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Locas que importan:
Crónicas de sidario de Pedro Lemebel

Marta Urtasun
Universidad Nacional de La Pampa Universidad Nacional de Lomas de Zamora - Argentina
[ martaurtasun@ciudad.com.ar ]

Publicado en Revista Anclajes. 10. (diciembre 2006)



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Resumen:
Uno de los constructos teóricos más sólidos para abordar el problema de la identidad latinoamericana es el concepto de Ana Pizarro sobre la modernidad tardía y su correlato con la metáfora de la heteronimia. La investigadora chilena para trabajar esa idea, adapta el gesto del escritor portugués Fernando Pessoa cuando elige múltiples nombres que sustituyan el suyo para identificar a los autores-otros de su producción ficcional. A partir de esta creativa homologación, Pizarro afirma que los diversos modos de nombrar a América condensan la pluralidad del ser americano, y explicitan el quiebre de lo uno en lo múltiple, que nos perfila como continente.

Desde este supuesto teórico para nominar a América, las crónicas de Loco Afán del escritor chileno Pedro Lemebel pueden ser leídas desde la búsqueda exasperada de los protagonistas por un nombre propio, referente de su identidad homosexual, no como un espacio sin contradicciones o compacto en su diversidad, sino más bien como una construcción lacerada a partir de fragmentos travestidos y sidosos.

Palabras claves: Pedro Lemebel - crónicas - identidad sexual - nombres.

 

“Tal vez lo único que decir como pretensión escritural desde un cuerpo
políticamente no inaugurado en nuestro continente sea el balbuceo de
signos y cicatrices comunes”
(Loco Afán: 1)[1]


Uno de los constructos teóricos más sólidos para abordar el problema de la identidad latinoamericana es el de Ana Pizarro sobre la modernidad tardía y su correlato con la metáfora de la heteronimia[2]: los diversos modos de nombrar a América (latina, latinoamericana, americana, iberoamericana, hispanoamericana, entre otros) condensan la pluralidad del ser americano, y explicitan el quiebre de la unidad en la diversidad que nos perfila como continente.

La metáfora de la heteronimia aplicada a las crónicas de Loco Afán del escritor chileno Pedro Lemebel posibilita leer el modo en que sus protagonistas luchan por un nombre propio, referente de su identidad homosexual, no como un espacio sin contradicciones o compacto en su heterogeneidad, sino más bien como una construcción lacerada a partir de fragmentos travestidos y sidosos.

En el campo intelectual latinoamericano ha predominado una “pedagogía del silencio” deliberada tanto en el terreno de la crítica como en el de las historias y las antologías sobre las producciones ficcionales centradas en la temática de las sexualidades. El escamoteo y el silencio son los dos gestos que las caracterizan cuando se trata de publicar literatura homoerótica porque lo que está en juego son categorías como las de identidad y nación tanto como la de canon cultural.

En su ensayo sobre homosexualidades latinoamericanas, El deseo, enorme cicatriz luminosa, Daniel Balderston[3] considera que el hito fundacional en América latina para producir la ruptura con la retórica del silencio acerca del tópico de la homosexualidad lo produjo Virgilio Piñera en 1955 con su artículo Ballagas en persona[4]. Otro antecedente insoslayable es la publicación en 1966 de Paradiso de Lezama Lima, anterior a Stonewall y los movimientos de liberación sexual. Movimientos sin los que las obras de Néstor Perlongher y Luis Zapata serían “impensables”. No obstante, es Manuel Puig con El beso de la mujer araña (1976) quien determina un viraje contundente en el tratamiento del tema. Recién en la década de 1990 aparecen algunas antologías homosexuales en Latinoamérica: en México, De amores marginados, en 1996 por Mario Muñoz, o Historia de un deseo, cuentos argentinos de temática homoerótica recopilados en el año 2000, por Leopoldo Brizuela. A corazón abierto: Geografía literaria de la homosexualidad en Chile (2001), de Juan Pablo Sutherland, volumen ordenado según textos y no autores, es una contrahistoria de la literatura chilena que desecha las categorías de generación y movimiento, y amplía el canon literario al incluir explícitamente los debates en torno a la homosexualidad. La antología comienza con el Manifiesto Hablo por mi diferencia de Loco Afán que Lemebel leyó cuando intervino en un acto político de la izquierda en septiembre de 1986, en Santiago de Chile.

