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Para travestirte mejor: Pedro Lemebel y las lecturas políticas desde los márgenes
Por Efraín Barradas [*]
Iberoamericana, Vol. 9, Núm. 33 (2009)
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Resumen: El escritor chileno Pedro Lemebel se ha convertido en uno de los mejores cultivadores de la crónica en América Latina. Sus libros, escritos todos desde una abierta perspectiva gay y de izquierda, retratan, a veces de manera indirecta, los problemas de su país. En un temprano texto, “Tarántulas en el pelo”, Lemebel explora el problema racial latinoamericano y vuelve a la polémica decimonónica del tema (Sarmiento versus Martí) a través de un aparentemente cómico e insignificante incidente entre un peluquero gay y su cliente, una mujer que representa la nueva burguesía chilena.
Palabras clave: Pedro Lemebel; Crónica; Literatura gay; Racismo; Chile; Siglos XX-XXI.
Abstract: The Chilean author Pedro Lemebel has become one of the best writers of crónicas in Latin America. His books, written always from an openly gay and leftist point of view, portray, sometimes in an indirect fashion, his country’s problems. In an early piece, “Tarántulas en el pelo”, Lemebel explores the Latin American racial problem and returns to the 19th century polemic on the subject (Sarmiento versus Martí) through an apparently funny and insignificant incident between a gay hairdresser and his client, a woman who represents the new Chilean bourgeoisie.
Key Words: Pedro Lemebel; Chronicle; Gay Literature; Racism; Chile; 20th-21st Centuries.
A Eliana Ortega, .. . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . ..
quien nos enseñó a coger La sartén por el mango
1. Para desmontar al héroe
En 1973, tras el golpe de estado del general Pinochet, Juan Domingo Dávila, un pintor chileno que entonces tenía unos 27 años, salió de su país hacia Argentina y de ahí a Australia donde ha vivido desde entonces. Dávila, ahora ciudadano australiano, ha adoptado una doble personalidad artística: es un pintor incluido en el canon de su país de adopción, sin dejar de ser pintor chileno. Su obra se exhibe y se lee dentro de esos dos contextos culturales que, en la mayoría de las ocasiones, parecen excluirse mutuamente.
Eso se vio claramente en 1994 cuando, por invitación del Fondo de Desarrollo de la Cultura y las Artes (Fondart), institución patrocinada por el Ministerio de Educación de Chile y fundada en 1988, durante la dictadura militar, Dávila regresó a Chile con la propuesta de exhibir allí una pieza, El Libertador Simón Bolívar, un óleo sobre tela, sobre metal. Como parte del proyecto, el pintor hizo circular postales con la imagen de la obra. Para ésta el artista partía de la figura tradicional de una estatua ecuestre de Bolívar, pero reducida la tridimensionalidad de la escultura a la bidimensionalidad de la pintura. Se mantenía el material original de la estatua, el metal, para así recordarnos sus orígenes como monumento heroico. Este achatamiento de la estatua que se convierte en pintura no deja de tener sesgos de desacralización. Pero Dávila va más allá: en su obra cubre el metal con lienzo, transformando así más el monumento escultórico en pintura, y, para hacer más evidente la transformación de lo que usualmente es la forma artística que se emplea para honrar a los héroes nacionales y a los padres de la patria, la estatua ecuestre, pinta el caballo en áreas rectangulares de colores elementales que citan a Mondrian, pintor que más que muchos otros, representa el triunfo de la pintura que se declara a sí misma sólo eso, pintura. Pero eso es así si miramos al caballo solamente. Una mirada a la figura del Libertador hace evidente que Dávila no creó una obra de arte que meramente comentaba el uso de conmemoración patriótica que le hemos dado a la escultura. La figura de Bolívar aparece claramente transformada, o más exactamente, el Libertador aparece con senos, rasgos aindiados y maquillado. Aquí Bolívar se convierte en un travesti mestizo.
El escándalo que provocó la circulación de la postal no se hizo esperar. Las cancillerías de Venezuela, Colombia y Ecuador presentaron protestas diplomáticas al Gobierno chileno. Éste se excusó públicamente por boca del ministro de Relaciones Exteriores; el senador Gabriel Valdés, presidente del Senado chileno, encabezó la protesta interna. Otros cuestionaban la sabiduría política de la decisión de exhibir esta pieza en ese momento de transición en Chile. La Revista de Crítica Cultural, dirigida por Nellie Richard, dedicó gran espacio a la discusión del hecho provocador; el escándalo llegó a las páginas de periódicos de todo el mundo. El Los Angeles Times del 18 de diciembre de 1994, por ejemplo, trae una noticia sobre la pieza de Dávila, que entonces se exhibía en Londres: “Simón Bolívar Still Stirs Passion 164 Years Later”, dice un titular del periódico californiano. Las revistas de arte de Estados Unidos y Europa comparaban el escándalo y la censura con otros dos del mismo momento, la exposición de fotos de Robert Mapplethorpe y la condena a muerte de Salman Rushdie.
¿Por qué recordar este incidente que muchos ya han olvidado tras los cambios políticos ocurridos en Chile? Lo traigo a colación porque no es un escándalo sin importancia; no es una broma planeada por un pintor sin importancia que trata de epatar a la burguesía chilena y la hispanoamericana que todavía venera, más que respeta, a los padres de la patria. Obviamente algo de escándalo había en todo el incidente. Pero Dávila no quería afirmar que el benemérito Libertador tuviera el hábito de vestirse con la ropa de mujer. El pintor sí nos quería hacer pensar sobre nuestra costumbre o, mejor, nuestra necesidad de venerar a los fundadores de nuestras patrias y de unir a esa veneración un machismo que se confunde con nacionalismo y patriotismo. Dávila quería que nos cuestionáramos unas ideas básicas que damos por indiscutibles, por naturales: la nación la crearon hombres heterosexuales, ejemplares en su moral, y en ese mítico mundo no caben sino hombres heterosexuales de intachable conducta sexual.
