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LOS MATACABROS EN SANTIAGO DE CHILE

Pedro Lemebel
En Etiqueta Negra, N°52, 23 Enero de
2015






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De chicuela nunca fui una belleza, lo único cercano a lo gracioso era mi naricita de cierva que el botellazo de un borracho hizo trizas años más tarde. Pero en aquel pimpollo adolecer, era un lánguida gorriona de barrio, un palillo de flaca con piernas de jirafa que parecían brotarme de las axilas y terminaban en unos piesecitos de geisha, tan bellos, tan perfectos, pero lamentablemente escondidos en zapatones de hombre. Nunca fui linda, algo agraciadita y producida como me lo permitían las chauchas que ganaba haciendo de un cuanto hay en mi tiempo libre. Nunca fui guapa, pero era joven y tierna, lo que siempre equivale a un plus de belleza. Y sólo por ser pendeja, me permitía caminar balanceada por la Gran Avenida creyéndome en Times Square una gloriosa noche de Año Nuevo.

En aquellos festejos hogareños, donde repicaban las campanadas de mi pubertad, después de las doce, luego de los abrazos y del reiterado rito familiar del pollo con ensalada de apio y las miles de bienaventuranzas que mi madre echaba a volar con sus pronósticos felices; me lanzaba a la calle buscona, me tiraba a la calle frenética, recorriendo kilómetros de acera, esquivando los autos que culebreaban las primeras luces del año entrante en el acalorado amanecer.

De adolescente ingenua, ya hacía la calle olfateando algún paquetón a punto de reventar el jean del aguinaldo obrero. En eso iba, trotona y locuela con mi almita en fuga, mi almita ahogada, mi almita proletona, divisando a lo lejos el vapor de un joven desaguando la parranda nochera. En eso iba, sin darme cuenta que un auto oscuro con las luces apagadas me seguía despacito. Y en un brusco acelerar, la violencia de una agarrón me echa arriba, al asiento trasero, de bruces sobre las rodillas de varios muchachotes. En el asiento delantero del vehículo, iban otros, riendo y cantando: «Son quince son veinte son treinta. Te vamos a dar duro. ¿No andas buscando eso? Tómate un trago maricón», me obligaban a beber chorreándome la cara de pisco que corría por mi cuello ardiendo. «Son quince, son veinte, son treinta», súbele el volumen, ponla más fuerte, por si este maraco se pone a gritar cuando le reventemos la botella en el culito. Casi ni respiraba muerto de terror con los ojos fijos, sintiendo esas garras estrujándome la piel de naranja, la piel de gallina erizada, en el pavor de encontrarme con la pandilla de la Naranja Mecánica en su noche de rumba. «Son quince, son veinte, son treinta», los escuchaba cumbiar, y yo no sabía si eran cinco, siete o quince apretujados en el furgón. No podía saberlo, no me atrevía a levantar la cara enterrada en la entrepierna del que cantaba «Son quince, son veinte, son treinta». «Páramelo por hueco, ni siquiera se me pone duro», me retaba hundiendo mi cabeza en su bulto. «Te vamos a romper el hoyo con esta botella. Pero antes hay que bajarle los pantalones para ver si cabe ese botellón». El auto era más bien un station wagon tipo carroza funeraria, que volaba tétrica por la Panamericana rumbo a los cerros cercanos. «Métele para al acelerador, que este maricón se nos puede morir antes». «Mira, está blanco del susto». Sentía crecer en mi interior la hoguera helada del miedo. No sabía cuántos eran, y sólo veía por la ventana el cielo sucio de la ruta y las bocas mojadas de los tipos riendo, tomando y amenazando con hacerme lo peor, mientras en la radio seguía girando: «Son quince, son veinte, son treinta».

Apenas clareando el Año Nuevo, iba yo en aquella siniestra carroza con el grupo de chicos malos que me habían raptado de la calle para animarles su festín. Pasaban a flashazos los autos a nuestro lado, relampagueando los ojos de mirada carnívora, canturreando, gritando que tenían una paloma para descuartizar antes del amanecer. En el espanto, creí captar cierta simpatía en uno de ellos. Mientras los cinco, quince, veinte locos se empinaban el frasco, gorgoreando y escupiendo, a él parecía incomodarle el carnaval de crueldad que tenían conmigo. Pero no decía nada, evitando mirar cuando sabajeaban mi cara en sus bultos mojados. «Son quince, son veinte, son treinta», rodaba la radio, rodaba la carretera y rodaban sus dedos afilados hurgándome con rabia el chiquitín. En un momento la tensión era extrema, el corazón me salía por la boca, la taquicardia aceleraba el desmayo, pero seguía viendo sus caras lustrosas, excitados, recordando que habían hecho lo mismo con una loca vieja la semana anterior. Pero este tiene el culito blanco. Tiene el culito cerradito. Te vamos a partir el ojete, decían virulentos. Vi al más fiero con el gollete empuñado en su mano. Cerré los ojos y sentí un nudo de pavor que iba en aumento, con la música, los alaridos y el estallar de la botella en alguna parte… Pero extrañamente no escuché ningún ruido. En un minuto la escena del thriller estaba muda, los veía en cámara lenta agrandarse frente a mí, pero en completo silencio. Entonces me vino esa paz de algodones que relajó hasta mi pelo (entonces tenía pelo). De pronto, no sentía miedo, el terror se había evaporado con la garúa luminosa del parabrisas. Podía ocurrir lo peor y en esa calma celeste era mi blindaje. A lo lejos susurraba la radio «Son quince, son veinte, son treinta», pero una emoción sublime me mantenía inmune frente a ellos. «Y qué le pasa a este maraco que se puso así», gritó el más violento. «Tiene cara de santa», dijo otro esquivando la mirada. «Se está haciendo la virgen para salvarse, el culiado. Espérate que lo despierte con este vidrio en la cara». A la luz tuberculosa del alba, giré la mejilla lentamente y la ofrecí en bandeja de Salomé al forajido. Se quedó con el vidrio chispeando en su mano temblorosa. «Ya pos», le dijo el chico del asiento delantero, «márcalo si eres tan gallo. Rájale la cara si eres tan hombre». El tipo seguía con la botella rota en alto. El chico de adelante, lo provocó una vez más, y después riéndose, subió el volumen de la radio y miró para afuera. No te atreviste, te la ganó el maricón. Hácelo vos pos conchetumadre. Y a quién le sacai la madre, hijo de puta. A vos que te hacís el valiente con este pobre gallo. Parece que le gusta el maricón, bromeaban los otros. Para el auto, bájate guevón. Las ruedas rechinaron en el frenazo. En la pelea, discutían tan fieros que en un minuto se olvidaron de mí. Y todo fue por este maricón. Échalo de aquí y sigamos tomando. Ya, te fuiste, desaparece, me dijeron empujándome abajo. Y sin esperar que me lo repitieran, salté a la calle y eché a correr viendo desaparecer la negra carroza por la carretera. Sólo ahí logré sacar el aire. Ufff, de la que me salvé. Y caminando, caminé sonámbulo como levantándome de un sueño pesado. Había perdido toda mi energía en ese esfuerzo. En el aire, jirones del sol encobrecían los pastos pobres del Santiago sur. La carretera se perdía en los cerros violáceos y todavía me quedaban horas caminando de regreso a mi casa. Pero estaba vivo y libre como una gorriona en el aclarar. «Son quince, son veinte, son treinta», creí escuchar a la distancia, mientras en el cielo, un cacho de luna, guiñándome un ojo se iba a dormir.



 



 

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