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La voz de los desclasados
Hace un año pasaba a la inmortalidad el escritor chileno Pedro Lemebel, uno de los últimos autores populares de su tierra

Por Gonzalo León
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Las últimas veces que me crucé con Pedro, habitualmente en el barrio de Santiago de Chile donde vivíamos, no nos saludamos; yo al principio lo saludaba pero luego de unas veces en las que no recibí respuesta opté por no hacerlo más. Nunca supe bien los motivos: ensayaba elucubraciones, posibilidades, escenarios con mis amigos, pero nada cierto, así que estuvimos así casi cinco años hasta que me vine a vivir a Buenos Aires en 2011, año en el que le detectaron el cáncer a la laringe. Sólo en un par de ocasiones rompió su silencio para decirme “Hola, cómo te ha ido”, y por lo general fue en situaciones sociales donde el saludo era inevitable. Me dolió esto, porque lo había conocido en 1992 cuando aún el Mardones y el Lemebel eran indiferentes, cuando el performer le ganaba al cronista, cuando las Yeguas del Apocalipsis –el dúo artístico que conformaba con Francisco Casas, su amigo y compinche– agonizaba. Reconozco que no tuve el valor o la voluntad de acercarme y preguntarle “Oye, Pedro, ¿qué pasa?” De eso me arrepiento. De eso me arrepentí aun más cuando me enteré de su cáncer y, pese a que ese arrepentimiento estuvo fundado en un mal presentimiento, creí que saldría bien de eso.

Lemebel no fue tan sólo una persona, un apellido único en Chile, un ser complicado, caprichoso, desconfiado, rápido de mente, irónico, juguetón, de ideas de izquierda, sino también una voz, la voz literaria más potente que existió en mi país, al menos para los de mi generación, los cuarentones pasados-pesados. Sus crónicas se convirtieron en la voz de un pueblo, y cuando digo esto no planteo que haya sido un escritor populista, sino un escritor popular, capaz de encarnar los deseos y sueños de un sector que escasamente está llamado a tener algo. Y en eso consistió Lemebel como fenómeno cultural: traspasar el mundo homosexual y llegar a ese gran mundo popular donde también estaba lo homosexual. Él supo encarnar, sin proponérselo quizá o porque no tenía otra alternativa si quería que su voz se escuchara, ese mundo que por lo demás estaba en retirada o franca extinción: obreros, docentes, estudiantes, que imaginaban un país mejor, más justo e igualitario. Él no escribía para los que estaban satisfechos con el país que les ofrecía la nueva democracia chilena en los lejanos años ‘90: escribía para los que no tendrían lugar en ese país, y dentro de ello para los que quisieran ver, escuchar, leer, creer. Pedro puso el cuerpo al servicio de Lemebel y pagó, paradójicamente, con su voz y luego con su vida. Lemebel como escritor, Pedro como persona, entregaron todo lo que un escritor y una persona podían entregar. En eso hay una consecuencia y también una enseñanza, pero no un camino a seguir, porque ese camino es único, inimitable.

Nunca fui amigo de Pedro, aunque sí vecino durante diez años: primero en el barrio Bellavista y luego en el Bellas Artes. Cuando lo conocí yo tenía veinticuatro años y él usaba, para mi gusto, una chaqueta oscura, ¿negra tal vez?, demasiado amplia para su cuerpo, inmensa, lo que me hizo pensar que era de otra persona, ¿algún finado?, qué sé yo. En esas primeras ocasiones él me decía Leoncito y yo Pedro, básicamente porque en el medio del arte, que era por donde yo circulaba bastante en esa época (de curioso más que nada), aún le decían Mardones, el apellido paterno, y otros Lemebel, pero todos sabían que se llamaba Pedro. En los años que lo conocí tuve varios desencuentros. El primero fue para un festival de cine en Viña del Mar. Yo había ido como encargado de prensa de un director de cine, que por esa época estaba rodando una película sobre un cantante de la Nueva Ola (años '60 en Chile). A Pedro lo divisé en un bar donde habíamos ido después de las funciones del día. El lugar ardía de gente, de alcohol, de merca, de indiscreción. Era primavera pero estaba fresco. En un momento me puse a conversar con un estudiante de cine. No sé por qué las cosas se pusieron algo violentas, y ahí apareció Pedro para defender al estudiante, que estaba más enojado que nosotros. Era la segunda vez que lo veía. En ese mismo bar pero afuera conocí a una chica que me gustó y que resultó ser la pareja del estudiante. Me contó que no entendía a su novio: estaban quedándose en un departamento, pero él dormía con Lemebel y no con ella; es más, ambos le tiraban migas de pan cuando ella dormía. A Pedro, eso siempre lo repetía, le gustaban los heterosexuales.