No necesito disfraz /Aquí está mi cara /Hablo por mi diferencia /Defiendo lo que soy/Y no soy tan raro /Me apesta la injusticia /Y sospecho de esta cueca democrática /Pero no me hable del proletariado/Porque ser pobre y maricón es peor (LA: 93).

Loco Afán inscribe la escritura política de Lemebel en la genealogía de la subjetividad gay en la literatura de Latinoamérica. Su versión, la de un marginal pobre y mapuche, elige la crónica como el género para representar la realidad “coliza”. En el Manifiesto, Lemebel habla con su nombre y con su voz. Testimonial y provocador, con tono casi de proclama, expresa por un lado, su hombría en oposición al machismo militarizado –“Yo no pongo la otra mejilla. Pongo el culo compañero” (96)– y por otro, en una nota al pie, con cuerpo tipográfico menor, las condiciones de producción de su texto en el campo de poder: “Este texto fue leído como intervención en un acto político de la izquierda en septiembre de 1986, en Santiago de Chile” (97).

Pedro Lemebel abandona en sus crónicas –género de cruce de fronteras genéricas y culturales, casi “una forma de escabullirse de los mecanismos del poder” (Monsiváis 2001)– la generalizada retórica del silencio. Estrategia conceptualizada por Eve Kosofsky Sedgwick en la Epistemología del closet, cuando enuncia que el deseo homoerótico se estructura por su estado a la vez privado y público, a la vez marginal y central como el secreto abierto, y deviene en una perfomance iniciada como tal por el acto discursivo del silencio. Remitiéndose a sus orígenes, Lemebel afirmó alguna vez ante un grupo de estudiantes de Harvard que no debió salir del closet: “Los pobres no tenemos clóset, sino ropero, pero a mí se me notaba a la legua” (Alarcón 2002: 5).

En el mismo sesgo discursivo vincula lo performativo de su trayectoria política con su cuerpo notorio en una deseante sexualidad transversal: “Nunca salí del closet, en mi casa humilde no había ni ropero” reitera y agrega “La palabra performance, cuyo significado desconocía, la entendí como un pasaje a Nueva York: a la larga el tiempo me dio la razón” (Monsiváis 2001: 6).

Las locas de sus crónicas y Lemebel mismo/a se constituyen en emblemas de la noción de “género” como una categoría político ideológica no homologable al sexo. En este sentido el género “no es una actuación que un sujeto elija, sino que es performativo puesto que constituye como un efecto al sujeto que parece expresarlo” (Butler 2000: 102). La loca, según Lemebel, no es real; es una metáfora sobre la homosexualidad y la feminidad. Por eso, junto con Francisco Casas llaman al colectivo de arte “Yeguas del Apocalipsis”[5], “como un gesto de enorme cariño hacia esa feminidad castigada desde el encanto tercermundista” (Costa 2004)[6] .

Y, entonces, es válida la elección de Shuterland para abrir su antología con el texto del Manifiesto, como parte de un discurso que reivindica formas de representación más escandalosas y cruentas para nombrar-se en la homosexualidad.

Por motivos similares, el crítico Fernando Blanco (2005) trabaja acerca de la conformación “machista” del canon literario chileno y propone el análisis de algunos textos de Lemebel junto a los de Augusto D´Halmar y Mauricio Wacquez. Revisa, a partir de estos escritores, “el papel crítico de la literatura en el proyecto de construcción de la identidad-nación entendida ésta como una ficción autobiográfica del sujeto moderno cuya racionalidad patriarcal incluye un determinado paradigma para la sexualidad no sólo individual sino colectiva” (132). En el caso de Lemebel, considera que su escritura de crónicas parte de identificar la agresión y la violencia sexuales como los modos que asume en la sociedad chilena el deseo homosexual y señala que su narrativa se opone a las prácticas del silenciamiento porque desarticula las formas de regulación ya que enfrenta a la autoridad moral reproducida por la prensa desde el siglo XIX. Blanco considera que Lemebel al construir una “etnografía poética del margen chileno” (141) apunta a la democratización de la homosexualidad porque coloca al deseo homosexual en un espacio multidimensional en el que ese deseo constituye y revela un horizonte político.


