verdadero manifiesto, tan decidor, impresionante y confidencial como el anterior «Manifiesto. Hablo por mi diferencia» que Pedro leyó tanto y tanto, que –casi– se transformó en su documento de identidad. No obstante, y a pesar del dolor de ese escrito primero, la presentación de Serenata cafiola fue una celebración alegre. El gran Auditorio o «Sala de las Artes», de la Estación Mapocho, no podía recibir más gente, y cuando Pedro hizo su aparición, un aplauso cerrado y estruendoso lo transformó en una «diva», en un rock star, y a mí en una «telonera» con ganas de fugarse para dejarlo con «su» público. Isabel Parra cantó y se proyectó «Pedro Lemebel. Corazón en Fuga», un documental de Verónica Qüense sobre este escritor-caminante (no solo por las calles santiaguinas sino también por las líneas de sus textos) que imponía sus tiempos y ritos, y los presentes –una concurrencia formada por centenas de personas– se los aceptaban. Con posterioridad, muchas, en ordenada cola –«fila», se pronuncia desde los milicos–, unas tras otras, serpentearon metros y metros y decenas y decenas de minutos, a la espera del libro que querían comprar para leer los textos del autor que querían, y que acababan de escuchar).
Con «Cancionero», a Pedro le cambió su situación: no solo tenía una oficina privada, para él en exclusiva, sino que, por primera vez, después del tiempo que fue profesor –que no fue mucho por haber sido exonerado–, tenía un trabajo estable, con total libertad y muy buena acogida. Es muy posible que fuera la primera vez que se podía referir –pública y masivamente– a la diferencia y a minorías, y se le respetara porque se ubicaba desde la diferencia de otra minoría: el feminismo. Es muy posible que fuera la primera vez, además, que debió crearse –y tuvo– una rutina de escritura, pues no podía defraudar a sus escuchas. Fue Radio Tierra con «Cancionero», y la audiencia de Pedro y del propio programa, lo que provocó el cambio de «trato» y de modo de percibirlo (los lectores son menos y más demorosos, lo sabemos).
Para Pedro, el programa fue una suerte de laboratorio donde podía ir «calibrando» temas, palabras, sonidos, sentidos, hechuras. Iniciado antes de publicar su primer volumen, con posterioridad varias de sus lecturas derivaron y completaron De perlas y cicatrices. Crónicas radiales, su tercer libro, de 1998: «A Soledad / esta larga fila / de crónicas que / eslabonan mi / memoria en desorden / Besos», dice su dedicatoria, a la que agregó su firma. Y cuando, en 1996, llegamos a la Biblioteca Nacional, la sala estaba rebosante: los oyentes –futuros lectores– esperaron, atentos y silenciosos, la participación de Pedro, pospreámbulos, nada breves y ya establecidos en la (a mi entender) poco aportadora «ceremonia» de presentación de un libro, de cualquier libro..., si se continúa con el formato actual.
A esa fecha –1996–, ya nos habíamos encontrado muchas veces y en distintas circunstancias y, a esas «alturas», había cariño, confianza; complicidad y amistad, entre nosotros. De las primeras veces que lo vi en sus labores artísticas fue por 1989, concentrado y serio, en esa acción de arte realizada en el Hospital del Trabajador, en la Avenida Ochagavía, en San Miguel (hoy Pedro Aguirre Cerda): «ese gran teatro del desamparo», que se estaba construyendo durante el gobierno del Presidente Allende y que había quedado abandonado «[c]omo una gran calavera estancada en la zona sur de Santiago» a consecuencia de «La bofetada golpista». Para Pedro era una riesgosa maniobra por las llamas causadas por neoprén encendido, por él mismo, muy cerca de su cuerpo. Fue una «ocupación» espacial que no solo exigió precisión corporal sino, también, una intensa reflexión estética y política, y así podía notarse y sentirse y era imposible permanecer insensible a su fuerza, al lugar, a las imágenes.
