En verano parece una inocente hebra de barro que cruza la capital, un flujo de nieves enturbiadas por el chocolate amargo que en invierno se desborda, desconociendo límites, como una culebra desbocada que arrasa en su turbulencia las casas de ricos y pobres levantadas en sus orillas. Porque este río, símbolo de Santiago, se descuelga desde la cordillera hasta el mar, cortando el flaco mapa de Chile en dos mitades, y en su recorrido nervioso, atraviesa todas las clases sociales que conforman la urbe. Desde las alturas de El Arrayán, donde los hippies con plata instalaron su tribu ecológica y mariguanera, sus casitas de playa, con piscina y amplia terraza para mirar el río en pose de yoga o meditación trascendental. La comunidad naturalista, donde las señoras hippies con guaguas rubias a poto pelado, hacen quesos de soya y recetas macrobióticas escuchando música New Age. Tan inspiradas por la precordillera de lomas y quebradas, y el rumor del Mapocho que se lleva en la corriente sus olores dulces de sándalo, incienso y pachulí hasta mezclarlos, más abajo, con la caca negra de los pobres.
A lo mejor, este Mapocho que se dice río, es sólo un caudal mugriento que no tiene que ver con la idea de remanso verde y aguas cristalinas, como aparece en las fotos del Welcome Santiago. Es lo contrario de las imágenes turísticas que tienen los ríos en Europa. Por eso contrasta con las mansiones y palacetes modernos del Barrio Alto. Más bien, afea el Barrio Alto con su torrente ordinario. Y aunque los alcaldes de estas comunas fi-fi lo decoren con murallones de piedras y enredaderas y parquecitos con estatuas y macetas de jazmines, el roto Mapocho sigue viéndose moreno, entierrado y muy indio en sus porfiadas desconocidas. Sigue corriendo pendiente abajo, Santiago abajo, sin mirar el lujo firulí que bordea el lodo de esas playas con estacionamiento privado. Sigue desbarrancándose amurrado, dando tumbos en los tajamares coloniales que en el setenta y tres vieron pasar cadáveres sonámbulos y rajados por un yatagán.
Mas abajo el Mapocho no se detiene frente al Forestal que pinta de verde su ruta como si la memoria de su paso se llevara en las hojas que caen los besos y las promesas de amor que se juran las parejas mirando el sol poniente. El Mapocho no sabe de amor ni de romanticismo en su carrera loca y sedienta por llegar al mar. Por eso no ve a los enamorados mirándose a los ojos en esa escenografía parisina que le pusieron los milicos en el sector céntrico. Esas barandillas cursis y puentes rococó que quisieron travestir al roto Mapocho como un Sena de Santiago pero con sauces.
Siempre hay algo de verguenza cuando un turista pregunta por el Mapocho y los santiaguinos lo muestran diciendo que más arriba viene clarito clarito pero la mugre de la ciudad, los desagües y mierdales colectivos de las alcantarillas lo dejan asi como una arteria fecal donde los mojones son truchas para las gaviotas despistadas que picotean hambrientas. Las nubes de gaviotas que emigran corriente arriba, por la contaminación de las playas y, a la altura de la Estación Mapocho, transforman el río en un puerto sin mar. Y pareciera que desde allí este río ya no tiene que poner caras de Támesis o Danubio azul para complacer a la ciudad remozada. Al oeste de Santiago, el Mapocho se explaya a sus anchas besando la basta deshilachada de la periferia. Como si se encontrara a sus anchas en ese paisaje de callampas latas y gangochos, y cariñoso suaviza su andar armonizando su piel turbia con este otro Santiago basural y boca abajo, con este otro Santiago, oculto por el afán moderno de tapar el subdesarrollo con escenografías pintorescas. Como si el desguañangado Mapocho se encontrara por fin entre los suyos, transformando la violencia de su corriente en un arrullo de té con leche para el sueño proleta. Como si bruscamente se pusiera tierno, aplacando su marea resentida en un oleaje dorado por la penumbra de la tarde que sin retorno, se lo lleva al mar.
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Pedro Lemebel