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Organzas, brocados, látex

Por Nadia Villafuerte
Publicado en http://confabulario.eluniversal.com.mx/


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La voz era ronca, parecía rasgarle la garganta, como cuando uno se levanta después de haberse zampado una botella de aguardiente que destruye las cuerdas vocales. Dijo: “Aquí me dormiré como la perra que soy”, y sus pestañas se movieron con la pesadez de un pavorreal. Pestañas saturadas de rímel. Le vi los poros, los hoyuelos barnizados de polvo bronceador, una cicatriz destruyendo la altivez de las cejas (alzadas gracias a los misterios del depilador y el lápiz), el fucsia de su bilé como una flor de plástico en los labios. Su alter ego, eso había dicho al principio, era color berenjena, un berenjena tenso. En nada se parecía al chico de uniforme verde militar que ella había sido cuando mi padre fue su maestro de español en la escuela secundaria. Lula me cortaba el cabello cuando continuó su relato: “Entonces me acurruqué en su puerta y lo esperé hasta que me abrió y me dejó entrar hasta su cama. Siempre se hace de rogar pero siempre quiere”.

Había sacado su nombre de alguna revista, su familia había dejado de hablarle cuando se travistió por completo, y a veces aún sentía vergüenza de que alguien de su pasado pudiera reconocer detrás del disfraz el brote de sus facciones masculinas. Le irritaban pero también le divertían los insultos en la calle, cuando recorría con su bolso de imitación y sus tacones El Pencil, esa calle llena de zopilotes merodeando la basura del Mercado San Juan, aunque por momentos algunas palmeras en el horizonte, plantadas en los jardines de las primeras residencias de Tuxtla Gutiérrez, hicieran imaginar Los Ángeles, aquellas avenidas anchas por donde mujeres como ella se paseaban preguntándose lo mismo (qué voy a hacer con mi vida) pero en un escenario menos hosco. Imaginaba, Lula, que aquellas mujeres podían irse al mar a suicidarse después de saber que el resultado del diagnóstico de VIH había dado positivo, o al  mall  a comprarse un jeans para lucir el último trabajo del bisturí, o al Paseo de la Fama para acuclillarse a la sombra de la gloria de otros, o a los guetos donde los proxenetas hablaban italiano, o al barrio chino en busca de una patrulla en cuyos espejos retrovisores pudieran arreglarse el maquillaje aunque las subieran después por algún delito relacionado con el desacato.

Lula murió, por cierto, de sida. Al menos murió por su gusto, escuché decir a mi padre, quien había dictado en su clase de español una clase sobre Oscar Wilde: seguramente aquellas lecturas debieron de descubrirles a no pocos muchachos otros mundos, otros cuerpos posibles.

Al menos murió por su gusto y no asesinado, fue lo que mi padre quiso decir cuando se refirió a su ex alumno, en alusión a aquella época que vivió el estado, una de las primeras manifestaciones homofóbicas en la historia de México, cuando durante el periodo del gobernador Patrocinio González Garrido se desató una cacería de homosexuales en Chiapas, a principios de los años noventa (no fue hasta 2007 cuando se detuve al presunto autor intelectual de la muerte de un periodista que, por cierto, investigaba por su cuenta las razones de aquellos crímenes).

Conocería yo a varios travestis más: maestros de baile, modistos que confeccionaban vestidos de noche, y peluqueras (las responsables de nuestro transformismo cuando hermana y amigas íbamos a alguna fiesta y parloteábamos todas bajo el calor de las enchinadoras de cabello, el olor del peróxido, de la laca fijadora y del esmalte). Aceptábamos con naturalidad los consejos de esas rara avis (mitad divinos y mitad mortales, a ratos diosas enamoradas de héroes mitológicos, cantando su arrebato y su pena en el Hades o en el inframundo, a ratos caricaturas o parodias de los clichés femeninos de ese gran catálogo iconográfico y kitsch que nos ha heredado el cine, la televisión, la prensa del corazón y la música popular), pero sin cuestionar demasiado por qué estaban confinados a sitios donde su naturaleza podía mimetizarse u ocultarse. Ya no se les mataba pero se les seguía humillando, y era la norma. Ya no se les perseguía pero seguían siendo una comuna de marginadas dentro del hábitat de la pobreza local, sobreviviendo a punta de pelucas y brushing para poder hacerse visibles a pesar del ninguneo.