Perturbador fue, asimismo, observar a Pedro, ahora acompañado de Pancho, bailando cueca sobre trozos de botellas de Coca-Cola que, en el suelo, se esparcían dentro del contorno de un mapa de América del Sur. Fue ese mismo año, hacia el mediodía del 12 de octubre –«Día de la Raza» o del Descubrimiento Mutuo–, en una vieja casona de Santiago Poniente donde funcionaba la Comisión Chilena de Derechos Humanos. «La conquista de América», de Las Yeguas del Apocalipsis, podría haberse dicho en plural, ya que esta acción de arte corría las fronteras de aquella iniciada en 1492 por invasores españoles, añadiendo la estadunidense –con la Coca-Cola–, las militares del siglo XX y ciertos rastros y connotaciones de la represión y violencia política, cultural, de sexo y género. Recuerdo haberme apurado para llegar a verlos/ verlas, desde Cumming con la Alameda, al lado de la Gratitud Nacional, creo, donde yo estaba participando de la Octava «Escuela Internacional» del Instituto para el Nuevo Chile, cuya sede, durante el exilio, había estado en Rotterdam (algún día debería conocerse mejor –y con mayor alcance que algunas tesis doctorales– su labor, la importancia de sus publicaciones y Escuelas de Verano y su impacto en la política y la cultura de Chile, en esos años). Recuerdo, también, que había escaso público. (Por desgracia, más chispazos que secuencias en desarrollo son los que hoy conservo de ese tiempo y sus «personajes». Clarísimo tengo, eso sí, que en esa época del ocaso de la dictadura al elegir enterarse y asistir a actividades artísticas con énfasis en búsquedas e interrogantes y con escasas certezas, sin ser tan, tan pocos, nos encontrábamos siempre más o menos los mismos, siendo un «conjunto» heterogéneo, pero algo endogámico).
Un poco antes, en agosto de ese mismo año, vivimos juntos, casi por casualidad, un momento gracioso, para algunos. No fue un chiste, pero nos reímos harto. Siento que la complicidad y la franqueza que allí creamos fue una base fundamental para nuestra amistad: con el pintor Guillermo Núñez, mi compañero de vida, íbamos entrando al Teatro Cariola. Estábamos convidados a una actividad de intelectuales y artistas, a favor del candidato a presidente Patricio Aylwin. Cuando estábamos a la espera de mostrar nuestras invitaciones, divisamos a Pedro y Pancho, arropadísimos y con abrigos o impermeables largos, muy cerrados. Se nos acercaron y nos pidieron entrar con nosotros. Supusimos que algo planeaban y que sería interesante y trastrocador: indispensable, por lo demás, para un momento y una etapa de una seriedad desmedida y de poco desborde, donde primaba la moderación y la mesura y todo debía ser prudente, contenido, en la norma y «en la medida de lo posible». Dijimos que veníamos juntos y entramos los cuatro. Ellos se fueron por su lado, y nosotros, al segundo piso. De pronto, interrumpiendo el programa, Las Yeguas, en trajes de baño femeninos, ocuparon el escenario. «Homosexuales por el cambio», decía el letrero que desplegaron. Por más que hago memoria, solo percibo la cara de espanto y fastidio del publicista y actor Jaime Celedón, quien, sentado en la fila de delante, girándose hacia Guillermo, opinaba, confundido, que a esos dos «infiltrados provocadores» deberían expulsarlos de la sala por hacerle un flaco favor a la democracia (él estaba con un amigo, igualmente molesto y sulfurado y, aunque sospecho quién era, prefiero callarme, por mi falta de seguridad). Y ante la sorpresa general, algunos pifiaban y hasta gritaban, furiosos, y otros aplaudimos a rabiar, y todos cuchicheaban, sin comprender mucho. Resulta muy gracioso ver la foto de la acción: «¿De qué se ríe, presidente?», y el semblante de los políticos de la primera fila, donde destaca la sonrisa-mueca de Aylwin, ese gesto imborrable que no lo abandonaba nunca. Se asegura que solo existe esa imagen: en ella, los dirigentes apenas se perciben, entre las piernas de una de Las Yeguas, ya en acción.
Indican –yo no lo vi– que Pancho besó en la boca al futuro presidente Ricardo Lagos, y que la única y máxima preocupación de las «cumbres» políticas, ahí presentes, era que la «instantánea» no apareciera en el diario.
