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Chile mar y cueca (o "arréglate, Juana Rosa")

Pedro Lemebel

 



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Apenas calentándose la atmósfera del freezer invernal, recién dejado atrás el mortífero agosto que pasó arrastrando el poncho sobre el terror de los viejos, la primavera se nos viene encima con otro septiembre cuajado de chilenidad cocoroca, que serpentea el aire con resplandores de aromos y nubes rosadas de ciruelos.

Una chilenidad chorreada en almíbar de abejas, que se etiqueta como "dulce patria" o mermelada nacional. Como ese algodón de azúcar que los niños comen en el parque O'Higgins, que se pega a los dedos y la cara con la tierra suelta del zapateo milico de la parada. O el sudor de la gorda que aliña el pino de las empanadas con la charcha suelta del antebrazo, mientras limpia los mocos de la guagua que se raja llorando al compás de la huifa y la payasá. Más bien del merengue y la salsa que reemplazaron el aburrido baile nacional, que ya no es un baile, sino una matemática coreográfica para la televisión. Una aeróbica encuecada que multiplica en rodeos y acosos el gesto macho de la dominancia sobre la mujer.

La cueca es una danza que escenifica la conquista española del huaso amariconado en su trajecito flamenco. Un traje dos piezas, lleno de botones, que hace juego con las botas de flecos y taco mariposa. El huaso de latifundio que se apituca coqueto con la chaqueta a la cintura para mostrar el culito. Un quinchero que corretea la china hasta el gallinero. Y la china es la empleada doméstica que dejó sus trenzas en la noche de Temuco. La china es la nana como le dicen los ricos a la niña de mano, para no decirle "arréglate, Juana Rosa, que te llegó invitación". Le dicen niña de servicio porque el Dieciocho tendrá que atender a tanta visita y no la dejarán ponerse el carmín y juntarse con su prenda, para dar una vuelta por las ramadas del parque. A lo más, una empanada rancia que va a masticar sola en su minúscula pieza, acariciando las flores chillonas de su pollera de lycra y el chaleco blanco y los zapatos con tacos que alargarían sus piernas rechonchas. Su candor morocho de dieciocho años, que éste y todos los dieciochos patrios se pudrirán en la misma servidumbre.

Así, las fiestas nacionales arremeten con su algarabía de piñata multicolor. Así, los fonderos arriesgan las chauchas en un negocio que a veces se hace agua con la lluvia que arrastra en su corriente los remolinos dorados, los volantines chinos, los sombreros mexicanos de cartón y las banderitas plásticas, que se destiñen como las ganancias esperadas en la apuesta de septiembre.

Aun así, entre el barro y la sonajera de parlantes" que chicharrean con gárgaras de agua, mientras más llueve, más se toma. En realidad, un salud no tiene excusa y entre deprimirse pensando que se es un obrero con sueldo mísero, que ni siquiera se puede compartir el Dieciocho con la pierna, la Juana Rosa que se quedó trabajando, limpiándole el vómito a los patrones. La Juana Rosa que debe estar tan sola en la jaula de su pieza, con su corazón entumido de pájaro sureño, mientras Chile se desraja carreteando. Y entre eructos de cebolla y el fudre vinagre de las pipas de chicha con naranja, seguimos chupando hasta morir. Más bien, hasta olvidarse de la chilenidad y su manoseo oportunista. Olvidarse del cacho de chicha compartido que une en una baba tricolor, la risa del Presidente con la mueca irónica del Capitán General.

Se toma para olvidar otros septiembres de pesadilla, otras cuecas a pata pelá sobre los vidrios esparcidos de la ventana quebrada por un yatagán. En fin, se sigue anestesiando el recuerdo con la bebida, hasta que los cuerpos que se cimbrean en la pista con el "muévelo, muévelo", se confunden en el vidrio empañado del alcohol. Y de tanto ver tetas y caderas en el aserrín del ruedo, el cuerpo pide un meneo. No importa cómo se baile, solamente entrar en la marea mareada del dancing popular. Participar en la fiesta de la ramada rasca que se va llenando de mirones, como su vejiga a punto de reventar si no desagua. Y entre permiso y permisito, sale a la intemperie fría de la madrugada y detrás del entablado de las fondas, suelta el chorro espumante que hace coro junto a la hilera de pirulas hinchadas de tanto festejo. Y a su lado alguien, al parecer un jovencito le pregunta: "¿Se la sacudo?" Y él está tan solo y amargado este Dieciocho que no lo piensa y le hace un guiño afirmativo con la cabeza. Y el jovencito se cuelga de la tula como ternero mamón, le provoca una ola de ternura que lo hace acariciarle las crenchas tiesas del pelo, despeinándolo, en un arrebato eyaculativo que murmura: Toma, Chilito, cómetelo, es todo tuyo."

Y mientras zumba la cumbia y el acordeón guarachea el "mira como va negrito", y los pitos apresurados se fuman en un deslizamiento de brasa que ilumina fugaz las caras de los péndex, él cae rodando por la elipse del parque en un revoltijo de guaripolas, anticuchos, cornetas y pósters del Papa, la Verónica Castro, el Colo Colo, Santa Teresa y cuánto santo canonizado por el tráfico mercante de la cuneta. Y allí queda tirado en el pasto, con el marrueco abierto que deja ver la tula plegada como una serpentina ebria. Sin un peso, porque el duende libador le afanó todo el sueldo como pago de sus servicios.

Estas fiestas son así, un marasmo efervescente que colectiviza el deseo de pertenencia al territorio. Ser al menos un pelo de la cola del huemul embalsamado. O la puntita de la estrella, cualquier cosa que huela a Chile para sentirse tranquilo y comerse la piltrafa de asado que humea rara vez al año en los patios de las poblaciones. Para estas fechas, estucan de color el semblante tísico de sus fachadas y adornan con guirnaldas el jolgorio polvoriento de los pasajes.

Un permiso de felicidad para la plebe, que flamea en los trapos mal cortados de sus banderas. Como si en ese descuadre geométrico, la proporción del rojo proletario amoratara el fino azul inalcanzable. Como si la misma ebullición púrpura emigrara al blanco, rozándolo en un rosa violento. Un ludismo que transforma los colores puros del pabellón en tornasol manchado por el orín de las murallas.

Pareciera que la misma orfandad social se burlara de esta identidad impuesta, contagiada por tricomonas oficiales. Como si el Estado tratara inútilmente de reflotar en estos carnavales patrios la voz de una identidad perdida entre las caseteras Aiwa que cantan en la esquina con lirismo rockero, ronquera de arrabal o llanto mexicano.

Una supuesta identidad borracha que trata de sujetarse del soporte frágil, de los símbolos, que a estas alturas del siglo se importan desde Japón, como adornos de un cumpleaños patrio que sólo brillan fugazmente los días permitidos. Y una vez pasada la euforia, el mismo sol de septiembre empalidece su fulgor, retornando al habitante al tránsito de suelas desclavadas, que un poco más tristes, hacen el camino de regreso a su rutina laboral.



 

 


 

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