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Pedro Lemebel:
Del barroco
desclosetado
Por Carlos Monsiváis
http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/
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Desde mi primera lectura de Pedro Lemebel lo supe sin necesidad de augures: estaba ante un escritor singular, dueño —de manera eslabonada— de la prosa que proviene de un oído literario excepcional, del don de la metáfora (la prodiga sin despeñarse en la cursilería y sin red de protección), y de una solidaridad narrativa con los marginales, sus semejantes, no exenta de burla o de crueldad (en la índole de: “Si los observara compasivamente, traicionaría su naturaleza y su razón de ser porque continuaría deshumanizándolos”). Y también, aunque eso al principio apenas lo acepté del modo debido, certifiqué lo que, si se me concede la expresión, es “el barroquismo desclosetado” de Lemebel.
Quítese cualquier tono de revelación a lo que sigue: Lemebel es gay, y no consigue ni quiere disimularlo, y él, además, cuando se le ocurre, atraviesa las fronteras del vestuario asignado a su género (las restricciones que, en el caso de las mujeres, han sido abolidas por la comodidad), y no ha tomado en serio las restricciones del clóset o del armario, ese ámbito de contención y vergüenza cada vez más desajustado. (Si antes se decía: “Si ya lo sabe Dios, que se enteren los hombres”; ahora la expresión sería: “ Si ya se enteraron los que me conocen, le toca a Dios hacerse el disimulado”). Y la lógica de Lebemel se acerca a la del cantautor Juan Gabriel que, oráculo afrentoso, al cuestionársele sobre su condición gay responde: “Lo que se ve no se pregunta”. A una indagación similar, Lemebel quizás añadiría: “¿Ya preguntaste? Ahora déjale al testimonio de tus sentidos que te regañe por miopía deliberada”.
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¿Qué es el tema en Lemebel? En sus primeros textos es la oportunidad de elevar su vida cotidiana al rango de un paisaje del campo de batalla. No le interesa la crónica realista, aunque en muy buena medida sus creaciones lo sean, sino entregarle al estilo la transfiguración de su pasado inmediato y su presente. Como los de su especie, ha vivido cercado con acciones, actitudes y prejuicios orgánicos, que recuerdan la pregunta de Ginés de Sepúlveda en el siglo XVI: ¿Los indios tienen alma? Si el racismo ha insistido de diversas maneras en que no, ¿por qué, entonces, la deberían tener los maricones, absortos en el simulacro de la feminidad, migrantes verbales del uso del género que les toca, que gesticulan, hacen chillar sus voces, dislocan sus ademanes, y abdican del énfasis viril? Como a tantos, a Lemebel lo fija una certeza quizás enunciable de este modo: “Estoy aquí, no me pienso ir, me divierto muchísimo y voy a escribir a partir de mi humanidad vestida o travestida o desnuda, porque ése es mi derecho” y acudo entonces a su pasión estilística que es también un arma ideológica: el barroco desclosetado, desarmonizado, que suele aprovisionarse de la moda femenina (¡ah las sensaciones envueltas en lamé dorado!), de la veneración de Hollywood y el kitsch, de las sesiones gastadas en oír canciones más bien horrendas, de lo más grotesco de la prensa del corazón y de la experiencia vicaria de las estrellas recicladas por el chisme, que es la cumbre de la mofa y el choteo. En su nivel más exacto todo en ese orbe, recreado notablemente por Lemebel, es paródico, y debe serlo si ya nadie sabe dónde quedó el original.
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El ámbito de Pedro Lemebel: encajes de acero, seda y chaquira de la epistemología (en este caso, la ciencia de la verdad que camina en tacón alto); fantasías donde la buena suerte depende del saber manejarse entre sombras y callejones, de los desfiles del vestuario conveniente para recibir el fin del mundo, del humor que se ríe mientras selecciona su epitafio. El gustado dueto Eros y Tánatos acepta el riesgo de la pasarela y desafía a las “mortajas empapadas de patria”; ángeles sonámbulos; pecadores vulgares, travestis tan frágiles como samurais de Kurosawa: en suma, las metáforas, los símiles y las alegorías que sustituyen a los inventarios parsimoniosos de lo real: las cirugías plásticas del alma que buscan situarse en el mercado de la Auto-Ayuda; los izquierdistas que injurian a los maricones porque éstos —según ellos— inhiben la gana de los obreros de verse muy cachondos; los derechistas que ven a la Familia (la institución) resquebrajarse por la complacencia de la familia (el grupo específico); la conspiración de las flores nocturnas a mediodía. Eso sin hablar del Ligue, la avanzada diplomática del coito.