Pero Juan Dávila no es el único artista hispanoamericano que nos hace el mismo planteamiento. En muchos países de Hispanoamérica aparecen, más o menos para el mismo momento, otros pintores y escritores que escandalizan a su público con ataques parecidos que tratan de socavar los mitos fundacionales de sus países. En México, en Cuba, en Puerto Rico, en Argentina encontramos casos parecidos. Y no creo que lo que hallamos pueda o deba descartarse de inmediato como una pataleta de jóvenes artistas inconformes que tratan de llamar la atención. Las obras de estos artistas son cuestionamientos válidos que muchas veces usan el humor, la agresividad sexual y la aparente desacralización para hacer que nos replanteemos nuestros presupuestos ideológicos sobre esos mitos fundacionales de la patria.
Me interesa prestarle atención a uno de esos escandalosos artistas homosexuales, a Pedro Lemebel, otro chileno que ha cuestionado “la mitología blanca de la modernidad heterosexual, patriarcal y católica”, como establece Fernando A. Blanco (2007: 93). [1]
2. Curarse en salud
En La esquina es mi corazón. Crónica urbana (1995), su primer libro de crónicas, descubrimos a un escritor que atrae por sus arriesgados planteamientos sobre la sociedad chilena, sobre todo los que postulaba acerca de la relación entre la represión fascista y la machista, y por su innovador empleo de un estilo que me atrevo a llamar, como lo hace Soledad Bianchi (1991), neobarroco o neobarroso. Advierto, además, que centro mi atención sólo en un breve texto de Lemebel aparecido en ese primer libro de crónicas, una crónica aparentemente desorganizada y efímera, titulada “Tarántulas en el pelo” (Lemebel 1995: 53-56); creo que ésta puede servir de aleph para entender la totalidad de su obra. Propongo, pues, una lectura detenida de este texto porque, como ocurre con muchos escritos por autores gays desde una estética camp, detrás de su desfachatez agresiva y su aparente desarreglo, detrás de su frivolidad descartable y de su provocación verbal, bajo su jugueteo sexual y tras la estilización neobarroca, se esconde una profunda lección moral y política de relevancia más allá de su contexto nacional y sobrepasa los límites de la propuesta de estudio de la contracultura gay hispanoamericana. Como señala Francine Masiello, esto ocurre con frecuencia en la obra de Lemebel quien “uses the trivial episode, a miniature scene of conflict within the scope of a single social class, in order to reach for the places that elite culture rarely touches” (2001: 195). “Tarántulas en el pelo”, creo, es un ejemplo de este tipo de crónica, y esconde mucho más de lo que una lectura superficial revela. Sólo hay que tener uno de sus tres libros de crónicas en la mano un instante para darse cuenta que Pedro Lemebel desafía a sus lectores aun antes de que éstos comiencen su lectura. Los libros de crónicas traen como portada fotos del autor en una especie de travestismo creativo. [2] Con estas imágenes Lemebel les da la bienvenida a sus lectores desde la portada de sus libros y les advierte que se adentran en tierra agreste y peligrosa.
La lectura de las crónicas confirma esa agresividad contestataria en la que se combinan muy originalmente un agudo sentido del humor con una ingeniosa amalgama de referencias a la vida chilena, a los cánones de la cultura popular latinoamericana y a referencias pertinentes de la española y estadounidense. [3] De inmediato descubrimos que todas las crónicas de Lemebel están enmarcadas en el contexto urbano chileno, “la modernidad periférica santiaguina” (Blanco 2004: 60), pero que éste se observa desde la perspectiva de un homosexual o, mejor, una loca proletaria. Lemebel escudriña su mundo con los “refulgentes ojos que da pánico soñar” (Blanco 1981: 185), los mismos ojos de las locas chilangas proletarias de la crónica del mexicano José Joaquín Blanco, texto ya clásico en la contracultura gay hispanoamericana y que el chileno usa como epígrafe para una sección de uno de sus libros.
Y es que la división de clase es índice central en los textos de Lemebel quien no sólo hace la disección de la sociedad chilena contemporánea desde su perspectiva homosexual sino que la desmiembra con observaciones críticas de tonos neomarxistas. Todas sus cró- nicas están estructuradas a partir de un “ellos” y un “nosotros”, de una “otredad” que es la clase burguesa, dominante y blanca frente a una clase obrera, oprimida y mestiza, cuando no indígena, con la que el autor se identifica plenamente. El pelo rubio (teñido o natural) y los ojos azules, o al menos claros, se convierten en sus textos en parámetros para definir a los “otros”. El autor se autodefine como mestizo, proletario y gay. Aunque estos tres rasgos son inseparables en él, pongo mi interés en el tercero de éstos porque, entre otras razones, es el menos estudiado en nuestra cultura. Pero de inmediato hay que aclarar que ese posicionamiento gay no presupone una actitud de timidez o disculpa frente a los grupos dominantes, sean raciales, sociales o sexuales ya que, como apunta Roberto Zurbano, Lemebel se acerca a sus temas con “inusual desenfado y desde una visión crítica donde la condición homosexual, pobre, india y oprimida no se victimiza, sino que es vindicada y simultáneamente analizada en una voluntad de autorreflexión crítica también muy poco usual en nuestra cínica contemporaneidad” (2007: 105). Es la complejidad de su punto de vista lo que le permite su acercamiento gay, crítico y autocrítico.
