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Transgénero y memoria histórica en Pedro Lemebel

Transgenre et mémoire historique chez Pedro Lemebel

A propósito de Tengo miedo, torero  (2001)


Por Silvia Hueso Fibla
Publicado en América, 52, 2018




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Resumen

La novela Tengo miedo, torero (2001) de Pedro Lemebel aborda la situación de la comunidad transgénero en Santiago de Chile bajo la dictadura de Augusto Pinochet. El gesto escriturario del autor apunta a la recuperación de la memoria histórica de su país desde el punto de vista de la parodia, la irrisión, la incongruencia y la suma de contrarios del oxímoron Camp. Junto con la Estética neobarroca, el Camp resulta la clave de lectura de la obra ya que Lemebel resemantiza elementos procedentes del universo del Kitsch y de la cultura de masas (tanto en el nivel de la construcción identitaria de los personajes como en el propio nivel narrativo) desde un punto de vista queer dando lugar a artefactos estéticos que podemos considerar insertos en la esfera del Camp.

Palabras claves:  transgénero, dictadura, Camp, Kistch, Neobarroco


Résumé

Le roman de Pedro Lemebel  Tengo miedo, torero aborde la situation de la communaut transgenre à Santiago du Chili sous la dictature d’Augusto Pinochet. L’acte d’écriture de l’auteur vise à récupérer la mémoire historique de son pays selon un point de vue de la parodie, du ridicule, de l’incongru et des multiples contraires à la façon de l’oxymore Camp. Associé à l’Esthétique néobaroque, le Camp apparaît comme la clé de lecture de ce livre où Lemebel resémantise des éléments provenant de l’univers du Kitsch et de la culture de masse (aussi bien au niveau de la construction identitaire des personnages qu’au niveau narratif proprement dit), suivant le point de vue queer en mettant en place des compositions esthétiques qui peuvent être considérées comme relevant de la sphère du Camp.

Mots-clés :  transgenre, dictature, Camp, Kitsch, néobaroque

 

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1. La Loca del Frente

1 La novela Tengo miedo, torero (2001) de Pedro Lemebel aborda la situación de la comunidad transgénero en Santiago de Chile bajo la dictadura de Augusto Pinochet. Su protagonista, la Loca del Frente (del Frente patriótico Manuel Rodríguez, se entiende) realiza un bascular ideológico desde un supuesto «no posicionamiento político» (que ya es en sí mismo un posicionamiento…) hasta la entrada en la clandestinidad antifascista apoyando a la guerrilla urbana por amor a Carlos, el guerrillero que la enamora y engaña para utilizar su cuarto como centro de reunión y almacén de armas.

2 La novela ilustra la resemantización que realiza el Camp del amor melodramático, el bolero, la copla y el divismo hollywoodiense, ya que la Loca del Frente concibe su vida como si se encontrase en un  set  cinematográfico, realizando cada pequeño gesto con una teatralidad exagerada como si lo dedicara a un público perpetuo, representado las más de las veces por Carlos, trasunto de Gary Cooper en «modo guerrillero», para el que La Loca realiza su performance  de clase (pasar por culta, inocente y dulce paloma) y de género (pasar por Jane Mansfield adoptando los roles clásicos de la mujer en el melodrama).

3 Será ese «amor amargo» el que decidirá la paulatina politización del personaje, siempre tamizada por las películas con las que tiende a identificarse (sea un film  rosa o negro), y que provocará un significativo cambio en el uso de la copla que da título a la obra: de tonada que acompaña la limpieza del hogar a consigna para uso clandestino, «Tengo miedo, torero» refleja su cambio ideológico a nivel discursivo.

4 La construcción de sí que realiza el personaje, refleja su fijación por el universo  glamouroso  de la diva, un ambiguo mundo de parafernalia y artificialidad que constituye una mentira que dice la verdad: ante una realidad precaria la Loca del Frente construye un universo de oropeles de cartón-piedra para desarrollar su teatro de seducción e intentar conquistar a Carlos; su rol de niña dulce es una mentira que esconde las verdaderas intenciones sexuales del personaje; su continua voluntad de hacerse la lesa, esconde las sospechas por las actividades revolucionarias del joven que se empeña en disimular para no perder su confianza y seguir con el espectáculo de la conquista amorosa melodramática.