A las travestis literarias llegué después: el Molina que desea ser mujer en El beso de la mujer araña, de Manuel Puig; la impostura goyesca de la Manuela en  El lugar sin límites, de José Donoso, el hombre que ahorra para hacerse el cambio de sexo en el cuento “Nomás no me quiten lo poquito que traigo”, del libro Tierra de nadie, o la doble vida de “La costurera”, en Desterrados, de Eduardo Antonio Parra; el personaje melancólico y desapasionado que narra de manera velada sus cambios de vestuario antes de cuidar enfermos en el moridero de Salón de belleza, de Mario Bellatin. Esta cartografía latinoamericana que incorpora literariamente a un nuevo sujeto, el travesti, ese alguien que ha llevado la experiencia de la inversión hasta sus límites, una alteración visible no sólo del cuerpo sino de las formas, incluidas las gramáticas (diría Severo Sarduy), tiene su corona, creo yo, en Pedro Lemebel, por quien conocí a tantas locas tercermundistas que desde su natal Chile y desde entonces, se comunicaban con aquellos seres épicos que yo había conocido tan cerca de mi casa y que construían del mismo modo, sin saberlo, una identidad frágil y al mismo tiempo capaz de hacer valer, a pesar del escarnio constante, el punto de vista de una minoría.

De  Tengo miedo torero  a las extraordinarias crónicas de sidario que reúne  Loco afán, de  La esquina es mi corazón a De perlas y cicatrices y  Háblame de amores  (la compilación de textos suyos recientemente impresa en México por Seix-Barral, irregular aunque llena de hallazgos gozosos como el texto “Los funerales de la Candy”), Pedro Lemebel ha plantado en el escenario literario contemporáneo a un  ser otro que en su teatralidad, en su forma distinta de asumir la representación, cuestiona y reta no pocas normas ni pocas instituciones: la primera idea que los travestis de Lemebel cuestionan es la de la masculinidad, siendo Latinoamérica un territorio históricamente machista, y el macho, un travesti al revés que, inquisidor y verdugo, ha sido la columna vertebral de la cultura hegemónica (el que decide cómo ver y desde dónde).

La segunda apelación de estos  migrantes del cuerpo  es de índole ética y moral, cuando al expresarse en contra de las persecuciones y los ultrajes a los que son sometidos, erigen un movimiento de conciencia que los lleva a hablar no sólo de los crímenes homofóbicos, sino de los lastres sociales de la época (a saber, tantos desaparecidos como consecuencia de la dictadura chilena), de la metáfora política del cuerpo devastado o enfermo pero aún vivo, de las especificidades geográficas (pues los travestis de Lemebel defienden, frente a la probable imposición de la identidad gay anglosajona y blanca, una propia que tiene rasgos indígenas, que incorpora los giros lingüísticos chilenos tanto rurales como urbanos, y que se mueve, trágica y cómicamente, desde ese latifundio mitad colonizado y mitad en resistencia que es Chile: “las heridas se parchan con dólares”, escribe Lemebel en su texto “Se remata país”), pero también caben las reivindicaciones individuales y sociales, cuando estos personajes, que se niegan a cumplir la regla de la homogeneidad del cuerpo y del pensamiento, reclaman su derecho a decir lo que está prohibido decir, y a pedir lo que les ha negado la historia.

El mundo  coliza  que Lemebel hace estallar, porque en su escritura importa la música estridente del idioma y todos los juegos pirotécnicos que el escritor arroja tras bambalinas y en el escenario donde sus pájaros de arrabal se deslizan, es un mundo en el que el cuerpo travestido siempre tiene una acotación política. Porque el cuerpo aquí, más allá de los ornamentos que las protegen o las desenmascaran (con sus  lycras, sus organzas, su látex, su vinilo, sus brocatos y sus plumas), ese bastión físico a menudo maltratado por el afeite y la cosmética pero también por la pobreza  made in  el tercer mundo al que pertenecen, es un campo de batalla, el sitio donde se representan las contradicciones de un sistema político y económico que insiste en fiscalizar y regular la existencia de los individuos, incluido el destino del organismo más íntimo, el último frente desde donde se resiste o se abdica lo mismo de una dictadura, de los embates globales, que de la normalización de la violencia, el abandono, el desarraigo, el silenciamiento o la discriminación sexual.