El posicionamiento gay de Lemebel es abierto y agresivo y, como ya he señalado, está marcado por su clase y por su etnicidad. Lemebel adopta en sus crónicas una actitud que usualmente los gays sólo usamos entre nosotros, en el contexto cerrados de nuestra contracultura, en bares de clientela exclusivamente entendida, en conversaciones íntimas, en testimonios privados. Para decirlo directamente, Lemebel se posiciona ante la sociedad chilena y ante toda su problemática con la actitud típica de la “loca mala”. [4] ¿Qué es una “loca mala”? Es difícil definir, aunque fácil de ejemplificar. Es que en la contracultura gay sólo comenzamos a definir nuestro mundo, a limitar nuestras fronteras. [5] Sólo para facilitar el trabajo, diremos que “la loca mala” es un homosexual que asume su identidad sexual como rasgo esencial de su persona y que reta a la sociedad que lo oprime con esa autodefinición que contradice los principios heterosexuales que se adoptan como normativos y hasta naturales. Contrario a la cara de víctima pasiva que se nos quiere imponer desde fuera, cara que no deja de tener un firme pie en la realidad cotidiana, el gay, en el mundo privado de su comunidad, se complace en adoptar la pose de un ser malvado que se deleita en la ironía y en el ataque verbal a los otros, especialmente a los otros gays. Para la “loca mala” el ataque es una forma de autoafirmación; sólo así se pueden entender los crueles apodos que Lemebel le da a los homosexuales enfermos de sida en Loco afán: crónicas de sidario (1996). La “loca mala” puebla abundantemente la intimidad del intramundo gay hispanoamericano. Quizás para crear un contrapunto y un contrapeso a la imagen de víctima débil, la loca se autodeclara mala y fuerte.
3. La loca mala
Lemebel adopta para sí y para muchos de los homosexuales que pueblan sus textos esa imagen de loca mala. [6] Por ejemplo, la figura central de “Tarántulas en el pelo” es un peluquero que se venga del mundo heterosexual dominante a través de sus creaciones peluqueriles que impone físicamente, más que estéticamente, a sus clientas:
Detrás de la imagen de mujer famosa, casi siempre existe un modisto, maquillador o peluquero que le arma la facha y el garbo para enfrentar las cámaras. Una complicidad que invierte el travestismo, al travestir a la mujer con la exuberancia coliza negada socialmente (1995: 53). [7]
La mujer burguesa, la nueva mujer poderosa de la sociedad neoliberal chilena, crea un sentido de dependencia con la loca que la viste, la maquilla o la peina. Esta mujer se sabe su víctima pero no logra romper con la subordinación al dictamen tiránico de la loca:
Y ella, aunque se jura no volver a caer en la seducción del halago coliza y no entrar jamás en esos salones plateados y negros con cafecito y pecera con dulces y espejos y gomeros plástico; sabe que volverá el mes próximo a cortarse las puntas solamente. Sabe que sucumbirá en esa danza de manos de tarántulas sobre su cabeza, porque la loca la escucha o hace que la escucha, da lo mismo, total ella no tiene a nadie a quien contarle sus secretos, sus escapadas con un amante joven que la hace bramar de gusto cuando el fósil de su marido no está (54).
Entre estas mujeres poderosas y la loca peluquera se establecen paralelismos; se crea una dependencia, hasta una relación simbiótica. Por ello el peluquero también se confiesa con la señora y le cuenta sus relaciones con el chico, con el “péndex”:
El peluquero es su confidente y a veces también le cuenta que él se pega sus relinchos. Aquí mismo, en el baño de la peluquería mi linda, aunque usted no lo crea. Que un corte para un chico que se va al servicio militar y no tiene plata, que yo le digo que todo se paga de alguna forma y después de pensarlo el chico se acomoda frente al espejo y se entrega al revoloteo de arañas que juegan con sus mechones rebeldes. El péndex deja que los dedos le masajen el cráneo, la nuca y el cuello. Arácnidos de patas velludas que se descuelgan por finas telas hasta los hombros y más abajo soltando los ojales de la camisa. Manos felpudas que se camuflan en la selva del tórax, dedos peluches que siguen bajando la liana hasta el cráter del ombligo. Pero antes de atrapar el gusano erecto, el péndex reacciona y le quita las manos, le dice que se chante. Primero córtame el pelo y después te hago feliz tocando la corneta (54).
Vale comentar varias imágenes de este pasaje. Las manos del peluquero son arañas –las tarántulas del título–, imagen que queda tradicionalmente unida a la maldad. Pero aquí estas arañas son velludas. Más que incrementar la maldad de las arañas, los vellos nos recuerdan que, a pesar de lo que se pueda pensar, a pesar del paralelismo con la señora, éstas son manos de varón. [8] En definitiva, la loca es mala, como las arañas, pero a pesar de su mariconería y por ella misma, es varón, lo que le atribuye mayor equívoco a su carácter en el contexto de la sociedad machista, al que muchas veces la misma loca responde y hasta acata. Segundo: en el pasaje se establece desde principio una identificación entre la mujer poderosa y el peluquero (si a ella “un amante joven [...] la hace bramar”, “él también se pega sus relinchos”) ya que ambos se relacionan sexualmente con los hombres, con los machos. Pero lo curioso es que tanto la mujer como la loca los vencen de alguna forma: la mujer traiciona a su marido con el amante joven, mientras que la loca parece hacer que el “péndex” acepte una inversión de roles: “Primero córtame el pelo y después te hago feliz tocando la corneta”, dice éste. La frase es ambigua y no deja claro cómo se concreta la relación entre el peluquero y el chico. Recuérdese que el término que la loca usa para referirse al macho tiene sus orígenes en la palabra pendejo, vocablo que combina el desprecio que se siente por la persona para la cual se emplea, y a la vez una especie de afección, de cariño que se expresa hasta en la especie de diminutivo cómico que forma el término.