5 Su ambigüedad ideológica es otro de los elementos que más marcadamente lo incluyen en la esfera del Camp, pues se toma su colaboración con el Frente Patriótico de modo frívolo, mientras que ciertas frivolidades como la decoración de su casa adquieren una relevancia incongruente: un misil de guerra pasa a ser una columna dórica adornada con florituras y coronada por un macetón de flores plásticas; decenas de cajas con material subversivo aparecen como consolas y poltronas de un decorado hollywoodiense; es capaz de transformar en feliz merienda campestre la toma de datos topográficos para realizar un atentado contra el dictador y de convertir el miedo a que Carlos desaparezca en un campo de tortura en una disputa telenovelesca a lo Catherine Fulop y Fernando Carrillo.

6 Ciertas escenas de marcada tensión política aparecen superadas por la frivolidad del personaje, que ante una «máquina de escudos, cascos, bototos, arrasando todo con el rastrillo de los lumazos» (118), es capaz de descolocar al milico agresor con un «¿me da permiso?» (119) y un descarado pestañeo que le permite atravesar la batería; del mismo modo, frente a una redada en el colectivo, bromea juguetona con el uniformado a base de dobles sentidos sexuales mientras estruja en su bolsillo la foto de un desaparecido; en el automóvil con destino incierto para huir de Santiago por su colaboración con el Frente, sólo atina a comparar a Laura, bromista, con «la Chilindrina» (165) y a comentar «acomodándose como gata frívola en el asiento […]: Me va a hacer bien un poco de sol marino, estoy tan pálida» (178).

7 La Loca del Frente aparece como la personificación del oxímoron Camp en cada una de sus intervenciones, marcadas por la incongruencia, la teatralidad y el sentido del humor (Newton, 1972). Estas serán las tres armas del personaje para afrontar ciertas situaciones en que machismo, clasismo y racismo van de la mano para configurar los vaivenes de la homofobia en la sociedad chilena: en la obra de Lemebel, la derecha dirigente aúna esos tres -ismos contra los que la protagonista (travesti, pobre y mestiza) tiene que lidiar continuamente.

8 En la «microbatalla» contra Doña Catita, observamos en la Loca un cambio de posicionamiento proporcional a su politización: la vieja esposa de un alto cargo militar, será inicialmente considerada «tan estupenda» y «tan delicada» (Lemebel, 2001: 49), «su clienta más antigua, la más regia. Una verdadera dama que lo trataba tan bien» (48) para pasar a considerarla una «vieja de mierda […] todo porque tiene plata y es la mujer de un general» (61-62).

9 La primera conversación telefónica entre la Loca y la señora milica está marcada por un tono adulador teñido de culpa por parte de la Loca que lleva retraso en la entrega: «Señora Catita, yo sabía que usted se iba a enojar si no le ponía el escudo chileno, pero también sé que usted es una dama de buen gusto, y después iba a estar de acuerdo conmigo, lo iba a encontrar ordinario» (Lemebel, 2001: 48-49). Posteriormente se revuelve contra ella porque comprende que sería, en cierta medida, una colaboración con el mundo militar con el que está enfrentado su enamorado y exclama: «¿Qué se cree?, ¿que una la va a esperar toda la tarde porque ella está atendiendo a sus amigas milicas?» (61). Finalmente, la Loca rechaza la llamada de la señora y pide a una mujer del barrio que conteste al teléfono diciendo que ella ya no vive por allá: «¿usted podría contestar el teléfono y decirle a la señora que me llama que yo me cambié de barrio, y que usted no tiene idea dónde me fui?» (145). Así, la Loca rechaza todo ulterior contacto con el mundo militar y con la señora Catita como apéndice del mismo.