Diez años más tarde, cuando éramos vecinos en Bellavista, nos sentamos a tomar unas cervezas en un bar y en compañía de un artista fuimos a su casa donde construía un altillo o mirador; de pronto se acordó que tenía que ir a la feria del libro de Santiago y nos preguntó si queríamos acompañarlo. En otra oportunidad llamó al diario donde yo escribía unas crónicas y casualmente contesté el teléfono. “Hola, -dijo-, habla Pedro Lemebel y quiero hablar con el editor”. Parece que para esa fecha ya se había enojado conmigo nuevamente y para siempre, así que le pasé la llamada al subeditor. A la semana ambos escribíamos en el mismo medio, o corrijo: yo escribía en el mismo medio que Lemebel. En este punto, cuando corro peligro de terminar contando la relación que tenía con Pedro, pienso que sería bueno agregar una voz más a esta conversación.

Gustavo Bernal es un escritor chileno que hace unos meses publicó el primer libro que tiene como personaje a Pedro Lemebel; se llama Rabiosa y en poco más de cien páginas reconstruye la relación que tuvo con él entre 2006 y 2007. En esa época el narrador-coprotagonista tenía claro que su “relación con Lemebel es de escritor a escritor(a). Yo soy un novato en comparación con la Reina Madre”. Pero el vínculo no era sólo de ese tipo, sino de un heterosexual que no quiere caer en las redes de un puto como Pedro Lamebien, y es en ese ir y venir, en esa transaseducción, donde tiene lugar la escritura.

Pese a que el modo de trabajo de Bernal estuvo basado en apuntes de conversaciones (“yo andaba con una libreta todo el tiempo y tomaba apuntes de cosas que quería recordar posteriormente”), el resultado demuestra que hay mucho más que notas, como por ejemplo un excepcional oído para recrear el modo de hablar de Lemebel. Para Bernal esto es paradójico porque “me estoy quedando sordo por una otitis severa”: los indicios de esa sordera ya están plasmados en Rabiosa, al igual que la vinculación que tenía Pedro con la enfermedad, ya que si bien murió de un cáncer, “siempre estuvo enfermo de algo, los riñones, dolores de huesos en las piernas, pero creo que nunca fue tan importante para él”. De hecho se narra una operación a la que se sometió: “Me pongo de pie, busco un teléfono y llamo a Lemebel para desearle suerte en su operación. Me contesta que está tranquilo, que está en paz”.

La idea de convertir a Lemebel en personaje literario nunca existió; más bien el solo hecho de ir registrando las idas al cine, las salidas, las borracheras, las conversaciones y las disputas y luego poner todo eso por escrito, la imagen de Pedro personaje literario fue apareciendo sola. “Los que lo conocieron pueden ver a Pedro en el libro y con eso me siento pagado”. Pero Rabiosa no es un compendio de borracheras y salidas, hay en él-ella una persona, un escritor que se abre paso entre los matorrales. Escribe Bernal: “La casa de Lemebel es muy parecida a él. Es una especie de monumento asceta, un loco santuario de amuletos y una fiesta a la desobediencia”: recuerdo haberme sorprendido cuando visité por primera vez aquella casa. Fue luego de tomarnos unas cervezas en ese bar y me quedé clavado en la imagen de una virgen negra: "es la Virgen de Montserrat, -me dijo Pedro riendo-, la virgen de los ladrones”. Esa vez pensé que más parecía una santería que una casa. Otra vez que lo visité vi unos pendejos como de la calle bebiendo cerveza en su living, pero Pedro sólo estaba preocupado por que no le tocaran el equipo de música, no por la plata ni por el desorden u otra cosa. Creo que él no podía vivir sin música, cosa que demuestran los títulos de sus libros (Adiós mariquita lindaTengo miedo toreroHáblame de amores).