Para estudiar más detalladamente la relación entre la loca y el “péndex” habría que detenerse en otras reveladoras crónicas de Lemebel. Por ejemplo, en una incluida en De perlas y cicatrices. Crónicas radiales, “Solos en la madrugada (o “el pequeño delincuente que soñaba ser feliz”)”, crónica donde Lemebel narra su encuentro con un chico ex carcelario que intentaba asaltar a punta de cuchilla pero quien, al reconocer su voz, la voz que oía por la radio en la prisión (recuérdese el subtítulo de este libro explicativo, Crónicas radiales), cambia de planes y protege al protagonista-narrador en el peligroso trayecto a su casa por las calles del barrio proletario de Santiago. Al final la crónica concluye:
Ya estamos llegando, suspiré, así que déjame aquí no más, le alcancé a decir antes de estrechar su mano y verlo caminar hacia la esquina donde giró la cabeza para verme por última vez, antes de doblar, antes que la madrugada fría se lo tragara en el fichaje iluminado de esta ciudad, también cárcel, igual de injusta y sin salida para este pájaro prófugo que dulcificó mi noche con el zarpazo del amor (1996b: 149).
Pero si volvemos al pasaje antes citado de “Tarántulas en el pelo” vemos que en este caso el “péndex” es “un chico que se va al servicio militar y no tiene plata”. En otra reveladora crónica, “La iniciación de los conscriptos (O la patriótica hospitalidad homosexual)”, recogida en Zanjón de la Aguada (2003), Lemebel trata directamente la relación entre el homosexual y un joven proletario que se ve obligado a servir en el ejército. La crónica presenta la relación de ternura entre estos dos hombres que se pueden ver como opuestos en la construcción de la sexualidad en las sociedades hispanoamericanas. Más aún, dadas las posiciones políticas de Lemebel sorprende el trato que reciben estos jóvenes militares quienes nunca quedan identificados con los “pacos” ni los “milicos”, objetos de su odio político. Más que como muestra de contradicciones ideológicas, la imagen positiva de estos jóvenes en las crónicas de Lemebel tiene que verse como ejemplo de la complejidad de su visión de la sociedad chilena. Es evidente que en estas crónicas se presenta una complicada relación de miedo y atracción, de inferioridad y superioridad, de conveniente uso del uno y del otro entre el narrador-protagonista, la loca, y el macho. Este término que se usa para definirlo, el “péndex”, resume perfectamente bien el sentimiento aparentemente contradictorio de cariño y superioridad que la loca siente por éste. Recuérdese también que este término se puede emplear afectivamente para un niño, por quien se siente también cariño y en quien se reconoce, a la par, una cierta superioridad.
Como las citas demuestran, en “Tarántulas en el pelo” la loca se sale con la suya al seducir al macho que la hace relinchar. La mujer poderosa y la loca imponen su voluntad sobre el hombre, sea el marido viejo o el joven “péndex”. Pero esa relación entre la loca peluquera y la mujer poderosa no es una sencilla alianza frente al macho. Recordemos que en la mirada de Lemebel la clase es un componente privilegiado y siempre está presente. Por ello, así describe a su personaje:
[...] peluquero, que ahora bajo el neón no se llama Margot, sino que le dicen Juan Alfredo, José Pablo, Luis Alberto. Y le piden hora por teléfono: ministras, diputadas y primeras damas que embetuna complacido, agregándole a escondidas el detalle coliza de su firma (56).
Hay una diferencia social entre los mismos gays, diferencia que Lemebel irónicamente apunta de pasada: antes el peluquero, cuando trabajaba en un negocio de barrio, se llamaba Margot –o sea, Margot era su nombre o el que él mismo se daba– y ahora que ha subido de rango y trabaja en un salón de belleza de la alta burguesía le dicen Luis Alberto, Juan Alfredo, José Pablo, nombres que no son suyos. Además son nombres que en el contexto social chileno contemporáneo están marcados por una clase, la alta burguesía; un joven de la clase obrera se llamaría Pedro, Luis, Juan, Alfredo sin más, aunque no Margot. Pero hay que notar también que la lucha de clase se entabla entre el peluquero y la señora: éste la marca en secreto, a escondidas, con su firma gay, con su detalle coliza.
La relación entre la loca y la mujer heterosexual no es sencilla. Es una alianza y no la es; es una conexión ambigua y, quizás, temporera. Lemebel apunta en esta crónica que la loca es el “amante platónico” de la señora, es su “mater de manos peludas”, es “su Edipo homosexual” (53). Entre la loca y la señora se establecen paralelismos y hasta dependencias, como ya se ha apuntado. Pero, siempre, se mantiene la tensión y la lucha entre las dos. Y de esa lucha la loca parece salir ganadora:
Al final hasta la más fea sale a la calle con paso de Miss Universo, luciendo una cara prestada y una mezcla de estilos que confunden su biografía. Y camina toda almidonada mirándose de reojo en las vidrieras. Sin poder asumirse con ese alero de chasquilla o reírse de ella misma, porque al menor gesto la máscara Angel Face se le cae a pedazos. Y no mira a nadie sintiéndose como un travesti en el Vaticano, pensando que la ciudad entera se ríe de ella, sobre todo el cola que le aforró feroz palo de cuenta, sumando el nombre francés de los productos usados y que ella está segura los compra en el mercado persa, o donde los chinos que reproducen hasta el vértigo del Empire State (53-54).