10 Por otro lado, el «mariconaje guerrero» de Lemebel se manifiesta en ciertas afirmaciones del personaje que reivindica la desigualdad de las locas pobres: la pertenencia de La Loca del Frente a los sectores populares sin recursos económicos se cruza con la prostitución, pues el hecho de no poder acceder a puestos de trabajo fijos y bien remunerados, por no haber recibido suficiente educación[1] (porque «los maricones pobres nunca van a la universidad» (130), porque las locas fuertes[2], a diferencia de los homosexuales de clase media, no tienen otro chance) obliga al personaje a ejercer la prostitución callejera hasta que su amiga la Rana la acoge y le enseña a tejer, adquiriendo un oficio con sus manos tarántulas.


2. Camp y Neobarroco: la parodia de la figura del dictador

11 En la prosa artificiosa de Lemebel, el Neobarroco entronca con la Estética Camp y el Kitsch a través de la moda nostalgia dando cabida al discurso político. La máscara de la simulación es uno de los instrumentos empleados para subvertir la convencionalidad de «las categorías que rigen la sociedad patriarcal, masculina-heterosexual occidental» (Kulawik, 2008: 101).

12 Las locas lemebelianas marcan la línea de la ambigüedad genérica, mientras que el estilo enrevesado de su prosa se sitúa en la línea desestabilizadora del discurso realista con un Neobarroco artificioso que rompe con ironía la  weltanschauung  tradicional, muestra una visión de la realidad estetizada a la vez que carnavalizada dando cabida a contrastes grotescos entre lo refinado y lo  barroso que sirven como pretexto para realizar una crítica de la sociedad heteropatriarcal chilena bajo la dictadura de Pinochet.

13 A través de la figura del triángulo, Zurbano (2007: 106) ilustra las tres líneas fundamentales que convergen en la obra de Lemebel: por un lado, la identidad genérica del propio autor y de sus personajes que configura un contra-discurso social de resistencia; por otro lado, la «expresividad verbal y corporal, marcada por un barroquismo del deseo» (ibid.) que se refleja en la propia materialidad de la escritura; finalmente, el contenido político de sus obras que plantean lecturas alternativas de las realidades socioeconómicas en que se desarrolla la trama.

14 La «lengua de barro» lemebeliana (Lemebel, 2001: 126) entronca con ese Neobarroso teorizado por Perlongher que da cabida a los momentos más espectacularmente brillantes de la imagen barroca yuxtapuestos a la hostilidad perversa de lo bajo y grotesco, del lodo y el fango[3]del río de la Plata que, en el chileno, como afirma Soledad Bianchi, se traslada a las aguas mugrientas del Mapocho, para dar lugar al «Neobarrocho» (Bianchi, 1996: 139). Lejos del «fulgor isleño y la majestuosidad del estuario trasandino» (ibid.: 139) la prosa lemebeliana se relaciona con el exceso y el maquillaje travesti sarduyano en una concatenación aglomerada de la frase, en una simulación verbal altisonante que alcanza todos los estratos de la cartografía marginal santiaguina mediante el contraste con una prosa disfrazada de adjetivos superfluamente necesarios.

15 Un claro ejemplo de ello resulta la grotesca parodia de las figuras del dictador y su esposa que conecta la carnavalización bajtiniana con el Neobarroco sarduyano desde la inversión e irrisión, dando lugar a contrastes evidentes entre la idealizada figura de Carlos y los muchachos del Frente y la animalización de Pinochet y los milicos.

16 Doña Lucy es un parlotero papagayo racista[4] y clasista[5] cuya caracterización contrasta con el silencio maquiavélico de su marido. En su mundo de Cartier y Nina Ricci, la inagotable cháchara de la mujer atiende sólo a las novedades en el mundo de la moda que vienen de París, aconsejada por su estilista Gonza, cuyo nombre repite insaciablemente para desespero del dictador: «que Gonzalo me dijo, que Gonzalo dice, que Gonzalo cree, que debieras tener en cuenta la opinión de Gonza…» (Lemebel, 2001: 29).

17 La animalización de la mujer va de la gallina a la chicharra, pasando por el papagayo, la cacatúa o la abeja, siempre en referencia a su verborrea insoportable que también es susceptible de reificación. En este sentido, será una batidora, una «victrola parlotera», o una radio a pilas que con su «voz de lata» (109) recurre a un eterno «tarareo rezogón» (125).