Acaso por el contexto en que se efectuaban, fue poco frecuente que Pedro solo o Las Yeguas del Apocalipsis hicieran actividades desde la risa o que la provocaran: en agosto de 1987 (lo sé porque ese año –como ya señalé– retorné a Chile en febrero, después de doce años de exilio en Francia), se realizaba el Primer Congreso de Literatura Femenina Latinoamericana. Sus preparativos no fueron «suaves» y en las reuniones previas, con sede en la Sociedad de Escritores, se adivinaban tensiones y sospechas y las descalificaciones eran frecuentes. El necesario Congreso cumplió su función y puso temas acallados sobre el tapete y redundó en cambios de enfoque hacia la literatura de mujeres y los estudios de género, y –merecidamente– se ha vuelto un hito ineludible. Como individuos o, tal vez, como Las Yeguas, Pedro y Pancho deben haber asistido, pero yo los visualizo solo en la fiesta de conclusión, en el local de La Morada, situado, entonces, en la calle Salvador, cerca de Irarrázabal. Allí llegaron, vestidas con vaporosos tutús, pero sin ningún retoque. Yo lo estimé una broma; no obstante, creo, en el presente, podría enfocarse como otra acción de arte, menos cercana a la política contingente, pero política, sin duda, al acoger, ellos, rasgos de una apariencia femenina, sin pretender parecer mujeres: «desordenando el supuesto de los géneros» (Loco afán. Crónicas de sidario). Fue una exposición más: al mostrarse y exponer los cuerpos y exponerse, como lo hicieron una y otra vez. (Dice Raquel Olea que me equivoco pues Las Yeguas del Apocalipsis se presentaron en traje de ballet al término del Encuentro con Gabriela Mistral, de agosto de 1989, año de su centenario. Este Congreso fue una iniciativa independiente y una de las pocas –tal vez la única– no organizada por la dictadura, que siempre tuvo la ilusión de apoderarse de la figura de la poeta. Sin discusión fue un espacio fundamental que, desde perspectivas más actuales, impuso y ha exigido cambios en los enfoques de los estudios mistralianos posteriores. Raquel alude a otros datos que la confirmarían: ¡Ay, mi memoria / mi desmemoria!).
No se me olvida, ¡eso no!, el aspecto entre horrorizado y aterrorizado y las expresiones entrecortadas de Lucía Gallo da Costa, exnumeraria del Opus Dei, jefa de Gabinete de la Alcaldía de Providencia, durante la dictadura, y Directora Cultural (¿en la post?), cuando divisó a Pedro, en la sala, maquillándose, sin disimulos, mientras algunos artistas visuales dialogaban en una mesa redonda, casi frente a él. Ni olvido su andar felino, el mismo de Pancho, cuando creyendo que nadie los avistaba, escondieron y se llevaron (por no decir: robaron) dos de los dibujos de Guillermo Núñez, desde su exposición Retrato Hablado, en el Museo de Arte Contemporáneo, en 1993. Desde el segundo piso, fingimos no verlos partir. ¡Nuevas complicidades! (Aceptándolo, Guillermo lo consideró otra acción de arte, y se enorgulleció, y lo dejó escrito en su libro Alquimia. Novela).
Regreso (poco cómico)
En 1990 asistí a la instalación «Las dos Fridas», donde la dupla permaneció sentada por cerca de tres horas, casi inmóvil, en una ventana-vitrina de la Galería Bucci, que daba a Huérfanos, frente a nosotros, espectadores expectantes. Y en septiembre de 1993, contemplé y oí la hermosa «Tu dolor dice: minado» (¡ojo con la explosión del título!), donde sutiles llamitas de cientos de pequeñas velas encendidas parecían iluminar los nombres de las víctimas de la dictadura acogidos en el Informe Rettig, y leídos, uno a uno, con voz neutra, en una especie de letanía del horror.