A esta declaratoria, la de la acotación política que hay en todo cuerpo que se expresa desde el territorio al que pertenece, o al menos desde el suelo en el que nace (y las travestis de Lemebel son “lumpéricas”, un término acuñado por Diamela Eltit), a esta subversión del cuerpo donde no hay absolutos sino antagónicos (lo femenino y lo masculino como dos fuerzas igualmente dominantes, la certeza contra la incertidumbre, la tensión entre el poder y las nuevas exclusiones de la economía de mercado, frente a los gestos de memoria y resistencia, la deconstrucción artística versus la imposición de un lenguaje único, el yo es otro como una forma de contrarrestar el ser parte de una “minoría”), a esta réplica Pedro Lemebel agrega la apuesta del lenguaje, porque el cuerpo físico (donde se exhiben los abusos cometidos) es siempre político al convertirse en protagonista y en campo de enunciación, y es necesariamente un cuerpo textual, porque la escritura se convierte en una forma lúdica y belicosa para cuestionar, para buscar la fisura, para desafiar el orden represivo, para romper los marcos institucionales, para ofrecer disyuntivas en vez de respuestas o historias complacientes.

Llena de humor, la escritura heterogénea y fronteriza de Lemebel da voz a las travestis que aún en medio del escarnio de sí mismas (“Se nos fue la Candy, pero dicen que no fue sida, que se le desató un cáncer en una pechuga, pero si tampoco tenía pechos propios”), nunca pierden la oportunidad de acotar su escenografía cariada (“Así corre la fiesta entre los mambos de la Vanessa agitando las perlas de su bikini en la cara de algún obrero. Un día en la semana en que el travestismo se saca el rouge de los labios para convertirse en hada madrina de la infancia deshilachada de la desnutrición”). Frente a los modelos globales impuestos, no exenta de sentido histórico, Lemebel tampoco olvida mencionar la cara aindiada de las travestis, en una América mestiza pero mayoritariamente indígena de la que se habla con corrección política, pero a la que muy por debajo se le escupe (“A medio culo el tajo de la moda asoma una nalga morena”).

Sexualidad múltiple la de los travestis de Lemebel, ésta se compadece o ríe sin disimulo del acorazamiento o desmoronamiento viril, como se indigna cuando en los juegos de prepotencia masculinos se humilla al más débil. Por eso las travestis de Lemebel empatizan con ese otro grupo de excluidas sociales que son las mujeres, a las que lejos de colocarles una arbitraria etiqueta, desmitifica de las estereotipadas versiones originales (“Detrás de la imagen de mujer famosa, casi siempre existe un modisto, maquillador o peluquero que le arma la facha y el garbo para enfrentar las cámaras. Una complicidad que invierte el travestismo, al travestir a la mujer con la exuberancia coliza negada socialmente”. Y agrega más adelante: “Al final hasta la más fea sale a la calle con paso de Miss Universo, luciendo una cara prestada y una mezcla de estilos que confunden su biografía. Y camina toda almidonada mirándose de reojo en las vidrieras. Sin poder asumirse con ese alero de chasquilla o reírse de ella misma, porque al menor gesto la máscara Angel Face se le cae a pedazos”).

Estas “locas rotas”, las que hablando de vestidos y zapatos dejan ver los odios de clase, o los vestigios de épocas en las que las utopías sociales devinieron en frustración y fracaso, o una carcajada fúnebre al insinuar el sida, o un comentario pesimista frente al engaño neoliberal, son las mismas que yo ya había visto en ese lumpen llamado Chiapas: algunos nombres los olvidé pero es seguro que también hubiera una “Carmela”, una “Garbo”, una “María Félix”, alguna “La cuando no”, “La cuando nunca”, “La no se fía”, “La Siempre en Domingo”, o una “Sui-sida”, la “Insecti-sida”, la “Depre-sida”, o “La ven-sida”, que envuelta en una bata de nylon desfalleció sobre la cama, como Lula, sin poder levantarse.


 

 

 

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