El autor se traviste de gala y se transforma en La Loca en plena galería de espejos. Y la desmesura es posible porque Lemebel es un poeta genuino, y porque sus crónicas son un vertedero de relatos divertidos y conmovedores y de imágenes magníficas. Y desde la escritura alucinada, a la vez informativa y fantástica, Lemebel se rehúsa a los ocultamientos y a la desaparición del punto de vista de las minorías.
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Las crónicas de Lemebel subvierten “la prosa del corazón” y entre otras genealogías, despliegan sus lecturas cuidadosas de Manuel Puig y Guillermo Cabrera Infante. Su primer destinatario es lo que le rodea, tan ajeno al parecer al barroco desclosetado, Lemebel le habla a las amigas (en varios sentidos del término), a los vecinos, a los semejantes y a los ausentes, de la índole que sea (al principio, supongo, Lemebel no imagina lectores sino ausentes que van llegando), a todos los que le ayudan a sostener el tono adecuado, la entrega taimada y candorosa a lo trágico y a lo cómico.
LA REINA DEL ESTANQUE QUIERO SER
(CORO): ¡QUE SEAS!
¿Normalizarse a través de la provocación? A Lemebel lo que menos le incumbe es la normalidad, él defiende sus particularismos (si lo quieren llamar identidad no se opone), habla a nombre de un colectivo, la familia ampliada, y pierde y recupera el plural y es el él y es el nosotros que se deslizan por el mar de colguijes y afeites y plumas, de chistes imprevisibles y canciones inevitables y chismes que si son buenos merecen una vitrina bien iluminada y sátiras que el destinatario, lo quiera o no, incorpora a sus gestos más íntimos.
Y todo se subordina a lo primordial: la melodía del idioma, la ferocidad del punto de vista, el descubrimiento de las secuencias rítmicas, el contar dramas y secretos como no queriendo. Un ejemplo, este microcuento escondido en una crónica:
Todo el mundo estaba invitado, las locas pobres, las de Recoleta, las de medio pelo, las del Blue Ballet, las de la Carlina, las callejeras que patinaban la noche en la calle Huérfanos, la Chumilou y su pandilla travesti, las regias del Coppelia y la Pilola Alessandri. Todas se juntaban en los patios de la UNCTAD para imaginar los modelitos que iban a lucir esa noche. Que la camisa de vuelos, que el cinturón Saint- Tropez, que los pantalones rayados, no, mejor los anchos y plisados como maxifalda, con zuecos y encima tapados de visón, suspiró la Chumilou. “De conejo querrás decir linda, porque no creo que tengas un visón”. “Y tú regia. ¿De qué color es el tuyo?”. “Yo no tengo”, dijo la Pilola Alessandri, “pero mi mamá tiene dos”. “Tendría que verlos”. “¿Cuál quieres, el blanco o el negro?”. “Los dos”, dijo desafiante la Chumilou. “El blanco para despedir el 72, que ha sido una fiesta para nosotros los maricones pobres. Y el negro para recibir el 73, que con tanto güeveo de cacerolas se me ocurre que viene pesado”. Y la Pilola Alessandri, que había ofrecido los abrigos, no pudo echarse para atrás, y esa noche de fin de año llegó en taxi a la UNCTAD, y después de los abrazos, sacó las inmensas pieles sustraídas a la mamá, diciendo que eran auténticas, que el papá las había comprado en la Casa Dior de París, y que si algo les pasaba la mataban.
(...)