Para estas dos acciones de Las Yeguas ya estábamos en democracia («demos-gracia», decía Pedro, con su punzante ironía y crítica y su gusto por incendiar el lenguaje). Por esa época, yo no era solo una asistente a sus trabajos ni nos reuníamos exclusivamente en estas presentaciones: nos llamábamos (por lo general, el teléfono lo respondía la Señora Violeta: «Mamá / era una flor herida, / cantaba por la herida, y la herida / era su mejor canción», reconoce, Pedro, al inicio de Serenata cafiola), paseábamos, discutíamos, fuimos a algunas fiestas, cantábamos, bailábamos, íbamos a librerías, a cafés y bares y restoranes, a presentaciones de libros, y... nos reíamos, nos reíamos mucho: el humor de Pedro era único en su rapidez y agudeza: podría decirse, con seriedad, que su humor «era cosa seria», y nada ni nadie se le escapaba: ni objetos ni animales ni personas. Por esa época, yo ya había sido reintegrada a la Universidad de Chile como profesora: fue entonces cuando Pedro me dio a leer su Ojo Gótico. Ciudad Paranoia. Crónica urbana, un manuscrito –mecanoscrito, en realidad– con catorce crónicas suyas, para que lo revisara, y lo ojeé y hojeé, leí y releí, y me sorprendió en su novedad e intercambiamos opiniones. Después –en 1995–, a estas catorce se le agregaron seis, y con algunas variaciones en los títulos, apareció en la Editorial Cuarto Propio: La esquina es mi corazón. Crónica urbana (el 29 de mayo, Carmen Berenguer, Martín Hopenhayn y yo la presentamos en el Museo de Arte Contemporáneo). Durante años, las enseñé junto a obras de algunos otros autores, en el curso «Memoria y Posdictadura». Varios asistieron, con generosidad, en múltiples ocasiones, a dialogar con los estudiantes, y Pedro no fue la excepción.
El compromiso político de Pedro era indestructible y voceado y, como él lo expresaba, más se le quería... o temía... u odiaba. Una de sus preocupaciones constantes era la televisión y acusaba, sin reposo, la permanencia de figuras –de primer plano– adictas a la dictadura. Siendo así, ¿cómo extrañarse de que no lo hayan invitado casi nunca a ella? ¿Cómo extrañarse de la explícita censura que le hicieron el año 2000 en Chilevisión cuando, de repente, mientras Pedro hacía estos mismos cargos, sin ocultar nombres ni apellidos, desapareció de la pantalla y su lugar lo ocupó una publicidad de colchones? Pero –sabemos– Pedro no iba a quedarse callado ni tranquilo, y aprovechó para dar un giro a su favor en la ocasión siguiente: casi un año después, a fines de 2001, Pedro Carcuro lo invitó a «De Pé a Pá» para entrevistarlo. Y cuando el programa, de Televisión Nacional, estaba terminando y este le propuso despedirse, vino la «vuelta de tuerca»: «Quiero rendirles un homenaje a todas las mujeres de Chile que fueron torturadas y detenidas en la dictadura de Pinochet, en el nombre de tu hermana, Carmen Carcuro», señaló Lemebel, muy serio y algo apurado, pero con entera claridad. Para el animador fue una sorpresa total y no emitió palabra, no pudo hacerlo –por desconcierto, emoción o temor–, y Pedro se salió con la suya, arriesgándose con una valentía que era el resultado de una búsqueda sin improvisaciones y de un proyecto político intencionado y «movedor de piso», que no podía dejar indiferente. (Lo cuenta en Mi amiga Gladys).
(¿Qué cara pondrían sus editores cuando sus libros estaban primero en la vereda que en librerías, y él proclamaba el orgullo de ser «pirateado»? Con seguridad no se trataba de una provocación vacía y sin sentido). ¿Cómo no admirar a Pedro y a Las Yeguas y sus quehaceres tan valientes y acertados? ¿Sería Pedro el «ideólogo» principal, como (lo) imagino, inagotable en fantasías y planes?
Cuatro estudiantes del Liceo Lastarria integraban Las putas babilónicas. Los liceanos dramatizaron el «Manifiesto. Hablamos por nuestra diferencia», vestidos con largas camisas y corbatas colegiales y con medias pantis y tacos altos. Apropiándose del texto de Pedro lo variaron y, expresándose desde su juventud y sus vivencias, lo pusieron al día.