18 Esta verba incesante resalta, en primer lugar, por la superficialidad de sus observaciones políticas que la llevan a afirmar que la poca popularidad del gobierno militar se debe al color de sus uniformes, o al corte de pelo y el afeitado del dictador que no permite que el pueblo vea sus ojos y su sonrisa. En segundo lugar, resalta por la ignorancia congénita: la mujer no sabe a ciencia cierta el nombre del «Aleph» de Borges o la circunstancia de su ceguera.

19 La obsesión por el qué dirán está siempre presente en las conversaciones de la pareja que se dedica a la falta de respeto mutuo en un habla del desamor eterno acompasado por los recuerdos de los clics de los fotógrafos de la prensa rosa. El dictador le recrimina a su esposa la extravagancia en el vestir[6], mientras ella critica su reticencia milica a no llevar otra cosa que no sea el uniforme color caqui[7]; ella lo trata de tonto por confiar en los gobiernos de los otros países que terminaron por darle la espalda (41), mientras él la mira con desprecio en el silencio de su rencor (66) y su censura (105).

20 Otro de los elementos que comparten es su exacerbado catolicismo, unido a la creencia en las fuerzas ocultas y el Tarot que, tras el atentado perpetuado por el Frente, el dictador también abraza. Si ambos confían en «la Virgen del Carmen, la Patrona del Ejército» (169) y en la protección sobrenatural que otorga a su gobierno (126), al mismo tiempo se dejan aconsejar por Gonza y sus creencias esotéricas: «el I Ching» (42), «el Tarot de Gonzalo» (170).

21 Augusto, por otra parte, viene caracterizado como «un viejo cobarde» (104), homófobo y obsesionado con los fetiches militares. La primera característica se marca textualmente en un crescendo de alusiones que llegan a su clímax tras el atentado del Frente; no sólo se sobresalta asustado al «escuchar el alarido rompefilas» (124) o busca su «Luger en su cajón asustado por las salvas de los fusiles» (103), sino que recuerda con orgullo haber dirigido la operación contra Allende «desde una cómoda sala de comandos» en Peñalolén (126) mientras los soldados enfrentaban el peligro físico. El cúlmen de lo grotesco en la línea pantagruélica, lo pinta como un fantoche que recuerda al Ubu roi de Jarry (1896) en el exceso escatológico del miedo:


Tírese al suelo, mi General, le gritó el chofer desesperado, pero hacía rato que el dictador tenía la nariz pegada al piso, temblando, tartamudeando: Ma-mama-cita-linda esta güevá es cierta. Y tan cierta que el pavor de los escoltas no los dejaba reaccionar. Y pálidos se escondían como ratas en el fragor de la balacera […]. En el asiento trasero, el Dictador temblaba como una hoja, no podía hablar, no atinaba a pronunciar palabra, estático, sin moverse, sin poder acomodarse en el asiento. Más bien no podía moverse, sentado en la tibia plasta de su mierda que lentamente corría por su pierna, dejando escapar el hedor putrefacto del miedo. (Lemebel, 2001: 154-156)


22 Tras el atentado, el «castañeteo de sus dientes» (170) y el terror a «quedarse solo en esa oscuridad» (171) son acompañados por los insultos de su mujer, que intenta calmar sus pesadillas aconsejándole: «Tómate tus gotas, no seas gallina» (192). Aquí, la animalización del personaje se realiza con el mismo significante que, en el caso de su mujer, resaltaba por su cacareo incesante, pero que en él destaca por la falta de coraje del ave doméstica que corre a esconderse en el corral ante el menor peligro. Igualmente, aparece como «elefante somnoliento» (66), como «niño lince» (106), «como una foca refunfuñando» (110), como «viejo zorro» (124), «como verraco» (155) y como buitre, en contraste esta vez con la Loca del Frente que siempre se significa como inocente paloma: «para que nadie viera el regocijo en su mirada de buitre esos días de palomas muertas» (144).