La poética del nombre gay

La homosexualidad ha sido asociada con el nombre no dicho desde el enjuiciamiento de Oscar Wilde. El amor que no se atreve a nominarse puede colocar el nombre en el sitio de lo indecible, y así establece la posibilidad de que la ficción realice ese desplazamiento, reiterando la prohibición y, al mismo tiempo, explotando esa prohibición por la posibilidad que ofrece de que se repita y se lo subvierta (Butler 2002: 220).

El nombre, además de prohibición, funciona como una ocasión habilitante; es la señal de un orden simbólico, de la ley social, el que legitima a los sujetos viables a través de la institución de la diferencia sexual y la heterosexualidad obligatoria. En “Los mil nombres de María Camaleón” afirma Lemebel: “Como nubes nacaradas de gestos, desprecios y sonrojos, el zoológico gay pareciera fugarse continuamente de la identidad” (LA: 62).

Lacan en su Seminario II sostiene que “nombrar constituye un pacto mediante el cual dos sujetos llegan a acordar simultáneamente el reconocimiento del mismo objeto” (Butler 2002: 220). El nombre como un pacto social y un sistema social de signos, invalida la levedad de la identificación imaginaria y le confiere una durabilidad y una legitimidad sociales. La inestabilidad del yo queda así absorbida o estabilizada por la función simbólica asignada a través del nombre. La poética del sobrenombre gay generalmente excede la identificación, desfigura el nombre, desborda los rasgos anotados en el registro civil. No abarca una sola manera de ser, más bien simula un parecer que incluye momentáneamente a muchos, a cientos que pasan alguna vez por el mismo apodo.

La dimensión ideológica del nombre cumple la función de afirmar la identidad del sujeto a través del tiempo sin ofrecer ninguna descripción de esa identidad: “Ella sola se puso Madonna, antes tenía otro nombre… La Madonna tenía cara de mapuche, por eso nosotros la molestábamos, le decíamos Madonna Peñi, Madona Curilagúe, Madonna Pitrufquén” (LA: 37).

La noción de pacto significa –en términos de Lacan– un pacto basado en una organización patrilineal, cuya implicancia más relevante es que son los apellidos paternos los que a través del tiempo se conservan como zonas de control fálico. El patronímico ejerce sujeción sobre la persona quien adquiere a través de esa nominación una identidad duradera y viable:

Una colección de apodos que ocultan el rostro bautismal; esa marca indeleble del padre que lo sacramentó con su macha descendencia, con ese Luis junior de por vida. Sin preguntar, sin entender, sin saber si ese Alberto, Arturo o Pedro le quedaría bien al hijo mariposón que debe cargar con esa próstata de nombre hasta la tumba (LA: 62).

La línea patronímica se afirma mediante la transacción ritual de mujeres, a las que se les exige un desplazamiento de la alianza patronímica y, por lo tanto, un cambio de apellido. Las mujeres tienen un apellido cambiable, lo cual indica que su nombre no es permanente y que la identidad garantizada por el apellido depende siempre de las exigencias sociales de paternidad y matrimonio. Para la mujer, la expropiación es la cuestión de identidad.

Lemebel abandona su apellido paterno y elige el de la madre: “En el gesto de cambiar mi apellido no rechazo la experiencia con mi padre. Él lo entiende por el amor que le tiene a mi madre” (Alarcón 2002). Antes de ser el autor de algunas de las crónicas más “filosas y neobarrocas” de América latina, Pedro Lemebel se llamaba Pedro Mardones y enseñaba arte en un secundario. En 1982, ganó el Concurso nacional de cuento “Javier Carrera” y en 1986 publicó su primer libro de relatos, “Los incontables”. Poco después adoptó su apellido materno “como un gesto de alianza con lo femenino y para abandonar la estabilidad de la institución cuentera y poder aventurarme en la bastardía del subgénero crónica”.