Con un video se hizo presente el Colectivo Lemebel, del Liceo Manuel Barros Borgoño. Ambos grupos saludaban a Pedro en el homenaje que se le dedicó, cerrando el Coloquio «Después del desastre. Cuatro décadas de narrativa chilena (1973-2013)», del Departamento de Literatura de la Universidad de Chile, en octubre de 2013.
Compañía, compañero y acompañante había sido el escritor para estos jóvenes homosexuales y, sin duda, para muchos más. Primero, posiblemente, la lectura silenciosa de sus crónicas y otros escritos les ayudó a conocerse y reconocerse y mostrarse; luego, los compartieron y entendieron que ellos/ellas no eran los iniciadores y que no estaban solos en el trayecto. La función activa de la literatura los llevó a descubrir al Pedro activista, sinónimo del Pedro cronista pues, en sus textos, no hay separaciones jerárquicas ni de temas ni de perspectivas ni de voces y no hay divorcio entre su persona y sus escritos porque escribe de lo que sabe, de lo que ve, de lo que vive y ha vivido. Vida y arte son uno.
Con posterioridad, Gilda Luongo, gran amiga de «Pet», leyó un texto profundo, muy personal, afectivo y afectuoso. Pedro ya estaba enfermo y apenas podía hablar: «A Violeta Lemebel, la mujer que me dio la voz» (había declarado en el Loco afán, de Anagrama, de 2000), mas tampoco estuvo en total silencio, y agradeció, feliz, en susurros medio metálicos, divisándose entre las flores de un inmenso ramo, colocándose el regalado pañuelo de cuello, que le ocultaba su herida.
A las cinco de la mañana, el 11 de febrero de 2014, Pedro nos había citado a un grupito de cercanos en el frontis del Museo de Arte Contemporáneo, frente a su casa. Haría un «Desnudo bajando la escalera», pero «en vivo». Con Duchamp en la memoria y, tal como esta pintura había sido rechazada del Salón de los Independientes, la acción de arte actual se realizaba fuera del Museo, rechazando la oficialidad. Era de noche, comenzaba a aclarar y la ciudad, en soledad, iba transformándose y apareciendo, poco a poco, en las aristas de sus construcciones, y pasaba del silencio a sus sonidos y ruidos, dejando ver a mendigos con sus perros, durmiendo a la intemperie. Pedro ocupó los peldaños finales que comunican con el Parque Forestal y no la majestuosa escala simétrica que sube hacia el Museo. Alguien encendió las gradas: así estaba previsto. Por ellas, llameantes, rodó su cuerpo dentro de un saco y totalmente desnudo, con dificultad y dolor al golpearse en cada voltereta. Además, el fuego intentó carcomer el saco. Era arte corporal (body art), donde el cuerpo es el soporte de la obra de arte. ¿Cómo no remontarse a esa llamada de atención sobre el hospital abandonado de Ochagavía? El fuego, el cuerpo, el cemento: había cierta semejanza, se cerraba un círculo, pero, ahora, Pedro estaba enfermo, muy enfermo: su cuerpo caía, su vida declinaba.
Tercer paseo
No es necesario insistir en que a Pedro le apasionaban las fiestas. Por supuesto, nunca lo negó y, junto a reconocerlo, también las utilizó de motivación literaria. Juzgo que «La noche de los visones (o la última fiesta de la Unidad Popular)», apertura de Loco afán. Crónicas de sidario, es uno de sus mejores textos (a mi parecer, con el tiempo, algunos de sus escritos perdieron tensión, haciéndose algo planos y repetitivos). Una fiesta de celebración de Año Nuevo –la llegada de 1973 y la despedida de 1972– es el núcleo que le sirve para aglutinar una serie de elementos y figuras, cuyos desarrollos se abren, evidenciando un amplio panorama socio-político y de época, sagaz, dramático y, a la vez, pleno de humor: todo, gracias a la historia de un grupo de «colas travestis» que asisten a festejar –con mayores o menores deseos y (des)confianzas– a Recoleta, a la casa de otro de ellos, una «loca rota». Y en esta «última cena de apóstoles colizas», nada responde a lo que se esperaba: dos abrigos de visón que llevaba una de las «pitucas» se esfuman, ante la risa, la astucia y la mano larga de «las locas rascas»; la comida se termina demasiado pronto y sus restos –«un cementerio de huesos [de pollo]»– se volverán imagen premonitoria de lo que será el Nuevo Año de 1973 con el golpe de Estado. Aparte de considerar «el tufo mortuorio de la dictadura... un adelanto del Sida». Y frente a la enfermedad se terminan las diferencias del «coliseo», de la mano de «un repartidor público ausente de prejuicios sociales».