23 La contraposición entre ambos personajes es constante, pues mientras la Loca escucha boleros y canciones de amor, él sólo recurre a las marchas militares (31, 124) y a Lili Marleen (110); si la primera habla «en poesía» (130), el segundo odia «las poesías. Ni leerlas, ni escucharlas, ni escribirlas, ni nada» (125); sus apreciaciones estéticas también se contraponen, como el parecer ante el edificio del Congreso de Valparaíso que, para la Loca es una «güevada tan fea, [que] parece un hospital de la política» (183), mientras que para Pinochet «esa construcción faraónica era su gran orgullo, lo mismo que la carretera austral» (184); por último, los sueños eróticos de la Loca, en los cuales cabalga con un «misterioso jinete» que la hace cruzar la llanura amarrada a su cintura (46-47), se oponen a las pesadillas del dictador de las que despierta sobresaltado ante su propio cortejo fúnebre, la fiesta de su décimo cumpleaños con aquel pastel en forma de «entomológico cementerio» (109), las aves carroñeras picoteándole los ojos, o la condecoración de un joven «colijunto» (172).

24 Esta última pesadilla muestra la homofobia salvaje del personaje, que en numerosas ocasiones recurre al insulto para referirse a los hombres gays que encuentra en sus paseos o en el ejército: «maricón», «degenerados» (46), «pájaro afeminado» (141)… el dictador llega a expulsar del cuerpo a un joven cadete porque no soporta «verlo mariconeando en mi jardín» (141) y su odio a los picaflores como correlato del mariposear del joven cadete homosexual se completa con su identificación con los cóndores carroñeros que sobrevuelan la finca en el Cajón de Maipo. Homosexuales y comunistas, comparten el odio del dictador llegando a identificarse en explícitas afirmaciones: «Ese Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que son puros estudiantes que juegan a ser guerrilleros. Son puros cabros maricones que juegan a tirar piedras, cantan canciones de la Violeta Parra y leen poesías» (125). Su misantropía alcanza todos los rincones de la raza humana: «todos son mis enemigos, rezongó Augustito con soberbia» (106).

25 Su obsesión por el mundo militar desde niño, en que coleccionaba «los carros de aurigas imperiales, los camioncitos, jeeps y tanques blindados en espera de un pequeño combate» (105-106), se focaliza en fetiches como pistolas pertenecientes a otros dictadores (65), «fierros y sables y pistolas y cachureos militares» (43) y en su identificación con Hitler («nirvana hitleriano», 20), Nerón (68), Ramsés II, y otros faraones egipcios creadores de ciclópeas obras arquitectónicas (184). Como un niño que juega a ser grande, que sigue jugando con camioncitos y pistolas de plástico, pero que a la hora de la verdad es incapaz de enfrentarse a los acontecimientos dada su cobardía, el dictador es escarnecido y ridiculizado con tintes rabelaisianos en la parodia colorista que Lemebel traza en Tengo miedo, torero.


Conclusión

26 Como hemos observado, el gesto escriturario de Lemebel retoma la memoria del Chile dictatorial a través de la parodia neobarroca de la figura del dictador y su esposa, desde el punto de vista de La loca del Frente, personaje transgénero que realiza una construcción de sí tomando elementos procedentes del Kitsch y del universo del melodrama.

27 La obra de Lemebel resulta, por tanto, un claro ejemplo de Camp latinoamericano en ese magnífico cruce con el Neobarroco que adopta el Camp en la prosa del chileno, donde se resemantizan elementos de la cultura de masas y el Kitsch a través de la parodia de género, se plasman las particularidades que adopta lo Queer en el continente y donde el oxímoron Camp adquiere una lectura política en consonancia con la evolución ideológica del personaje principal y una fuerza basada en el humor y la incongruencia directamente proporcionales a la brutal homofobia de la sociedad que se describe.

28 El autor realiza una reivindicación de la diferencia de raza y clase a modo de «mariconaje guerrero» (127) emitida desde su posición de «pobre y maricón» (93). Ya en su «Manifiesto» del 86, reivindicaba su diferencia, la lucha desde su propio cuerpo con su voz «amariconada» (ibid.) por conseguir una hombría que los miembros del partido revolucionario siempre dudaron que tuviera; esos compañeros de que desconfía viendo los resultados de la revolución cubana y sus sidarios, la posición en el parlamento de aquella izquierda transgresora y su «culo lacio» (97); el posicionamiento en la izquierda lemebeliano pasa por la reivindicación de los derechos de las minorías económicas, raciales y sexuales.