La suya es una apropiación elegida y sometida por lo tanto a la durabilidad de su propia elección en tanto que la mujer se afirma en y a través de la transferencia del nombre, entendido como sustitución y como aquello que no es permanente. Una vez que el nombre propio se elabora como apellido paterno puede leerse como una abreviatura de un pacto social que define a los sujetos nombrados en virtud de la posición que ocupan en una estructura social patrilineal. La durabilidad del sujeto nombrado no es una función del nombre propio sino una función de un patronímico, el modelo abreviado de un régimen de parentesco jerárquico. Al elegir el nombre de la madre, Lemebel invierte el orden simbólico instaurado por el nombre del padre y la apropiación se constituye en condición de identidad.

El nombre como patronímico instituye la ley. En la medida en que el nombre afirma y estructura al sujeto nombrado, parece ejercer el poder de sujeción y producir un sujeto sobre la base de una prohibición, un conjunto de leyes que diferencian a los sujetos mediante la legislación obligatoria de las posiciones sociales sexuadas.

En la crónica citada, “Los mil nombres de María Camaleón” leemos:

Así, el asunto de los nombres, no se arregla solamente con el femenino de Carlos; existe una gran alegoría barroca que empluma, enfiesta, traviste, disfraza, teatraliza o castiga la identidad a través del sobrenombre. Toda una narrativa popular del loquerío que elige seudónimos en el firmamento estelar del cine (LA: 62).

De este modo, el nombre multiplicado resuelve en el cuerpo del lenguaje la prohibición del cuerpo que transgrede. El exceso de nombres lleva a este cuerpo a un espacio de significación metamorfoseada, donde la identidad es una máscara: “Nombres, adjetivos y sustantivos que se rebautizan continuamente de acuerdo al estado de ánimo, la apariencia, la simpatía, la bronca o el aburrimiento del clan sodomita siempre dispuesto a reprogramar la fiesta, a especular con la semiótica del nombre hasta el cansancio” (LA: 63).

En la cuestión de los nombres también es esencial considerar el “listado de chapas” que usan las locas para renombrar detalles y anomalías que “el cuerpo debe llevar resignado”. Aquí se alude a las cojeras, hemiplejías o sutiles fallas que cuesta disimular, molestan y avergüenzan como agregados a una falla mayor. Ese apodo que al principio duele después hace reír hasta a la misma afectada, se mimetiza con el verdadero nombre “en un rebautismo de gueto”. Una reconversión que hace de la caricatura una relación de afecto. Hay variadas formas de nombrarse, por ejemplo, el agregado de una “a” al nombre de varón: así “una” “a” en la cola de Mario y resulta “Simplemente María” (64); también están los nombres de los familiares cercanos “las mamitas, las tías, la madrina, las primas, las nonas, las hermanas” (64). Algunos nombres más inocentes están tomados del folclor “como las Carmelitas, las Chelas, las Rosas, las Maigas” (64).

En ocasiones, la nominación toma ribetes lentejuelados, se sofistica y la elección rumbea para el cine, de este modo o bien las divas hollywoodenses son tomadas en calidad de préstamo y aparecen la Garbo, la Monroe, la Dietrich o se apropian de “nombres de vírgenes consagradas por la memoria del celuloide más cercanas: la Sara Montiel, la María Félix, la Lola Flores, la Carmen Miranda” (64). Las locas aman a esas divas y sus nombres se han homosexualizado a través de los miles de travestis que hacen su copia. La prolífera crónica “Los mil nombres de María Camaleón” aporta un listado de 106 nombres útiles para “camuflar la rotulación paterna, a medida que se requiere más humor para sobrellevar la carga sidosa” (66).

El nombre de Loba Lamar, protagonista de otra de las crónicas, condensa una diversidad otra, cifrada en ese nombre marítimo que enlaza etnias y continentes.

Quizás se puso Loba Lamar por el cochambre mojado de su piel oscura, por el luche aceituno de su pellejo estrujado por los marineros. Pero Loba Lamar también era otra cosa; una lágrima de lamé negro, un rescoldo pisoteado del África travesti, un brillo opaco entre las luces del puerto, cuando volviendo sobre sus pasos a la pieza de mala muerte tropezaba en las escaleras rodando por los peldaños, entre carcajadas ebrias y un penetrante olor azuceno (LA: 46).