Una gran cercanía hace pensar, a veces, que el cronista fue uno de los personajes de lo que cuenta; en otras, se convierte en un agudo observador –actual– de una foto desvaída que conserva la fiesta y, al referirla, hace perdurar una «chispa» y un «deseo», ahora rotos e inexistentes: «un sueño robado que siguió construyendo la anécdota más allá de la nostalgia». Podría decirse que a través de graciosas, ingeniosas e irónicas descripciones –a veces, crueles o buscadamente caricaturescas–, la risa engaña, pues soslaya la tragedia que se aproxima y que termina imponiéndose como un corte brutal, dejándonos estupefactos y con una mueca amarga que hace olvidar hasta la sonrisa (este es un procedimiento muy «lemebeliano» y en «Coleópteros en el parabrisas» salta a la vista y es una excelente muestra de la combinación de estos recursos, su entramado y cómo los dosificaba).
El 14 de noviembre de 2014 recibí este correo electrónico:
Los invitados éramos alrededor de cincuenta y todos estábamos alegres..., alegres y tristes. Un fantasma recorría el lugar: el «secreto a voces» del próximo final de Pedro. Estoy segura de que él también sabía que era su «última fiesta», y no dejó detalle sin planificar. Recuerdo que se esmeró en grabar la música de su gusto: entonces, cada melodía le era significativa y no solo un neutral sonido de fondo (como en el dentista o en el supermercado). Parece que hubo algunas «intervenciones»: ¿Claudia Pérez recitó su parlamento como Virgen española, basado en una de las crónicas de Pedro?, ¿cantaría Jaime?, ¿habló Pedro?
A pesar de que la había visto siempre en su departamento, durante toda la noche, «l’animita» (así escribe Oreste Plath) de un rincón del living –dedicada a la Señora Violeta Lemebel y a Gladys Marín–, una mesa-altarcito, llena de chucherías, colores e imágenes (la Virgen de Guadalupe y San Sebastián, es seguro; ¿un homenaje a Cuba en la Virgen de la Caridad del Cobre, tal vez?) tomó, para mí, otra dimensión y no dejó de ocupar el primer plano de mi vista y de mis pensamientos, y es lo que tengo más presente.
Unos diez días después, con Raquel Olea regresamos a visitarlo. Estaba acompañado por el cantante Jaime Leppé, uno de sus buenos amigos, con quien se había presentado muchas veces en acciones de arte. Pedro estaba en cama: ni recordarle su importancia e impacto en jóvenes estudiantes logró animarlo. De pronto, y contra todo consejo médico, quiso comer algo sólido y dulce, y tragó kuchen con ese indispensable remedio líquido espesante que le ayudaba a pasar los alimentos por la garganta desde hacía tiempo. Pocos días más tarde se agravó y volvieron a hospitalizarlo, ya sin vuelta, definitivamente. Decir «sin vuelta» es una realidad y, al mismo tiempo, es un decir pues, aunque parezca increíble, Pedro logró salir del hospital cuando, entre semifugado y semiamparado, lo condujeron a recibir un homenaje en el Centro Gabriela Mistral (¿se han fijado que la mención al GAM vuelve invisible y hace perderse el nombre de la poeta?), en el edificio de la UNCTAD, que tanta importancia había tenido para él. Es evidente que este acto amoroso, además de extraordinario, fue muy significativo y, a pesar de su inmenso esfuerzo y fatiga, debe haberle ayudado en esos difíciles momentos de penuria e impotencia. Yo no pude asistir, no estaba en Chile.