29 Tengo miedo, torero  resulta una novela de marcado contenido político, que desambigua la supuesta frivolidad de la estética Camp. La parodia y animalización de la figura del dictador y el bascular de La Loca de la frivolidad al compromiso con el Frente sitúan la obra en la línea de reflexión inaugurada por Puig en  El beso de la mujer araña  (1976) y perpetuada por Senel Paz en  El lobo, el bosque y el hombre nuevo  (1991).

 

 

 

 

Notas

 

[1] «Yo apenas sé escribir pos niña, no creo que aprenda» decía la Loca a la Rana cuando la acogió en la casa, «todo se aprende en la vida mirando, chiquilla, igual que la cochiná, que la aprendiste solita» respondió la vieja madama (Lemebel, 2001:73). En este sentido, Sancho Ordóñez argumenta que «conseguir un trabajo formal para un gay varonil es más fácil que para una ‘loca afeminada’, menos cuando buena parte de ellas no han tenido acceso a educación superior» (Sancho Ordóñez, 2011: 106).

[2] Sancho Ordóñez se pregunta: «¿Es lo mismo ser una ‘loca’ que ser una ‘loca fuerte’? En realidad no, pues lo fuerte rebasa lo que está aceptado dentro del modelo simple de un gay afeminado, en lo fuerte se interseca el tema de la clase social y la raza. Las ‘fuertes’ no pueden proyectarse como un prototipo de gay afeminado de clase media o alta, que se viste de modo elegante, con ropas femeninas de marcas reconocidas y accesorios costosos, de igual manera tampoco encajan en un modelo racial de latino blanqueado. Las ‘fuertes’ se ubican en un espacio relegado a la abyección» (Sancho Ordóñez, 2011: 102).

[3] A esta combinación de elementos valiosos con falsos brillos se superpone a menudo la presencia del detritus, de la mugre, lo abyecto» (Ostrov, 2003: 111).

[4] Al recordar la visita oficial a Sudáfrica en que no dejaron aterrizar al avión presidencial, la mujer recurre a todos los insultos racistas que le vienen en mente: «cholos mal educados» (Lemebel, 2001: 41), «negros mugrientos» (ibid.: 42), «ese africano roto» (ibid.:43), las «puras mugres que traían de Sudáfrica» (ibid.:43), «tanto negro chico inflado de hambre» (ibid.: 43). Este episodio es una ficcionalización de la fallida visita que Pinochet realizó a Filipinas en marzo de 1980; el dictador tuvo que repostar combustible en Fidji, por aquel entonces dirigido por un gobierno comunista donde incluso llegaron a fumigarle el avión.

[5] «Con mayor razón van a decir que eres un huaso metido a gente» le espeta a su marido para evitar que la prensa comunista lo retrate echado sobre la hierba (Lemebel, 2001: 31). El desprecio de esta mujer que se cree superior por ser la esposa del dictador, también abarca a las esposas de los otros generales, de las que piensa que «en el fondo se les come la envidia» (ibid.: 66) porque ella lleva modelitos parisinos, mientras que las demás visten «como empleadas domésticas en día domingo» (ibid.), porque como comenta, «de jovencita mi madre me educó con clase y me enseñó los secretos del buen vestir» (ibid.).

[6] «Pero mujer, ¿a tu edad? ¿No ves que la prensa comunista lo único que hace es reírse de tus sombreros?» (Lemebel, 2001: 29); «Y no pongas esa cara de amarrete pensando que costó un dineral [el sombrero], apenas quinientos dólares, una ganga, una baratura comparado con la fortuna que tú gastas en los fierros mohosos de tu colección de armas» (ibid.: 65).

[7] «¿Ycómo ustedes que no se sacan la gorra militar ni para dormir?» (Lemebel, 2001: 29); «¿No viste que usaba una camisa sport, afuera del pantalón? Y tú con ese uniforme plomo, color burro, cerrado hasta el cogote» (ibid.: 30).

 

 


Bibliografía

 

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