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Los Prisioneros (El grito apagado de los ochenta)

Por Pedro Lemebel
Publicado en Punto Final, 19 de febrero de 1999



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De levantarme una mañana y encontrar el barrio tapizado con las caras de lauchas de Los Prisioneros, "la voz de los ochenta", multiplicada en el poster comercial que delata la derrota de una década, la perdida rebelión, y tantos, tantos sueños que habían en sus cabecitas negras, ahora peinadas con el gel maraco del repulsivo mercado. Así, fueron Hugo, Paco y Luis, los tres sobrinos vivarachos del Pato Donald, que hicieron creer a toda una generación de jóvenes pobres, que el mañana democrático era un sol de promesas que pintaría de amarillo la basura de sus cunetas.

Pero no fue así, porque los aires cambiaron para muchos, pero no para los chicos pobla que siguieron la huella delictual de sus veredas cesantes, sus veredas amargas de mascar el polvo y la angustia suicida etiquetada como pasta base. Tal vez, Los Prisioneros nunca fueron tan marginales, tan patos malos, apenas tres pálidos liceanos que guitarreaban sus broncas en la esquina del medio pelo, cerca de la Gran Avenida, en San Miguel. Quizás, tampoco tuvieron que ser tan dark, tan punkis, tan heavy metal, para componer la canción más hermosa del rock nacional: "El baile de los que sobran". Acaso esa mordida timidez de flacos sin bulla, de cabros pajeros florecidos de espinillas, que se juntan en la tarde a rocanrolear una cerveza. A lo mejor esa misma achunchada vergüenza de ser clase media, fue el argumento que los lanzó a la fama musicalizando sus anónimos sueños, sus humildes rabias frente al aparato represor, que por esos años apaleaba al tierno corazón de los marihuaneros de barricada.

Tal vez entonces, la emoción del patear piedras, tirar piedras, comer piedras, tenía que ver con esa impotencia de los chicos que perdieron sus verdes años combatiendo la dictadura. Quizás por eso, Los Prisioneros cayeron parados en los actos políticos agotados por la depresión del Canto Nuevo, el testimonio charanguero y el llanto de la quena. Por eso prendieron como bencina en las multitudes que coreaban el "Pinocho, escucha, ándate a la chucha". Ellos hicieron bailar la protesta con las cuatro notas de su poético pop, su sencillo pop, su irónico pop, y la lírica resentida de sus letras burlándose de los que no se llamaban ni Pérez ni González. "Por qué no se van del país, si no les gusta", aullaban los bellos perejiles del rock territorial, sudaca y cantinflero. Con tres zapatillas rascas, tres poleritas negras, tres blujines carreteados, y la voz de Jorge González tirando mierda con ventilador a los milicos, a los hippies conformistas, y a cuanto pirulo burgués, fanático de la cultura extranjera que se atravesaba por sus canciones.

Pero no pasó mucho tiempo que esa balada rebelde se hizo gusto fetiche del underground pituco, que por esos años paraba las patas en algún local clandestino de Santiago. La acomodada vanguardia juvenil, que adoptó a los nenes atorrantes de San Miguel domesticando las mechas tiesas de su porfiado afán rockero. González fue el primero que cayó en la seducción de esas niñas violentas con pelo verde, que llegando de Madrid, traían de contrabando la movida española. Jorge fue el primero que se dejó embrujar por el estilo cult, los tragos finos, y todo el circo taquilla de ese lejano destape. Fue el único que creyó los piropos de roto talentoso que le decían sus nuevos amigos ricos. Acaso su acalorada fiebre por el cambio social, fue sólo la excusa para volar del barrio rasca. Tal vez, el vocalista líder de Los Prisioneros, se juró Lennon con sus entrevistas puntudas, sus camisas sicodélicas, y los lentes de contacto que usó para el video clip que hizo junto a Miguel Tapia, el más apagado de los integrantes, el único que siguió fiel a su lado cuando Claudio Narea renunció al grupo.

Es posible que Claudio, quizás el prisionero más idealista, regresó al barrio asqueado de tanta farándula. Porque más allá de los motivos personales de aquella separación, más allá de la pelea que tuvo con Jorge, algún pacto de esquina se había roto. Y Claudio, tan bellamente aindiado, se viró de aquellas falsas luces. Precisamente cuando la banda era top, él volvió a la cuadra y vio el ascenso de sus antiguos yuntas ganando plata a manos llenas, moviendo a la Quinta Vergara al compás de sus viejas rebeldías. Claudio los vio por televisión, emocionado, y apretó los ojos de su prisionera pena para no llorar, sabiendo que la vida tenía muchas vueltas, convenciéndose que él estaba bien en la suya tocando con Los Profetas y Frenéticos, que era consecuente organizando el sindicato de rockeros en La Cisterna donde iban los locos pungas a rasguear sus reventones. Que el Jorge González, creído y solista en la película del clip televisivo, algún día se iba a cansar de correr a poto pelado cantándole a la felicidad de los ricos. El Claudio esperó paciente caminando por la Gran Avenida, que al Jorge le dieran vértigo las luces de Manhattan donde se fue a triunfar cuando olvidó los tarros de su adolescencia. Porque ninguna canción que grabó de solista se comparaba con la vieja balada utópica de su barrio.

Así, de verlos esta mañana en el afiche que promociona la reedición de sus temas, prefiero no pensar en su reencuentro. Prefiero creer que en algún patio de esta comuna, aún los tres flacos poetizan la ira operática de su bulla. En tanto, sigo caminando por la vereda sucia de San Miguel, pensando en encontrarme al Claudito a la vuelta de la esquina, cuando me cierra un ojo en el cartel y me invita a bailar apretado "El baile de los que sobran"

 

 



 

 

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Por Pedro Lemebel
Publicado en Punto Final, 19 de febrero de 1999