La relación entre loca y señora es, pues, compleja, y en la misma domina la venganza de la clase pobre contra la rica. Más aun, la victoria del peluquero no es sólo sobre la señora burguesa a quien convierte en lo que quiere sino sobre la sociedad entera:
Como si de esta forma, deslizara una venganza por el enclaustramiento que los somete a este tipo de oficios decorativos. Labores manuales, que por sobre la opinión personal o frivolidad de loca, los encarcela en las peluquerías por negación a la educación superior. Profesiones que están signadas de antemano, en el lugar que el sistema les otorga para agruparlos en un oficio controlado sin el riesgo de su contaminación. Aun así, las manos tarántulas de las locas tejen la cara pública de la estructura que las reprime, traicionando el gesto puritano con el rictus burlesco que parpadea nostálgico en el caleidoscopio de los espejos (56).
La sociedad creía castigar a la loca encerrándola en su peluquería o en cualquier otro lugar que la limite, la aísle, la restrinja. Pero la sociedad no pensaba que la loca iba a convertir su cárcel en su reino y en una sutil forma de venganza. La loca mala vence o invierte en lo posible los roles.
4. Con Sarmiento hemos topado, una vez más
Si la crónica de Lemebel se redujera a exponer esta compleja relación entre la señora burguesa y la loca mala ya sería de mucho mérito porque es un texto que se atreve a comentar una situación que no se ha tratado en nuestra cultura, cultura que sólo recientemente comienza a explorar la temática gay de manera abierta y positiva. Pero el texto de Lemebel va aún más allá al convertir la relación entre la señora y la loca en imagen de un problema central a la cultura hispanoamericana: el racismo.
En la crónica la loca tiene plena conciencia de su rol como creador de la faz del poder. Por ello, describe su rutina semanal y recalca la creación de esas caras poderosas que va creando:
Entonces el negocio del pelo es pura pantalla mi linda, nada más que pagar cuentas, surtir el stock y comprarse pilchas para ir de sábado en sábado a la disco. El resto de la semana correr de cabeza en cabeza, atender a una rubia y recomendarle el casco dorado con flequillo a lo Lady D, garantizándole una corona o banda presidencial, porque su ángulo perfilado o el contorno ario de su barbilla y las celestiales pupilas refrigeradas a lo Tercer Reich y todo eso preciosa, la facha elegante y semi masculina para imponer respeto (54-55).
La relación entre imagen y poder es clara pero no es nada innovadora; no es un descubrimiento mayor por parte del cronista. Sólo que aquí, entre otras cosas, viene a evidenciar uno de los componentes de la dicotomía que estructura la mirada social de Lemebel: la división de clase y la racial, que en Chile, como en tantos otros países hispanoamericanos, se hacen compañía.
Pero Lemebel va más allá de la mera formulación de esa elemental identificación entre clase y raza, entre el poder y su imagen. En el fondo de esta crónica, propongo, hay una relectura del viejo problema de raza e identidad nacional al que se enfrentaron los pensadores hispanoamericanos del siglo XIX. Por ello el problema no es de maquillaje sino de esencias:
Entonces la señora luce como una medusa sidosa, raleada por el deseo de iluminar de rayos su vejez. Porque ella quiere ser rubia, blanquear el cochambre oscuro de su cara con el tono castaño miel que le recomienda el peluquero [...] (55).
De manera indirecta, Lemebel vuelve a plantear la crítica que se le ha hecho a Sarmiento y a otros pensadores latinoamericanos del siglo XIX, quienes veían la incorporación de emigrantes europeos a nuestras sociedades mestizas como la solución a todos nuestros problemas. La señora de la crónica de Lemebel quiere ser rubia, quiere blanquear su piel oscura. Como Sarmiento, aunque escondido aquí bajo el juego del maquillaje, la señora establece una relación directa entre raza, civilización y poder. Como tantas otras veces en los textos de Lemebel, aquí la solución no se ofrece a través de la selección de uno de los dos polos que forman el binomio al que parece reducirse la realidad. La posibilidad de ser rubia artificialmente o naturalmente morena es, en primer lugar, una referencia directa al problema de la identidad nacional y el racismo, pero se deshace como oferta de posibles soluciones cuando el peluquero, con voz de loca mala, introduce un elemento que desinfla, sin confrontación, las aspiraciones de la señora que quiere ser rubia. El peluquero, quien asume por momentos la voz autorial en el texto, interviene:
Porque ella quiere ser rubia, blanquear el cochambre oscuro de su cara con el tono casta- ño miel que le recomienda el peluquero, así mi linda su “tostado natural” se verá más luminoso. Como Celia Cruz ¿te ubicas? (55).