... Nadie supo de dónde una diabla sacó una banderita chilena que puso en el vértice de la siniestra escultura. Entonces la Pilola Alessandri se molestó e indignada dijo que era una falta de respeto, que ofendía a los militares que tanto habían hecho por la patria. Que este país era un asco populachero con esa Unidad Popular que tenía a todos muertos de hambre. Que las locas rascas no sabían de política y no tenían respeto ni siquiera por la bandera. Y que ella no podía estar ni un minuto más allí, así que le pasaran los visones porque se retiraba. “¿Qué visones niña?”, le contestó la Chumilou echándose aire con su abanico. “Aquí las locas rascas no conocemos esas cosas. Además, con este calor. ¿En pleno verano? Hay que ser muy tonta para usar pieles, linda”. Entonces el grupo de pitucas cayó en la cuenta que hacía mucho rato no veían las finas pieles. Llamaron a la dueña de la casa, que borracha, aún seguía coleccionando huesos para elevar su monumento al hambre. Buscaron por todos los rincones, deshicieron las camas, preguntaron en el vecindario, pero nadie recordaba haber visto visones blancos volando en las fonolas de Recoleta. La Pilola no aguantó más y amenazó con llamar a su tío comandante si no aparecían los abrigos de la mamá. Pero todas las locas la miraron incrédulas, sabiendo que nunca lo haría por temor a que su honorable familia se enterara de su resfrío. La Astaburuaga, la Zañartu y unas cuantas arribistas solidarias con la pérdida se retiraron indignadas jurando no pisar jamás ese roterío. Y mientras esperaban en la calle algún taxi que las sacara de esos literales, la música volvió a retumbar en la casucha de la Palma, volvieron los tiritones de pelvis y el mambo número ocho dio inicio al show travesti. De pronto alguien cortó la música y todas gritaron en coro: “Se te voló el visón, niña. Ataja ese visón”.
Un cuento que se da casi por casualidad, una anécdota que se va transformando en un obituario. Lemebel es un narrador convencido de la función ubicua de los instantes climáticos, siempre en maridaje con los momentos muertos.
...Y SÓLO ASÍ MI CORAZÓN SE ATREVE
¿Cuáles son o han sido en América Latina las expresiones literarias del deseo otro, cuál es el proceso de su descubrimiento o redescubrimiento? Sólo con lentitud se advierten los vestigios o las señales enviados desde otras generaciones. En sociedades habituadas, en el mejor de los casos a las respuestas a medias en público, y al choteo y al morbo en privado, con circunloquios que hacen las veces de silencios de la respetabilidad, se vive una larga etapa cuando no se concibe el Come Out o el desclosetamiento, y cuando escribir sobre la cuestión gay o lésbica, equivale —lo acepten o no sus autores— a una declaración de principios. El mensaje (la confesión) es la elección del tema que, de acuerdo al registro dominante, es como la edición de la autobiografía.
También el cerco de silencios invisibles y no se lee lo que está allí por lo menos desde la década de 1920. Véase el poema “Cinematógrafo” del mexicano Xavier Villaurrutia (1903-1950), en su libro Reflejos (1926):
... El corazón, su frío de invierno,
quiere llorar su juventud
a oscuras.
En este túnel de hollín
unta las caras,
y sólo así mi corazón se atreve.
En este túnel sopla
la música delgada.
Y es tan largo que tardaré en salir
por aquella puerta con luz
donde lloran dos hombres
que quisieran estar a oscuras.
¿Por qué no pagarán la entrada?
Desde la perspectiva actual, todo es inequívoco: el rostro velado, sólo así mi corazón se atreve, los dos hombres que quisieran estar a oscuras... Los eufemismos ubican al heterodoxo y diferencian a “Cinematógrafo” de casi todos los poemas de Villaurrutia, alejados de la experiencia personal. Este texto y un gran poema suyo, “Nocturno de los ángeles”, sí exigen la lectura desde la biografía del autor por la evidencia del contenido. Y esto sucede en numerosos casos. ¿De qué manera interpretar, un acto en ocasiones inevitable, estas líneas del mexicano Carlos Pellicer (1897-1978)?
Sé del silencio ante la gente oscura,
de callar este amor que es de otro modo.