Asimismo, el nombre va a quedar como marca indeleble y enlutada por las víctimas del sida en los Quilt o Proyectos Nombres. En ellos, “los familiares, parejas o amigos, testimonian a modo de cartas artesanales, la memoria en punto cruz sobre la ropa del fallecido” (LA: 98-99). Las marcaciones de nombres en la ropa remiten al trabajo de las manos queridas que bordan para que ese nombre sea un pasaje que evite el extravío y la confusión en el largo viaje que emprende el deudo sidoso.

El mapa sentimental adquiere

[M]arcaciones de letras que se funden en etnias y culturas diveras. Cruces transculturales que se encuentran en el roce de lija que une estos ajuares. Nombres rutilantes en hilos de oro como Foucault, Hudson, Liberace, Nureyev, se saludan con el anónimo… Nombres como números sin cuerpo, que el estigma almacena en este calendario de fin de siglo (99).

Estos testimonios espectaculares en el Primer mundo se distancian en su factura en este lado del mundo porque si bien las manos que los tejen son parecidas, “una doble sombra semianalfabeta perfila su huella en el tizne de la ortografía. Un dígito de retazos que ponen en acción las morenas extremidades de América latina para rearmar la pena con los hilos negros de su preñez” (LA: 102).


Los cuerpos

La portada de Loco Afán recrea de manera invertida Las dos Fridas, la obra de 1939 de la genial artista mexicana Frida Kahlo. Su figura es reemplazada por una perfomance de Lemebel de la época de “Yeguas del Apocalipsis”. Desde el paratexto inicial, entonces, el lector se contacta con los cuerpos de las locas que se niegan a la coherencia, y las partes de sus cuerpos, a pesar de mantenerse unidas, parecen discordantes porque se oponen aunque de modo placentero a asumir la norma reguladora.

El cuerpo se libera a partir de su propia disolución y de un erotismo explicitado. En este sentido, es excepcional el caso de Lorenza, que da nombre a una de las crónicas de la última parte, la travesti manca por un accidente, quien es una artista inscripta en una categoría particular del arte gay. En Lorenza, la homosexualidad es una apropiación a partir de la falla. Hizo de su propia corporalidad una escultura en movimiento y su cambio de nombre (Ernst por el de Lorenza) fue “la última pluma que completó su ajuar travesti” (LA: 156).

El acto de escribir permite reflexionar acerca del proceso de constitución de un cuerpo que se configura simultáneamente con la escritura. Puede pensarse la escritura como una marca sobre el cuerpo, que entonces es presentado como efecto de un proceso de construcción cuyo anclaje es la escritura. Las crónicas de Loco afán reescriben el cuerpo sidoso, no para construir explícitamente los trazos que determinan el cuerpo normalizado y normativizado sino más bien para reinscribir las marcas de una cartografía corporal posible, para destacar su recorrido, hacerlo visible. Las crónicas, al postular el cuerpo como materia escribible, es decir mostrar su condición textual, hacen visible el contrato de una mirada y una escritura, entre un punto de vista y un mapa particular del cuerpo.

La crónica inicial, “La noche de los visones”, establece la oposición entre el cuerpo mister gay y las homosexualidades latinoamericanas, especialmente la “maricada chilena”. Y, al mismo tiempo, en esos cuerpos tan diferentes de la geografía local sitúa al sida: “En ese Apolo, en su imberbe mármol, venía cobijado el síndrome de inmunodeficiencia, como si fuera un viajante, un turista que llegó a Chile de paso, y el vino dulce de nuestra sangre lo hizo quedarse” (LA: 27).

El cuerpo de las protagonistas adquiere espesor material en la escritura de las crónicas.

La cirugía, la costura, el maquillaje y la pintura tienen un papel determinante en los procesos de materialización, que dejan “cicatrices” sobre el cuerpo. La Madonna se pasaba las tardes “pegando lentejuelas al ruedo vaporoso que arrepollaba sus caderas” (LA: 43). El vestido, como indicador de enfermedad y como mortaja: “Solamente quiero que me entierren vestida de mujer; con mi uniforme de trabajo, con los zuecos plateados y la peluca negra. Con el vestido de raso rojo que me trajo tan buena suerte” (LA: 25). El vestido es una forma de presentación de un cuerpo apropiado a la mirada del otro. Señala la forma de darse a ver y cuando es socialmente correcto guarda reglas de concordancia con el cuerpo que lo porta. El vestido de las locas –como lo señala Ostrov en El género al bies– es un ejemplo de la ruptura extrema entre la concordancia social requerida entre vestido y cuerpo (2004: 14-19).