Aquí, como en tantos pasajes de sus crónicas, la voz autorial comparte su poder con otras voces narradoras –el peluquero, el “péndex”, las clientas– y, al así hacerlo, destruye la posibilidad de hablar de una autoridad firme dentro del texto. La crónica de Lemebel, parienta cercana de la narrativa, se distancia en este sentido del ensayismo tradicional donde la voz del autor impone claramente su opinión. Dado que la voz del peluquero es la de la loca mala, voz que también adopta Lemebel, la alusión al “tostado natural” y a Celia Cruz demuestran que se burlan de la señora y de su intención de ser lo que no es. En ese sentido Lemebel se incorpora a los pensadores antisarmientistas que defendieron, como Martí, la aceptación de nuestra forma de ser “natural”. Lo que no quiere decir que Lemebel, con su “performance” travesti, defina lo natural hoy de la misma forma que lo hicieron los positivistas decimonónicos. [9] Aquí lo natural, como muchos otros conceptos empleados por Lemebel, es ambiguo. En ese sentido, como en tantos otros, Lemebel comparte el postulado camp de defensa de lo artificioso, lo no natural. [10] En este contexto de la crónica de Lemebel, se puede ser rubia o tener cualquier color de pelo que se quiera, pero no porque se quiera ser rubia sino porque se quiera dejar de ser lo que se es. Esa es parte de su conciencia camp pero también de su conciencia política y de su humor.
La crónica de Lemebel no juega con la transformación superficial y única de una persona –la señora que quiere ser rubia– sino que ve esa transformación cosmética e individual como el símbolo de un problema radical y colectivo:
Pareciera que la alquimia que trasmuta el barro latino en oro nórdico, anula el erial mestizo oxigenando las mechas tiesas de Latinoamérica. Como si en este aclarado se evaporaran por arte de magia las carencias económicas, los dolores de raza y clase que el indiaje blanqueado amortigua en el laboratorio de encubrimiento social de la peluquería, donde el coliza va coloreando su sueño cinematográfico en las ojeras grises de la utopía tercermundista (55).
Creo que esta cita esconde y resume las respuestas a la solución racista de Sarmiento dadas por Martí, Hostos y González Prada, entre otros. En este pasaje de Lemebel, de forma agresiva e irrespetuosamente gay, con el estilo contestatario de la loca mala, se vuelve al viejo problema de la raza y la identidad hispanoamericana. Como González Prada, quien frente a la prédica positivista de Hostos, rechazaba la educación como panacea al problema del indio, Lemebel establece que la raza sin clase es una solución falsa o, al menos, incompleta para los problemas del pueblo. En la cita de Lemebel también podemos ver su lectura de Galeano, lectura tan popular entre tantos jóvenes de sus años; Lemebel parece aludir por paráfrasis: “las mechas tiesas de Latinoamérica” resuena a Las venas abiertas de América Latina (1970). [11] Pero la alusión mayor aunque indirecta es a “Nuestra América” de Martí: el mestizo oxigenado del pasaje de Lemebel es el “criollo exótico” del ensayo martiano. Pero más que una mera o posible alusión martiana, el texto de Lemebel, como “Nuestra América”, es una defensa abierta y firme de nuestro mestizaje, de nuestra realidad sin maquillajes que intentan hacernos pasar por lo que no somos.
No creo, pues, que mis evocaciones a los padres del ensayismo hispanoamericano del siglo XIX al estudiar esta crónica urbana de Lemebel sea un acto descabellado ni irresponsable. Al contrario, se me hace evidente que este texto del autor chileno hay que verlo como una relectura de esos pensadores clásicos, pero no por pura coincidencia sino porque bajo esa capa de mundo frívolo, de espectáculo ligero, de hechura insustancial, de actitud vana e irrelevante de loca que se enfrenta a su sociedad –cara a cara, sin maquillaje ni travestismo creativo– hay una muy seria e importante lección de moral y política. La loca mala, el peluquero de la crónica, es relectora de Sarmiento, Hostos, González Prada y Martí, porque Lemebel sabe que el mundo kitsch de esa loca puede ser la base para una politización de lo camp y, de esta forma, una fuerte crítica a la sociedad desde los márgenes de ésta.
La estrategia de Lemebel, aunque no deja de recordar el caso de la escandalosa pintura de Bolívar de Juan Dávila, es mucho más indirecta, sutil y, quizás, más efectiva que la de éste. Pero ambos demuestran cómo los planteamientos hechos por los artistas gays latinoamericanos van mucho más allá de una mera reivindicación de los derechos humanos ya que presuponen una relectura y reinterpretación de toda nuestra cultura y nuestra historia. Sólo comenzamos a ver esas propuestas y a darnos cuenta de lo que esconden y presuponen. Hay que recordar que éstas son más que estrategias para sobrevivir. [12]
5. Coda tropical: con Lolita y La Doña en La Habana
En nuestros días de teoría y crítica literarias que parecen imponerse al texto y proponer lecturas del mismo que lo hacen irreconocible para un lector que se acerque al mismo desde una perspectiva ingenua, se podría decir que soy un lector que propone una lectura política de un texto que no quería ir más allá de un chiste, que hallo dimensiones sociales donde no las hay, en esta sencilla crónica sobre un peluquero chileno homosexual. [13] En nuestros días los estudiosos de la literatura nos posicionamos ante un problema central: las intenciones del autor. Para algunos, éstas son la única clave para entender el texto, mientras que para otros, como el “Autor” ha muerto, sus intenciones son sólo aportes del lector. Muchas veces recurrimos para intentar resolver este conflicto a entrevistas para determinar cuáles fueron las verdaderas intenciones del creador. Aunque no creo plenamente en este tipo de prueba, no puedo dejar de citar de una hecha a Lemebel. En ella éste cuenta un incidente que le ocurrió en Cuba:
Mientras formé parte del colectivo Las yeguas del Apocalipsis, con mi querido amigo Francisco Salas, fuimos invitados a la Bienal de Arte, en La Habana. Nos trataron como reinas, tal vez como nunca antes nos habían tratado en Chile. Así que solicitamos un vehículo para visitar el hospital del sida. En el camino nos travestimos de María Félix y Dolores del Río en visita de beneficencia. Y cuando llegamos, los médicos nos recibieron sin inmutarse por estas dos viejas vestidas de encajes negros y con el maquillaje goteando por los 40 grados de calor. Nos mostraron los parques, las fuentes de agua donde cantaban los picaflores, visitamos las casitas donde vivían los enfermos con sus parejas y nos sirvieron unos copones de helados mientras mirábamos pasear por los prados a las locas sidosas como papagayos con el pelo teñido a lo Celia Cruz (Güemes 2000). [14]
El periodista, tan sorprendido como muchos de nosotros ante la historia de estos travestis chilenos que visitan en La Habana comunista a locas enfermas de sida, le pregunta si no hay contradicciones en sus hechos; Lemebel es categórico en su respuesta:
[...] nunca he estado contra la revolución. Y es más, si tuviera que morir lejos de Chile, elegiría Cuba sin dudarlo: por su ternura, por su pueblo agredido pero digno, por su aliento tibio (Güemes 2000).