La muerte de Pedro era inminente, pero yo debía ausentarme: tenía un viaje programado a Río de Janeiro y a Inhotim, ese pueblo, concentración de arte contemporáneo que, en Brumadinho, Minas Gerais, muestra la fascinación y «locura» de un coleccionista, que quiso compartir su riqueza del bolsillo y del «ojo». Itinerario singular, me parecía, como singular debe ser ese emplazamiento, no solo en la América Latina, sino en el mundo. Distinto, y sin retorno, era el viaje al que Pedro partiría («sacó pasaje de ida en la siniestra barca», había escrito para la Chumilou en «La noche de los visones») y ya estábamos advertidos de que sería en breve. Me dirigí, entonces, a despedirme, a la Fundación López Pérez, donde estaba internado. Apenas se necesitaba consultar sobre el número de su pieza porque todos lo sabían. Sin duda, era el enfermo «estrella» y, al responder, de inmediato comunicaban que la presidenta Bachelet lo había ido a saludar.
Eran tantas las visitas, sus visitas, que en el pasillo –donde se ubicaba su habitación– había un susurro constante que podía subir hasta mucho más que murmullo. De inmediato pensé en los vecinos del Pasaje donde Pedro había vivido, en Bellavista, y sus vanos reclamos por el ruido, constante, proveniente de su casa. De inmediato pensé en su silencio y en su enfermedad, que le quitó la voz, sin acallarlo, y en el silencio de sus vecinos enfermos, y el silencio que todos necesitaban, y el silencio que todos –enfermos y sanos– necesitábamos en ese duro momento.
Quise entrar a verlo: a verlo, digo, porque ya no hablaba. Estaba en un sopor (no recuerdo si tranquilo). Le murmuré, intentando alentarlo para que se enterara del cariño y la preocupación que teníamos tantos por él, su salud, su enfermedad, su desenlace. No pude dejar de llorar al comprobarlo y al verlo tan callado, tan doliente, tan indiferente a lo que sucedía en sus cercanías, tan opuesto a como era él, siempre inmiscuido en todo.
Abandoné el hospital. Yo creía saber a lo que había venido, pero nunca se sabe, nunca se acepta. Me fui, tal vez al día siguiente, a esa breve estadía. En Brasil, me demoraba en abrir el computador, temía encontrar la mala noticia, pero no se dio y, al regresar unas semanas después, el 22 de enero, me dijeron (yo no lo vi de nuevo) que Pedro continuaba en su sopor y con una respiración cada vez más breve, cada vez más silenciosa y más detenida, cada vez más próxima a que terminara, a que no continuara porque, se diría, que dependemos solo del aire que entra y sale, entra y sale y, en un momento, el aliento se nos va y... nos vamos: aire somos y en aire... y, en Pedro Lemebel, el aire era, también, la oralidad de su escritura (¿podrá decirse así?).
Y el viernes 23 de enero de 2015, entre dos y dos y media de la madrugada, sonó el teléfono. Gilda Luongo (me) avisaba que Pedro había muerto. Al despertar esa mañana, tuve la certeza de haber oído mal cuando supe que lo velarían en la Recoleta Franciscana. ¿Por qué en una iglesia?, ¿qué tendría que ver con ese lugar? Mal pensada, me equivoqué al creer que, una vez más, aquí en Chile, un difunto no-creyente no tenía otro espacio que lo acogiera que un templo católico. Desconozco si él pidió «estar» allí. De todos modos, yo me había equivocado. Pía Barros afirma que, juntos, en tiempos universitarios, habían comido, muchas veces, allí, en el Comedor Fray Andresito, y Pedro no pertenecía a la estirpe de amnésicos (esa de los que olvidan apenas se les ayuda). Me informé, incluso, que él favorecía a esa iglesia: ¿sería por el recuerdo de esos almuerzos, y para que esos curas continuaran terminando el hambre de tantos?; ¿sería por tener presente su pobreza?; ¿sería por devoción a Fray Andresito? Fuera lo que fuera, su cuerpo estaba en la Recoleta Franciscana en un cajón casi tapado por las flores y por pequeñas banderas de papel del arcoíris homosexual (a Pedro no le gustaba la palabra «gay»); acompañado por un mar de gente y rodeado de miles de flores: de ramos, de coronas con leyendas identificatorias de varias instancias del Partido Comunista, de rosas rojas, de claveles rojos, de margaritas blancas; de mensajes; de letreros y, a un extremo, fotos suyas, rozando sus altos tacones de charol rojo. Mientras, detrás, casi en el altar, se proyectaban grandes imágenes suyas.