O este otro poema de Pellicer, el más explícito de su obra, que no ha merecido sin embargo las aprox i m a c i ones debidas, no obstante su versión del sigilo necesario en el ámbito represivo:
Que se cierre esa puerta
que no me deja estar a solas con tus besos.
Que se cierre esa puerta
por donde campos, sol y rosas quieren vernos.
Esa puerta por donde
la cal azul de los pilares entra
a mirar como niños maliciosos
la timidez de nuestros corazones
que no se dan porque la puerta, abierta...
Por razones serenas
pasamos largo tiempo a puerta abierta.
Y arriesgado es besarse
y oprimirse la manos, ni siquiera
callar en buena lid...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . De Recuentos y otros poemas
¿Para una pareja heterosexual sería arriesgado besarse, oprimirse las manos, mirarse demasiado, callar en buena lid? Al respecto, y no sin excesos y no sin desembocar en ocasiones en lo insostenible, las lecturas y relecturas del feminismo han enriquecido la crítica literaria. El ejemplo, con las precauciones debidas, es muy sintomático. Hace falta precisar las dificultades históricas de los gay para decir la verdad en su manejo de lo íntimo y lo público (el clóset es todo menos una idea y una práctica unívocas), y porque, hasta fechas cercanas, en literatura o en cine, el amor de un hombre hacia otro o de una mujer hacia otra, o se censura o se interpreta como algo francamente abyecto o como las excentricidades de un temperamento viril, a la manera de los “antiguos extravíos” de David y Jonatán.
¿Cómo leer sin estrategias de “redención heterosexual” lo escrito sobre temas de “lo innombrable”? Entre otros, dos casos me llaman poderosamente la atención, por su calidad literaria y porque han evidenciado el prejuicio, en este caso un método obstinado de no leer. Hombres sin mujer (1938) del cubano Carlos Monten e g ro, una novela sobre el amor y el erotismo en las cárceles, y los sonetos satíricos de Salvador Novo (1904- 1974) escritos entre 1925 y 1940 aproximadamente. Al libro de Montenegro se le recibe como la denuncia del horror del aislamiento en las prisiones que homosexualiza a los presos. Si en un nivel esto es innegable, en otro, Hombres sin mujer es el relato de la deshumanización a cargo de la fuerza física que humilla a fondo a los “seres inferiores”, los “pájaros”, los invertidos, y es, también, el relato de la pasión amorosa que emerge inesperada e irreprimible.
Hombres sin mujer halla en el infierno de los penales el paraíso de la sexualidad sin trabas porque sin miradas moralistas, la libido abandona sus prohibiciones y divisiones rígidas. En un momento, Pascasio, el reo inquebrantable y vigoroso, el que se ha negado durante ocho años a saciar sus pulsiones con otro hombre, percibe el poder de seducción de un afeminado:
... De súbito, una idea lo asaltó haciéndolo detenerse sobresaltado. Se pasó una mano por la frente sudorosa y mordió un grito que no llegó a emitir. Se vio semejante a un pedazo de tierra en el que la Monta, como una planta, c recía, extendiendo dentro de él las raíces que le reptaban por el pecho, por los músculos de los brazos y por la garganta, hasta abrazarlo todo, como si fuesen ramificaciones de un cáncer, oprimiéndole el corazón y quebrándole la voz.
En la prisión sin visitas conyugales, la voluntad machista dura hasta que la obsesión sexual lo permite. Al sentirse Pascasio avasallado por la fuerza de Andrés, experimenta, sin ese nombre, el gozo de la pasión homosexual:
... No cabía duda de que aquello que le sucedía era lo que siempre había temido y rechazado. No importaba que fuera distinto a lo de Morita; que sus sentidos no hubieran intervenido para nada en la fuerza maravillosa de su espíritu, pero se veía manchado, a punto de sentirse pegajoso, semejante a sus compañeros que despreciaba. Y no obstante, era otro Pascasio, veía algo que nunca antes se manifestó en él y que, contradictoriamente, parecía elevarlo sobre el mundo que hasta entonces se debatiera. Era un Pascasio nuevo que se alzaba de sus propias ruinas, jubiloso y fuerte, con toda su capacidad de sufrir y gozar, superada hasta lo imposible. Era la suya una felicidad superior a cuanta había soñado.