Estas palabras pueden parecer a primera instancia contradictorias: un militante gay, un travesti que defiende a un país en donde se dio una de las persecuciones más vergonzosas de los homosexuales en toda Hispanoamérica. Pero es que hay que recordar que Lemebel, como los homosexuales que leen políticamente a Hispanoamérica desde los márgenes, se da cuenta de la complejidad de su mundo y, por ello y contrario a lo que ocurre entre muchos gays norteamericanos y europeos, ve sus preferencias sexuales en un amplio contexto político. Es por ello mismo que no creo errado sugerir que hay que tomar en cuenta las ideas de escritores como Pedro Lemebel y artistas como Juan Dávila cuando se haga esa necesaria relectura de nuestro siglo XIX. Sobre Bolívar, sobre Sarmiento y sobre Martí mucho pueden decir desde sus márgenes estas locas malas porque habitan o construyen márgenes que no son refugios para marginados sino atalayas para locas malas desde donde pueden ver críticamente lo que otros aceptan como fijo, dado, incambiable.
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Notas
[*] Efraín Barradas es profesor de Literatura y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Florida. Es autor de varios libros sobre literatura y arte caribeños; el más reciente de éstos es Mente, mirada, mano: visiones y revisiones de la obra de Lorenzo Homar (2007). Actualmente trabaja en un estudio sobre la ideología nacionalista en los libros de cocina latinoamericanos del siglo XIX.
[1] Pedro Lemebel conoce directamente la obra de Juan Dávila, como atestigua en la entrevista que le hace Nelly Richard: “La obra de Juan Dávila siempre me pareció una obra alteradora. El rasurado pincel de aluminio de su pintura me produjo una verdadera conmoción. También la emotividad crispada de su personaje artístico” (Richard 2003: 53). En la misma entrevista Lemebel rememora sus excursiones junta a Dávila a los bares gay de Santiago. Esta conexión justifica, en más de un sentido, la comparación de la obra de los dos artistas chilenos y la exploración de los paralelismos en ellas, a pesar de la diferencia en carácter y medios.
[2] Vale la pena apuntar que algunas de las fotos de Lemebel son de Paz Errázuriz, fotógrafa chilena que junto a Claudia Donoso produjo un importante libro de imágenes, textos y testimonios de travestis en un prostíbulo en Chile: La manzana de Adán (Donoso/Errázuriz 1990). El interés por el tema del travesti y otros grupos marginados establece unas claras conexiones entre esta fotógrafa y nuestro autor.
[3] La más relevante de las alusiones a la cultura popular norteamericana en el caso de “Tarántulas en el pelo” es la referencia directa a la muñeca Barbie (53), referencia que alude a la imposición de patrones estéticos estadounidenses sobre los hispanoamericanos. Pero además hay una referencia indirecta a la película Edward Scissorhands (1990) de Tim Burton, que tiene quizás mayor interés en este contexto de lo camp. Lemebel sólo alude a “los dedos de tijeras” (53) del peluquero de su crónica, pero la referencia conecta la sensación de tragedia y cuento de hadas del filme de Burton con la encerrona social en que se presenta al personaje en esta crónica. Lemebel, quien asegura que sus lecturas no son mayormente bibliófilas sino fílmicas (Blanco/Gelpí 2004: 156), presenta una afinidad con el mundo de las películas de Burton, donde lo grotesco, la imaginación y la crítica a la clase media baja son elementos definitorios. Tomo como ejemplo especial esta breve referencia a la película de Burton porque sirve para conectar la obra del chileno con la estética camp y para ver cómo lo que parecen alusiones pasajeras en su texto tienen una relevancia mayor.
[4] Otro escritor hispanoamericano que adopta esa voz de “loca mala” es Manuel Ramos Otero (1948- 1990), aunque no lo hace con la consistencia de Lemebel. Esto se debió, probablemente, a que Ramos Otero no escribió crónicas. En algunos de sus cuentos esa voz predomina, como también ocurre en los pocos ensayos y cartas públicas que publicó.