Cuerpos como objetos de la violencia y objetos de la mirada. Las marcas de la violencia amplifican las marcas ya impresas por un determinado discurso del género sobre los cuerpos de las locas.

Por todos lados fragmentos de cuerpos repartidos en el despelote sodomita. Un abrazo acinturando un estómago, una pierna en el olvido de la encajada. Un torso moreno con el garabato de la loca derramado en su pecho. Unos glúteos asomados por el drapeado de las sábanas, goteando el suero proletario de la tropa… Pares de piernas trenzadas, sobajeando la lija velluda del mambo culeante. Así, restos de cuerpos o cadáveres pegados al lienzo crespo de las sábanas… Cadáveres de fiesta (LA: 34-35).


Lo que el sida se llevó

La recepción de Loco Afán, de fuerte factura local, de jerga chilena en un contexto global, interesó desde el momento de su publicación en 1996, porque habla del sida desde los cuerpos vivos, no desde la medicina y el virus.

Daniel Link en Clases. Literatura y disidencia asegura que “El sistema de figuritas que agotaban la forma de amor que ni siquiera osa decir el nombre (la loca, el desviado, el chongo, etc.) se tambaleó al enfrentarse con la muerte epidémica y obligó a pensar en nuevas figuras que organizaran la vida de relación” (51). Al respecto, enuncia Lemebel:

Yo trabajo la enfermedad desde los cuerpos, con un gesto de desacato a la mirada cristiana que hay sobre la enfermedad a través de una mirada sarcástica del tercer mundo que no tiene otra opción que reírse para no asumir nunca el tatuaje del dolor. También, me interesa que mi texto entre a dialogar con otros textos similares, como los de Copi en España y otros. Entraría en una suerte de agregar otra postura con relación a la homosexualidad. Me interesa ponerlo en conversación con otros (Jeftanovic 2000)[7].

Los cuerpos de las locas son cuerpos enfermos en los que, como sostiene Jeffrey Weeks, el sida se ha convertido en una potente metáfora para la cultura sexual. La metáfora de la enfermedad, que para algunos es una señal de la creciente confusión y ansiedad sobre los cuerpos y las conductas sociales, toma en Lemebel una resignificación radical. Los tiempos del sida hablan sobre la enfermedad, la descubren pero esa referencia discursiva sólo busca enmascararla: “La propaganda de prevención dirigida a los homosexuales pareciera estar resuelta en el abanico publicitario que multiplica la enfermedad a través de sus diferentes versiones” (LA: 73).

El sida es otro de los múltiples productos del mercado “travestido como un fetiche más en el tráfico gitano de la plaga” (73). Vende y se consume en un merchandising de ofertas. Las producciones sidáticas –asegura Lemebel– se venden como pan caliente y se convierten en una perversa prevención cuando están dirigidas a los homosexuales. La carnavalización publicitaria invierte el mensaje, seduce visualmente y entonces ninguna loca se detiene a leer la letra chica de la precaución escrita. A la garra comercial del mercado AIDS, opone pequeños esfuerzos, cadenas de solidaridad y colectas entre algunos grupos de homosexuales para paliar el flagelo. “Podría decirse que estos precarios gestos brillan con luz propia. Se traducen en un mano a mano que hermana, que ayuda a parchar con nuestras propias hilachas la rajadura del dolor” (LA: 75).

En la crónica-entrevista Los diamantes son eternos, Lemebel refunda de manera travestida las características del estigma del sida: define a la enfermedad como una reja no de encierro sino de jardín, llena de flores y pájaros; el Cupido sidoso lleva jeringas en lugar de flechas. La enfermedad es en sí misma una razón para vivir porque la gente sana no tiene por qué amar la vida y a un sidoso cada minuto se le escapa. Las locas, en la versión lemebeliana, se vuelven seductoramente especiales porque están más allá del amor. El AZT, remedio promisorio, pone en escena las desigualdades de clase: las ricas se salvan primero.