Luego al final, lo prescindible: la tragedia, la imposibilidad de toda índole del final feliz. Pero mucho antes de que éste existiera, el personaje de Montenegro vislumbra el gay pride, el orgullo de la diferencia.
* * *
Un segundo ejemplo de las aportaciones de la relectura son los textos de Salvador Novo, leídos durante largo tiempo como dive rtimentos y festejados con la complacencia hipócrita. Sin embargo, su autor, al imprimirlos varias veces, anticipa el público amplio que suele memorizarlos y que, sin así reconocerlo, los califica de poesía notable. Cito uno:
Me dije: “Ya por fin la vida mía
el objeto encontró de su ternura;
es él quien llenará con su dulzura
para todos los siglos mi alegría”.
Pero un año pasó desde aquel día;
monótona tornose mi ventura,
y vi junto a su carne prematura
huerto en sazón que mieles ofrecía.
Déjame en mi camino. Por fortuna
ni el Código Civil ha de obligarte
ni tuvimos familia importuna.
El tiempo ha de ayudarme a subsanarte.
Nada en mí te recuerda —salvo una
leve amplitud mayor— en cierta parte.
A este soneto se le calificó de “cínico y desvergonzado”. Hoy su calidad, ya sin los enfados del moralismo, lo añade a la órbita de la gran poesía satírica.
DE LAS YEGUAS DEL APOCALIPSIS
Lemebel es —si la síntesis cabe— un escritor marginal en el centro y un freak canónico, ambos hechos indisolublemente unidos por la desolación y la energía. Si los márgenes ya carecen del peso arrasador todavía prevaleciente hace unos años, el centro es un territorio en disputa, y a Lemebel le ponen sitio las miradas (las lecturas) de la admiración, el morbo, el regocijo de “los turistas de lo inconveniente”, la extrañeza, la costumbre de la persecusión, ésa que para los gay se revela dramáticamente con los juicios de Oscar Wilde en 1895 y jubilosa y organizativamente con la revuelta de Stonewall en 1969.
Entre académicos y lectores, Lemebel se da a conocer dentro y fuera de Chile con sus primeras crónicas y con los performances del grupo Las Yeguas del Apocalipsis, intregado por Lemebel y Francisco Casas. La obra maestra de este grupo es una foto que reconvierte el cuadro célebre Las dos Fridas en una fiesta icónica a cargo de Pedro y Francisco. Por lo demás, ¿qué le argumentan a Lemebel desde las imprecaciones que le gritan, que él no haya oído hasta convertir las agresiones en un “rumor de época”? ¿Cómo sorprender al que ha descrito agudamente y con “descaro” a la sociedad que sólo reconoce la existencia de lo diverso tras la globalización y la experiencia de la dictadura de Pinochet? Al marginal, en todo caso, no se le vence con injurias y menos aún con expulsiones del sanctasanctórum de la Moral y las Buenas Costumbres: se le derrota con llamados a la autocompasión y a la resignación. Esto se sabe: a los gay, sólo secundariamente se les reprime por ser distintos; en primerísimo lugar se les acosa, maltrata, humilla e incluso asesina con el fin de que los verdugos y sus cómplices aquilaten la mitomanía de su importancia viril. (Es notable la crónica de Lemebel sobre el incendio criminal de la discoteca gay en Valparaíso).
LA MARICADA GITANEA
Nuevos criterios estéticos... A la tradición de Lemebel pertenecen, entre otros muchos, el argentino Néstor Perlongher, el mexicano Joaquín Hurtado, el puertorriqueño Manuel Ramos Otero, el cubano Reynaldo Arenas, y, un tanto más a distancia, el cubano Severo Sarduy y el argentino Manuel Puig. (El común denominador: el sida). Es una literatura de la indignación moral (Perlongher, Ramos Otero, Arenas, Hurtado), de la experimentación radical (Sarduy), de la incorporación festiva y victoriosa de la sensibilidad proscrita (Puig). En todos ellos lo gay no es la identidad artística sino la actitud contigua que afirma una tendencia cultural y un movimiento de conciencia. No hay literatura gay, sino la sensibilidad ignorada que ha de persistir mientras continúe la homofobia, y mientras no se acepte que, en materia de literatura, la excelencia puede corresponder a temas varios.