[5] Hay que apuntar dos intentos de catalogación de las locas hispanoamericanas o, al menos, cubanas y puertorriqueñas, respectivamente. La loca del famoso cuento de Senel Paz, “El bosque, el lobo y el hombre nuevo” (1991), ofrece, desde una perspectiva humorista, un catálogo de locas. Desde un punto de vista más académico, el antropólogo boricua Rafael Ramírez en su libro Dime, capitán (1993) también ofrece una catalogación de los tipos de homosexuales en su país. Desde dos perspectivas muy distintas, estos intelectuales comienzan a hacer una labor necesaria que nos ayudará a entender la contracultura gay hispanoamericana.
[6] Lemebel no emplea el término que aquí se usa pero sí el mismo concepto. Al explicar cómo llega a escribir crónicas después de haber comenzado con cuentos dice: “Después esa gata se transformó en La Loca, se metamorfoseó desde el cuento a la crónica. Y allí está ahora sobre un par de tacos-agujas, acechante [...]” (Blanco/Gelpí 2004: 152). “La Loca”, con mayúsculas, es, obviamente, para Lemebel el equivalente de la “loca mala”.
[7] El adjetivo “coliza” se deriva de “cola”, que es equivalente a “loca” por metátesis, aunque probablemente este término no haya surgido, como algunos del lunfardo, por el cambio de posición de sonidos. Según Fernando Blanco “cola parece provenir de las palabras colipato” (Comunicación electrónica con el autor, 12-3-2000). “Coliza” es, pues, gay o conscientemente maricón. Como otros autores contestatarios, Lemebel emplea los términos insultantes que comúnmente se usan contra los homosexuales y los transforma en positivo. “Cola” y “coliza” parecen tener una carga afectiva y juguetona. (Agradezco a la colega Elena Águila, de Boston University, su ayuda con algunas expresiones chilenas de difícil comprensión para un lector caribeño. Aclaro que los textos de Lemebel, a pesar de su empleo de locuciones populares propias de su país, no causan problema mayor a un lector o una lectora no familiarizado/a con ellas. También agradezco a Fernando Blanco su ayuda con términos chilenos y, sobre todo, por sus textos iluminadores sobre Lemebel, textos que me han servido de apoyo.)
[8] La imagen de la mano como tarántula se repite en otro texto de Lemebel, “Chalaco amor (sinopsis de novela)”, incluido en Adiós, mariquita linda (2004). Aquí la tarántula es la mano del narrador, llamado Pedro, que se acerca al pene de uno de los personajes (128). Este texto, aunque tiene mucho de narrativa, como su subtítulo declara, se asemeja a las crónicas, género que fluctúa entre ésta y el ensayo.
[9] El concepto de lo natural en Lemebel no se puede entender de ninguna manera en términos decimonó- nicos. Esto se ve claramente en una reveladora crónica, “Marcia Alejandra de Antofagasta (Para ella, exijo las llaves de la ciudad)”, incluida en Zanjón de la Aguada (2003), donde se presenta el caso del primer transexual chileno. En este texto no sólo subyace el problema de definir “lo natural” en el mundo de los travestis y los transexuales (“[...] el otrora él se hizo ella por voluntad y valeroso desafío a la madre natura” [152-153]), sino el de establecer una definición del homosexual como ser que se asocia con el mundo de lo femenino pero quiere mantener su identidad como hombre y una problemática relación con el macho.
[10] En su seminal ensayo sobre el camp, Susan Sontag sentencia que este es apolítico. El ejemplo de Lemebel, donde esta sensibilidad queda politizada no sólo contradice la máxima de la primera definidora de lo camp, sino que puede apuntar a un hecho de gran importancia para el estudio de esta sensibilidad o categoría estética en Hispanoamérica: entre nosotros lo camp, como muchas otras categorías apolíticas en Europa y los Estados Unidos, se politiza. Quizás esa politización de lo que es apolítico entre europeos y estadounidenses sea nuestra contribución mayor al camp.
[11] No creo desacertado pensar que tras estas ideas de Lemebel está la lectura de otro texto que fue lectura obligada en un momento, aunque quizás anterior al de su formación; me refiero al Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar.
[12] La estrategia de Lemebel se puede ver muy claramente en una crónica de Zanjón de la Aguada, “Adiós al Che (O las mil maneras de despedir a un mito)”, donde Lemebel se enfrenta al machismo de Ernesto Guevara según se refleja en sus escritos y en sus acciones. Pero Lemebel, más que desacralizar al Che, como hace Dávila con Bolívar, lo cuestiona críticamente y termina transformándolo en una imagen no machista: “[...] esa noche despedimos a un mito, y le abrimos la puerta a otro Ernesto, más cercano, más frágil, que golpeó nuestro corazón tímidamente con un beso de bienvenida” (2003: 78). Como en otros momentos en su obra donde trata temas cubanos, Lemebel suaviza su crítica, tan dura cuando confronta la realidad chilena. Aunque aquí no deja de transformar al Che con ese beso de bienvenida, de todas formas, su estrategia trasgresora contrasta con la de Dávila.
[13] Plaza Atenas apunta al carácter críptico de los textos de Lemebel, textos que van “dando ciertos datos claves en medio de frases y oraciones cargadas y recargadas y que apenas remiten a un referente específico. El trabajo final de decodificar el mensaje es tarea del lector” (1999: 132). Esta explicación del carácter críptico de los textos de Lemebel que formula este crítico justifica mi función y mi propuesta de lectura de su texto.
[14] Hay cuatro crónicas incluidas en Adiós, mariquita linda en las que Lemebel desarrolla algunos de los incidentes que rememora en esta entrevista. La comparación de éstas con las declaraciones que le hace al periodista mexicano sobre su visita a La Habana y su relación con Cuba, y el proceso revolucionario sirven para recalcar el complejo carácter ecléctico de sus crónicas.
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