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La reina de la esquina
Diamela Eltit
La Tercera, 23 de enero 2016
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La muerte de Pedro Lemebel, hace un año, implicó un corte en la escena cultural local de las últimas décadas. Aunque publicó algunos cuentos iniciales, su trabajo cultural se inscribió con una nítida fuerza subterránea (o “under”) a partir de la emergencia del colectivo de intervención pública –“Las Yeguas del Apocalipsis”– fundado a finales de los ochenta junto a Francisco Casas, escritor y performer.
Más adelante, en los noventa, durante la puesta en marcha de la transición, la escritura de Pedro Lemebel adoptó la crónica como género y la performance como soporte. “La Esquina es mi Corazón”, publicada en 1995 por la épica editorial Cuarto Propio, dio inicio a una letra que recurría al barroco para cursar su estética autoconsciente y relamida. Buscó instalar una letra “encrespada” o crispada por el deseo de acceder a un estilo que diera cuenta de sus temáticas que navegaban desde lo político hasta lo barriobajero y allí, de manera especial, se detuvo en el paisaje entrañable de “la pobla”. Parapetado en una forma crítica ligada a la memoria política, al resentimiento de clase y al humor como instrumentos devastadores e ineludibles, consiguió validar su letra como signo y, a la vez, emblema.
Lemebel hizo de la “loca” un arma pública, intensa, filosa e irónica. Tengo que señalar que siempre pensé en que existía una relación decisiva con “la Manuela” protagonista de “El Lugar sin Límites” de José Donoso, un personaje extremadamente “queer” (para hablar en términos actuales). Sin embargo, el imaginario de Pedro apeló a una “loca” transeúnte, liberada y deseante de ciudad en la ciudad. Pensé también en los argentinos (victimados por el Sida) Néstor Perlongher, militante de la letra homosexual, y en Batato Barea, mítico performer, fundador del grupo “Peinados Yoly”.
El taco aguja de Pedro Lemebel fue crucial para que emprendiera una ruta desafiante por el interior de un espacio social todavía muy capturado por las normativas más conservadoras (que aun persisten) provenientes de la dictadura. Sus crónicas irrumpieron justo a mediados de la década noventera cuando el consumismo híper frenético parecía el único anestésico para evadir la angustia, difuminar la memoria y proclamar una forma imposible de reconciliación.
Pero su letra-lengua afilada no dejó de denunciar la estela de destrucción generada por las tropelías dictatoriales o burlarse con su “ojo de loca no se equivoca” del arribismo noventero adoptado como fórmula redentora. Y me parece necesario enfatizar que no cesó de denunciar la abierta segregación que experimentaba un sector mayoritario de la población chilena.
Sus cejas depiladas se levantaron más de una vez para exponer lo que él llamó “su diferencia” como una opción orgullosa plena de derechos. Y no cesó de exponer sus diferencias aún en el territorio de las diferencias. Cada una de sus apariciones causó no solo admiración sino también el fervor del público que lo seguía y que lo ovacionaba.
Fue inteligente. Fue audaz. Polémico y diva total. Se quedó en la esquina de su “pobla” imaginaria después de contar una a una las baldosas estatales de su cuadra. No se resignó. No acató. El corazón de la Reina se detuvo. Pero su esquina continúa latiendo.