Un poeta muy apreciado por Lemebel, Néstor Perlongher, describe el ghetto:
Novedades de noche: satín terciopelo, modelando con flecos la moldura del anca, flatulencia de flujo, oscuro brillo. Resplandor respingado, caracoles de nylon que le esmaltaban de lamé el flaco de las orlas... Perdida en burla, de macramé, lo que pendía en esas naderías, ruleros colibrí, lábil orzuelo, era el revuelo de un codazo art e ro, en las calcomanías del satín comido (masticación de flutes, de bollidos). En Poemas completos, Seix Barral 1997.
Tramitadas por Lemebel estas mismas atmósferas son similares y opuestas. En Lemebel la intencionalidad b a r roca, igualmente desmesurada y compleja, es menos drástica, menos enamorada de sus propios laberintos, más ansiosa de invocar la complicidad del lector. Con intensidad similar a la de Perlongher abomina del vacío, pero desdeña complejidades y enigmas y, como guardarropa alterno, elige el uso más sencillo del vocabulario. Así, Lemebel describe la intromisión del ghetto en la ciudad, las reverberaciones de lo prohibido en el momento en que los absolutos se desintegran:
La calle sudaca y sus relumbres derribistas de neón neoyorquino se hermanan en la fiebre homoerótica que en su zigzagueo voluptuoso replantea el destino de su continuo güeviar. La maricada gitanea la vereda y deviene gesto, deviene beso, deviene ave, aletear de pestaña, ojeada nerviosa por el causeo de cuerpos masculinos, expuestos, marmoleados por la rigidez del sexo en la mezclilla que contiene sus presas. La ciudad, si no existe, la inventa el bambolear homosexuado que en el flirteo del amor erecto amapola su vicio. El plano de la city puede ser su página, su bitácora ardiente que en el callejear acezante se hace texto, testimonio documental, apunte iletrado que el tráfago consume. De Loco afán.
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En cada texto, Lemebel se arriesga en el filo de la navaja entre el exceso porque lo necesita y la cursilería, entre la genuina prosa poética y el desafuero. Sale indemne por su oído literario de primer orden, y porque su sensibilidad y su inteligencia atestiguan las realidades siempre p resentes pero hasta ese momento apenas insinuadas. Aquí se prueba como de paso lo fundamental: la carga exterminadora de la homofobia depende de la gran metamorfosis: el dogma religioso se vuelve el prejuicio familiar y personal, el prejuicio es la plataforma de la superioridad instantánea, la jactancia de ser más hombre (más ser humano, si queremos incluir la homofobia de las mujeres) deviene la sentencia práctica y verbal contra los que ni siquiera hablan desde el género debido.
MI HOMBRÍA NO LA RECIBÍ DEL PARTIDO
El dilema de siempre: ¿se puede ser escritor y militante? En el caso de Lemebel la respuesta viene del hecho prosístico: su falta de reticencia es indistinguible de la forma en que la expresa, no sólo es “comer rabia para no matar a todo el mundo”, sino escuchar lo que él mismo va escribiendo, captar las melodías verbales con gran cuidado y cerciorarse de la relación profunda entre las ideas y las sensaciones y las palabras que las describen con exactitud, entre las ideas y la libertad del cuerpo en el acto sexual, en las fiestas del deseo y el látex, de los baños de vapor y los insólitos laberintos de la oscuridad.
En La esquina de mi corazón, De perlas y cicatrices, Loco afán y Adiós Mariquita linda Pedro Lemebel expresa, como por vez primera (y también por vez primera) lo que vive, lo que ve, lo que siente. Otros de esta tendencia no lo hicieron porque era impensable, detenidos en la frontera entre lo que no se puede pensar y lo que no se debe decir. Y la autoridad moral está allí: ante la dictadura de Pinochet, Lemebel mantuvo una gran coherencia: al ser exactamente como era, al no inhibirse, dejó de ser exactamente como era para ir más allá y —con el mero hecho de ejercerla— le añadió libertades a la sociedad nacional, más específicamente a la de Santiago. En su texto clásico, “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)” de septiembre de 1986, leído en un acto de izquierda en Santiago de Chile, Lemebel es muy claro:
Mi hombría no la recibí del partido
porque me rechazaron con risitas
muchas veces
mi hombría la aprendí participando
en la dura de esos años
y se rieron de mi voz amariconada
gritando: Y va a caer, y va a caer.