Los travestis califican como sombra al sida (“Se pegó la sombra dicen”) y convierten sus propios funerales en un evento social. Una exhibición deliberadamente preparada. La muerte sidaria tiene clase y categoría; las locas engalanadas revierten la compasión que pesa pecaminosa sobre el sida homosexual y lo transforman en alegoría.


Las voces

Cuando Lemebel se refiere al carácter vivencial de sus relatos asegura que evita el testimonio real porque le “desagradan los confesionarios y esa objetividad eclesiástica del periodismo acusete” (Costa 2004). Se ocupa de las minorías no como una suma matemática sino como un asunto con el poder. No habla por esas minorías porque considera que deben hacerlo por sí mismas: “Yo sólo ejecuto en la escritura una suerte de ventriloquía amorosa, que niega el yo, produciendo un vacío deslenguado de mil hablas” (Costa 2004).

La voz de Loco afán no es la del prototípico gay de los 90, voz que Lemebel considera misógina, fascistoide, aliada con el macho que sustenta el poder. Su voz es la de la loca latina y su fiesta emplumada que amenaza extinguirse en los velos turbios del sida.

Lemebel se refiere a su sexualidad a partir de un oxímoron: “Mi hombría es aceptarme diferente”, en la etapa marcada por el sida, en los años en los que la enfermedad se revela como una cárcel e implica la pérdida del mundo de los afectos y también de los desconocidos amigos íntimos. El deseo es homologado con la muerte y el cronista ve en el sida una metáfora de la especie condenada como antes lo habían hecho Severo Sarduy y Reinaldo Arenas. En su recreación del universo del HIV habla de la enfermedad con una conciencia profunda y con la convicción de que se deben abandonar los prejuicios.

Algunos críticos se refieren a su escritura calificándola de neobarrocha, neologismo que se construye en intertexto con el nombre del río Mapocho. La poética de Lemebel es una hipérbole deslumbrante que resignifica las pasiones del desamor y funda una estética despiadada y corrosiva. Estas crónicas de sidario tienen el tono apurado y familiar de lo cotidiano. En ellas, la normatividad heterosexual es ganada por las relaciones urgidas de la pasión y la muerte provocada por el sida. El acontecimiento deviene escenario y las crónicas relatan las historias de las locas que se debaten entre el deseo y la agonía. La palabra lemebeliana poetiza una erótica que adquiere por momentos rasgos épicos.

Desde un imaginario ligoso expulso estos materiales excedentes para maquillar el deseo político en opresión. Devengo coleóptero que teje su miel negra, devengo mujer como cualquier minoría. Me complicito en su matriz de ultraje, hago alianzas con la madre indolatina y aprendo la lengua patriarcal para maldecirla (LA: 124).

Lemebel narra historias tanáticas. Así, en uno de sus homenajes a las locas devoradas por la pandemia, transmuta su apariencia de cadáver ruinoso y la transfigura. Desde un humor grotesco, relata la muerte de Loba Lamar a partir de una contraposición trágica que deviene cómica cuando las amigas de la Loba luchan contra el rigor mortis para que su cara adquiera el gesto de un beso victorioso. Es el triunfo del cuerpo enfermo más allá de la muerte. A partir de una escritura detallista, “pulcra”, no en sentido “cosmético” sino de “ojo de loca que no se equivoca”[8].

Loco afán presenta la escenografía de una América latina globalizada, en la que las locas, solas o en conjunto, trazan otro mapa de lo real. No se reconocen en la estética gay importada porque ésta se suma al poder generalizado y propone “un mariconaje guerrero que se enmascara en la cosmética tribal de su periferia. Una militancia corpórea que enfatiza desde el borde de la voz un discurso propio y fragmentado que se acumula lumpen en los pliegues de las capitales latinoamericanas” (LA: 127).

