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Noche de Hallowen en Valparaíso
(Al Chago y su pandilla de Playa Ancha)


Por Pedro Lemebel
Publicado en Punto Final, N°452, 2 de septiembre de 1999


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Que si alguien dice vamos al puerto este fin de semana, y más aún si hay un feriado entre medio que moviliza a la manga de santiaguinos apestados con el smog y esa humedad apocalíptica que moja la entrepierna y suda las calles de la ciudad. Vámonos al puerto dice alguien, y como por magia se siente el frescor del oleaje y el tufo de mariscales y frituras de pescado con vino blanco heladito para quedar raja tirado en Las Torpederas fumándose un buen pito de paraguaya, de esos que te hacen olvidar género y nombre. Además hay noche de Halloween en la disco no sé cuánto, y no te cuento qué volá, qué onda, qué super carrete, Pedro, y olvídate de las crónicas y vamos ya.

Y ahí vamos encaramados en el pullman que sale completo porque la gente aprovecha estos recreos de los santos para ir a remojarse las patas en el mar, que putas que está helado, que te deja el poto azul, tiritando diente con diente, pero feliz, contento de arrancar de este hoyo asfixiante que es Santiago. Digo feliz, pero quiero decir con lo justo, con la plata del pasaje y algunas lucas para el carrete, con la esperanza de encontrar locos de la farándula que en la noche cooperen con la de pisco en la escalera del puerto donde nos instalamos ocultos de los pacos para hablar de política, de arte, de música y cantar esas canciones añejas que los jóvenes sólo cantan en Valparaíso. Los chicos rebeldes que en Santiago apenas me saludan, pero allá se tiran a mis brazos porque en la noche porteña todos los gatos son negros. Hasta unos cuicos de Tabancura que van pasando y al sonido de las risas nos hacen salud y se integran al grupo diciendo que me han leído, que me comprenden, que me aceptan porque soy buena onda. Y son tan jóvenes y bonitos que me guardo el resentimiento social para el Primero de Mayo. Total en una de esas me caso con el rubio underground que se hace el descamisado en estos arrabales. El rubio medio pato malo que se quedó pegado conmigo y me estira la botella como si quisiera curarme, digo yo. Y me cuenta la historia del Halloween, de las calabazas con velas y las brujas, porque él la vivió en Gringolandia de pendejo, super viajado, super drogo y con ene billete que suelta generoso cuando se acaba el pisco, y me dice que mejor nos cambiamos al whisky para llegar re locos a la fiesta de Halloween donde la Pelusa en Viña. Que no me preocupe porque allá hay de todo y si falta llevamos dos whiskys, pitos y una línea "para olerte mejor". Que mejor me olvide de mis amigos de la escalera, porque ellos van a ir a esos bares de mala muerte donde no pasa ná, tú sabís. Y casi sin pensarlo, me embalo con ellos en una micro rumbo a Viña, hipnotizado por los ojos del rubio que me dice que andar en auto curado en Valparaíso es un suicidio. Y debe ser así. porque la micro casi vacía zangolotea las cuestas culebreando cerros en medio de las risas y canciones en inglés que entonan los cuicos, doblemente mareados por el viaje. De pronto el vehículo se detiene y en una esquina suben tres payasos callejeros que encienden aún más la fiesta micrera con sus caras pintadas y ropas de colores. Viste que acá también se celebra el Halloween, me dice el rubio aplaudiendo a los tonys que se instalan junto al chofer para iniciar su show ambulante. "Señores pasajeros, hay payasos buenos y hay payasos malos, nosotros somos malos. Así que vamos cooperando con todo lo que llevan y no es broma", dice sacando un cañón y apuntándonos a todos mientras el tony chico procede a la recolección de relojes, anillos, plata y whisky hasta dejar al grupo tan limpio como Dios lo echó al mundo. Al bajarse le sacan un puñado de monedas al chofer que se queda tan boquiabierto como nosotros, sin saber si reírse o enojarse cuando pistola en mano se despiden diciendo "Acuérdense que hay payasos buenos y malos, nosotros somos malos".

De ahí a la comisaría a hacer la denuncia. Todos bajoneados de quedarse sin plata ni carrete en mitad de la noche. Todavía desconcertados por el circo del robo, por la habilidad teatrera de esos pungas de mierda que me robaron mi Rolex nuevecito, me dijo el rubio ya sin caña, completamente lúcido y enrabiado, insoportablemente cuico ya sin trago ni drogas. Imposible de seguir aguantando al grupito pituco en su clasista desgracia, lamentándose, llorando porque tenían que regresar a Viña caminando. Y cuando lleguemos van a ser las seis y adiós fiesta de Halloween, puteaba una de las niñas. Entonces, en un acto de buena fe, metí la mano en el bolsillo y les pasé plata para otra micro. Y sólo ahí se dieron cuenta que los payasos a mí no me habían revisado ni robado. Debe ser por el miedo que tiene la gente de tocarme, le dije al rubio que se quedó marcando ocupado cuando le tiré un beso con el dedo y me perdí en las sombras del puerto, caminando hacia esos bares de boleros picantes donde aún me esperaban mis amigos con las copas en alto a punto de beberse la noche porteña con su roja risa de payaso.

 

 

 

 



 

 

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(Al Chago y su pandilla de Playa Ancha)
Por Pedro Lemebel
Publicado en Punto Final, N°452, 2 de septiembre de 1999