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“Mi hombría es aceptarme diferente”. Como por vez primera, Lemebel, que lo aplica únicamente en su caso, denuncia al clóset (ese miedo a ser descubierto por los que de cualquier manera ya lo saben, ese continuo ajustarse a las posibilidades de resistencia, cambiantes en cada persona), y lo hace en la etapa marcada por el sida, el holocausto a su manera, como indica Larry Kramer, en los años en que el VIH se revela como el postcoitum más terrible, el despobladero de amigos y conocidos (y de los desconocidos que la solidaridad acerca amistosamente). La paga del deseo es la muerte, dice el inflexible san Pablo, y un buen número de escritores como Paul Monette, el Severo Sarduy de Pájaros en la playa, y el Reinaldo Arenas de Antes que anochezca, ven en el sida la revisión esencial de la especie sujeta al exterminio. Desde la conciencia del tema, de los condones como regalo propio de los cumpleaños, y del velorio que hay en todo carnaval (y a la inversa), Lemebel se adentra en los vértigos del sida.
En su recreación del mundo del VIH, Lemebel es un cronista modernista y posmoderno, un Julián del Casal o un Amado Nervo o un Enrique Gómez Carrillo que un siglo después, todavía atenido al culto de la prosodia cuidada y de los ritmos clásicos de los parágrafos, llama las cosas por su nombre, y rompe las barreras de la censura en la línea que mezcla a Jean Genet y a Severo Sarduy.
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El punto de partida de Lemebel es el examen autodenigratorio que se vuelve un espejo de restauraciones. (Un marica podría resultar un ser épico, un enfermo de sida es con gran frecuencia la metáfora dual de la devastación y la dignidad). Desde “la abyección” (en el sentido usado por Judith Butler), Lemebel cuenta historias funerarias. Así, en uno de sus homenajes a los corroídos por la pandemia, “El último beso de Loba Lamar (Crespones de seda en mi despedida... por favor)”, Lemebel retrata la apariencia ruinosa y la presenta transfigurada.
Para nosotros, las locas que compartíamos la pieza, la Loba tenía pacto con Satanás. ¿Cómo va a durar tanto? ¡Cómo se ve bonita a pesar que se deshoja de costras! ¿Cómo, cómo, cómo? Sin AZT, a puro pulso la linda, a puro ánimo la cola resiste tanto. Era el sol, el buen tiempo, el calor...
Ir a fondo en la denigración de sí, verse en los términos que los demás utilizan para no mentirse, no desbaratarse anímicamente, no tenerse la autocompasión que ha sido la tumba de los diferentes. En seguimiento de este desafío, iniciado en La esquina de mi corazón, Lemebel acomoda sus jerarquías (los ejercicios de críticas y franquezas desde el lenguaje), no contemporiza consigo mismo, y ve en la hipocresía un daño moral y escritural. América Latina se globaliza hasta donde es posible, y en el desarreglo que sigue a grandes transformaciones, los marginados sexuales, aisladamente y en conjunto, trazan otro mapa de lo real ajustado al nuevo criterio: la unidad de lo diverso, la diversidad de lo homogéneo.
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De Augusto Dalmar a Salvador Novo, de César Moro a Xavier Villaurrutia, de Alfonso Caminho a Emilio Carballido, de José Lezama Lima a Virgilio Piñera, de Gastón Baquero a Elías Nandino, de Antón Arrufat a Luis Zapata, la literatura con temas y subtemas homofílicos es una vasta heterodoxia sin moralejas. En esa movilización, con tanta frecuencia influida por la necesidad de sobreviviencia psíquica, Pedro Lemebel es un gran intérprete del barroco desclosetado.