 

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Notas

[1] Todas las citas pertenecientes a Loco afán. Crónicas de sidario, corresponden a la edición de Anagrama, Barcelona, 2000. A partir de aquí las referencias aparecerán como LA.
[2] La investigadora chilena para trabajar esa idea adapta el gesto del escritor portugués Fernando Pessoa cuando elige múltiples nombres que sustituyan el suyo para identificar a los autores-otros de su producción ficcional (2004: 19-26).
[3] En particular consideré el capítulo “El pudor de la historia” (17-34) cuyo recorrido permite tener un amplio panorama acerca del tratamiento que la crítica latinoamericana ha hecho sobre la (homo)sexualidad. Además, en un guiño irreverente, Balderston, que toma el nombre de un ensayo de Borges de Otras Inquisiciones, se ocupará del autor argentino en “La dialéctica fecal: pánico homosexual y el origen de la escritura en Borges” (61-77).
[4] Artículo que se refiere al poeta cubano Emilio Ballagas y fue publicado en la revista Ciclón en 1955. Piñera afirma allí que para referirse a la obra de este escritor hay que hacerlo desde su “homosexualidad atormentada y de la falsa heterosexualidad con la que se disfrazaba” No obstante, Balderston señala al mismo tiempo que dicho artículo fue totalmente ignorado por los historiadores de la literatura.
[5] Yeguas del Apocalipsis fue el nombre de un conjunto de artistas y teóricos que cuestionaron las imposiciones de la dictadura chilena. Lemebel y Francisco Casas fueron protagonistas de algunas perfomances provocadoras como la entrada de ambos, desnudos y montados en el anca de una yegua, a la Facultad de Arte, intervenida por los militares. (Entrevista de Mateo del Pino a Lemebel 2001).
[6] La entrevista que realiza Flavia Costa para la revista Ñ, se constituye a la vez como un texto ensayístico ya que cada pregunta está realizada desde un conocimiento exhaustivo de la obra de Lemebel. La nota permite borradores de algunas ideas para eventuales trabajos sobre el escritor chileno.
[7] De esta entrevista realizada para la revista Lucero de la Universidad de California, Berkeley, es interesante el tono desenfadado tanto de Lemebel como de su entrevistador.
[8] “El amargo, relamido y brillante frenesí”, entrevista a Lemebel hecha por El Mercurio, 28, X, 2001.

 

 

Referencias bibliográficas

- Alarcón, Cristián. “El rey del colirio”. Suplemento Radar. Página/12. 12 de noviembre de 2002. 6 de junio de 2004.
https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-473-2002-11-10.html
- Balderston, Daniel. El deseo, esa enorme cicatriz luminosa. Rosario: Beatriz Viterbo, 2004.
- Blanco, Fernando. “Secretos y goces en la nación literaria”. Iberoamericana 18 (2005): 127-143.
- Butler, Judith. “Imitación y subordinación de género”. Llouch, J. y otros. Grafías de Eros. Historia, género e identidades sexuales. Buenos Aires: Edelp, 2000. 87-113.
—— Cuerpos que importan. Buenos Aires: Paidos, 2002.
- Costa, Flavia. “La rabia es la tinta de mi escritura”. Revista Ñ. Clarín. 15 de agosto de 2004. 17 de noviembre de 2004.
http://www.letras.mysite.com/pl180804.htm
- Entrevistas a Lemebel. OpusGay. (12 de mayo de 2004).
- Jeftanovic, Andrea. “Entrevista a Pedro Lemebel”. Revista Lucero (2000). 23 de noviembre de 2004.
http://www.letras.mysite.com/pl200608.html
- Kosofski Sedwick, Eve. Epistemology of the Closet. Berkeley: University of California Press, 1990.
- Lemebel, Pedro. Loco afán. Crónicas de sidario. Barcelona: Anagrama, 2000.
- Link, Daniel. Clases. Literatura y disidencia. Buenos Aires: Norma, 2005.
- Mateo del Pino, Ángeles. “Cronista y malabarista”. Cyber Humanitatis 20 (2001). 9 de mayo de 2004.
https://web.uchile.cl/vignette/cyberhumanitatis/
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Locas que importan: Crónicas de sidario de Pedro Lemebel. Por Marta Urtasun
Universidad Nacional de La Pampa Universidad Nacional de Lomas de Zamora - Argentina
Publicado en Revista Anclajes. 10. (diciembre 2006)