No era fácil entrar entre los centenares de personas que llegaban. Tuve que hacerle el quite a bailarines de una «diablada», siguiendo el ritmo y zigzagueando entre voluminosas polleras. Yo diría que era una «diablada», pero no la encuentro en Google, donde puede seguirse buena parte de la trayectoria de Pedro Lemebel, con escritos, grabaciones, fotos y películas (¡y las del velorio y del entierro son, particularmente, emocionantes!).
Yo diría que era un grupo de bailes nortinos y no la numerosa comparsa Chinchintirapié que, más tarde, a voz en cuello, y dirigiéndose al féretro, tocaban y bailaban y cantaban, decididos y animosos: «¡Qué vacío hay en mi alma / qué amargura en mi existir/ Siento que me haces falta / yo no sé vivir sin ti!», y esa parte de «Pedacito de mi vida» parecía creada en ese momento, y para Pedro yacente. Y no había nada de tristeza en esa despedida con cumbia (lo que debe ser muy bueno, de seguro). Y si, por casualidad, había una pausa, retumbaban gritos de «compañero Pedro Lemebel, ¡presente! / ¡ahora y siempre!». Y la gente seguía llegando y ya oscurecía, pero la iglesia estaría abierta hasta las veinticuatro horas: ¡de nuevo, Pedro / por Pedro (se) pasaban a llevar las reglas!
Y si me gustó esa coexistencia del mundo comunista y el mundo homosexual en un entorno católico, confieso que a mí, con mi pena, me chocó tanto jolgorio, tanta estridencia, tanto alborozo. Porque Pedro Lemebel ya no estaba y no estaría más. No estaría más su inteligencia, su sensibilidad, su creatividad. No estaría más su negativa a olvidar (¿seré muy drástica al estimar que junto a José Ángel Cuevas y Ariel Dorfman son de los pocos escritores que no pierden nunca la oportunidad para traer a la memoria el golpe de Estado y a sus ejecutores?). No estaría más su incansable consecuencia (política y social): Pedro se enorgullecía de sus orígenes, que nunca negó ni nunca, tampoco, se vistió de arribista; a riesgo de censuras y repudios, se hizo voz de muchos en su lucha por imponer reconocimiento y tolerancia a su identidad sexual; ni rompió con sus ideas, a pesar de la beatería de izquierda y su rechazo a las diferencias (volver a leer su «Manifiesto» muestra un sectarismo vergonzante: esperemos que ya esté vencido y haya quedado en el pasado, nenes). No estaría más su curiosidad y talento para descubrir y dar a conocer, para rescatar y activar la memoria. No estaría más su afán político ni su valentía para mostrarse, para luchar y para jugar con fuego, metafórica y literalmente (por lo demás, como se vio, este elemento aparece en varias de sus obras visuales). De improviso, creí reconocer su voz: era una grabación, leía una de sus crónicas y acalló el bullicio. Oyéndola, me di cuenta de que Pedro Lemebel permanecía –y permanecerá– en su escritura y a ella podemos regresar cuando queramos: «Y por un momento se confundió duelo con alegría, tristeza y carnaval...» (uso una de sus frases). Entonces, de improviso, entendí que ese era un velorio de todo su gusto, que debía tenerlo muy contento, y que –como hizo notar el poeta y narrador Alejandro Zambra– solo faltaba Pedro Lemebel para contarlo y escribirlo.
Santiago de Chile, enero-marzo de 2018