Hay algo de fracaso en esa luz dorada que atardece temprano cuando llega el otoño, cuando las pintas coloridas de los santiaguinos van tomando el apagado gris ratón o café tierra de la ropa invernal. Y en este cambio de uniformes las dueñas de casa corren a la lavandería a limpiar los abrigos, parkas e impermeables para afrontar los hielos que se avecinan. Porque este año hizo tanto calor, hasta abril los cabros andaban en manga de camisa. Con treinta grados en Semana Santa, como si fuera acabo de mundo las viejas miran con desconfianza el calorcillo tardío que aún mantiene verdes las hojas de los árboles, cuando otros años los contados parques de la capital estaban alfombrados de oro viejo.
Así, con la amenaza del apocalipsis, catástrofes y desastres, las mujeres observan con desconfianza las bondades de este otoño tropical. Extrañan la suave lluvia que en esta estación arrastra tristemente los recuerdos del ardiente verano. Echan de menos la ventisca polar que trae el romadizo, las toses y gripes que se resguardan con bufandas, chales y gorros de lana. Sienten nostalgia del olor a tierra mojada, del barro y la escarcha que entume el paisaje social de una ciudad que no siente suyo este clima ocioso y templado. Requieren del olor a parafina de la estufa, que nos recuerda que somos pobres, aunque la economía diga que estos calores son producto de las ventajas del modelo neoliberal.
Quizás la capital necesite de estas estaciones intermedias como el otoño, para prepararse a resistir la crudeza del invierno. Para encontrarle alguna justificación al tejido punto canutón, punto araña, punto panal de abejas, punto arroz, punto garbanzo, punto argolla, punto maíz, punto coliflor, jersey y correteado en las mangas de la chomba, para la Jacqueline que este año va al colegio. En lana palo de rosa, calipso, verde agua, verde nilo, amarillo pato o celeste Jacinto, que son los colores chillones con que los pobladores arropan su pobreza. Porque las diferencias sociales del otoño, también se dividen por colores. Así, los tonos jaspeados tipo Cachemira o Shetland, demarcan el status de abrigarse con clase, de recibir el frío con buen gusto, con tejidos a máquina que parezcan artesanales, como se usan, dice la cuica, "para la Francisquita que este año también va al college".
Tal vez, la delicada ternura que ponen las mujeres pobladoras en sus tejidos a mano, entibia como una caricia los tiritones húmedos que acechan a los niños al llegar el frío. Y quizás no es sólo eso, también es una excusa para intercambiar informaciones sobre sus vidas, de juntarse a compartir puntos y tejidos del un, dos, tres al derecho y un, dos, tres al revés. Con doble hebra para mi marido que llega tarde todas las noches, vecina. Con puños reforzados para el Ricardo que pasa día y noche con la patota de la cuadra, vecina. Con calados en el pecho para mi hija de dieciocho, que llega con plata cuando va tanto al centro y nadie sabe para qué doña Juana. Con cuello de tortuga para mi hijo menor, que lo han echado de todos los colegios y ya no sé qué hacer señora Kika.
En fin, pareciera entonces que el tejido colectivo de mujeres urdiendo al sol, en la puerta de sus casas, cumpliera otros propósitos además del fin práctico del chaleco, la bufanda o los guantes. Es una organización que hilvana experiencias y dolores al traqueteo de los palillos, al baile sin censura de la lengua que transmite el pelambre informativo de la cuadra. Es una manera oblicua de hacer política en ausencia del macho. Al igual que el famoso barrido de la vereda, que puede durar horas pasando la escoba en la misma baldosa, limpiando el mismo lugar, como si fuera la terapia pensante que las mantiene unidas, en el rito de armar y desarmar la sociología del barrio y el país. A puro escobazo despellejan a esa pituca de la tele que no les gusta. A puro trapeado de piso cacarean sobre el precio del pan. A puro lustre de cera comentan la mentira encorbatada de los políticos, y ese metro volador que costó tanta plata y no sirve pa ná, porque igual hay que tomar otra micro para llegar a la pobla. Por eso, a estas alturas del año, ellas echan de menos el otoño tradicional que no llega. Y no es sólo por romanticismo.
Por eso andan presagiando un terremoto y extrañan la basura otoñal que otros años en esta fecha cubre las aceras, la lluvia de hojas tristes que las obliga a barrer una y otra vez la vereda, para armar su política parlanchína, su breve espacio camuflado de orden y aseo donde ellas, todas juntas, todas cómplices con el otoño, fingen amontonar hojas secas urdiendo la política hablantina de su doméstica conspiración.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Presagio dorado para un Santiago otoñal
Pedro Lemebel
Publicado en De Perlas y Cicatrices, LOM, 1998