Nunca me pareció que viviera en la opulencia ni que malgastara su dinero, a lo más lo veía bebiendo en el bar del barrio. Y si lo hacía, no se jactaba del despilfarro. Hay un episodio en el libro en el que el editor de Lemebel le dice que vive en la miseria, y él como no importándole la observación cuenta en voz de Bernal: “–Cuando me invitan a cócteles esos cuicos [chetos] que se juran artistas, me traigo hasta los vasos –ironiza Lemebel–. Tomo un poco de whisky de un vaso y luego de otro, y los canapés, para qué te cuento, de un mordisco me como ocho”. Sabiduría popular, diría cualquiera. Hay una desconfianza en su situación económica, porque a lo mejor como él empezó en una villa puede terminar ahí también, pero además esta desconfianza se traslada a otros aspectos de su vida: “Lemebel piensa que todas las personas llegan a su lado por lo mismo: quieren exhibirlo como un trofeo o una propaganda o el cebo romántico de un anzuelo oprimido”. Quizá por eso siempre estaba alerta, quizá por eso era rápido de mente, porque tal vez nada había cambiado sustancialmente desde su infancia y juventud en aquella villa. Es él mismo enfrentando distintos riesgos pero en otro barrio.

Una de las cosas que más llama la atención en la vida de Pedro es la estrecha relación que tenía con su madre. Pese a no haberla visto nunca en el barrio, era un tema para él: de hecho cuando murió algunos contaron que se había arrancado el pelo de pura pena. De ahí en adelante su imagen con un pañuelo o un sombrero en la cabeza fue una constante. Esta situación no aparece en Rabiosa, porque son los años posteriores a la muerte de la Violeta Lemebel, ocurrida tan sólo unos días después de la presentación de su primera novela Tengo miedo torero. Creo que si alguien escribiera sobre eso diría aún más cosas sobre Pedro: podría contar, por ejemplo, que fue docente en dos secundarias de la periferia de Santiago, que fue despedido, que nunca más volvió a ejercer la docencia, que su madre lo esperaba después de cada jornada y después de la cesantía… Sin embargo las observaciones de Gustavo Bernal, que en esta biografía se hace llamar Elver Cruzila, alcanzan, sobre todo para mostrar su carácter: “Pedro es un extremista. Está muy bien o muy mal. Es un subversivo del corazón: a veces quiere morir, otras conversar y no parar de reírse. De todos modos, sus desniveles emocionales son muy bien planeados, como si a propósito y todo el tiempo estuviera enamorado de algún mocito”.

Hay una escena que retengo en mi memoria. Era la época en que lo habían empezado a traducir, y yo estaba tomando algo con el fotógrafo Álvaro Hoppe, quien hizo muchas de las fotos de las tapas de los libros de Lemebel y con quien yo trabajaría durante seis años en un futuro cercano; no recuerdo si hacía frío ni calor, sólo que estábamos afuera del bar que quedaba a una cuadra de la casa de Pedro, cuando él apareció y sin sentarse se puso a contar el desastre que estaba resultando la traducción al inglés. “Estos gringos -dijo- no entienden nada; no entienden que la loca de la esquina no está loca, ¿cachái?” Álvaro y yo nos reímos; Álvaro más despierto aprovechó para preguntarle cómo estaba y Pedro, apurado, le contestó que más tarde le contaba, que pasara a tomarse un tecito a su casa. “Y tú, Leoncito, ¿qué tal?” Contesté escuetamente. Pedro cruzó la calle con mi respuesta aún en el aire.

La traducción de las crónicas de Lemebel implicaba un pequeño problema que él intuía: hay literatura que está hecha para ser traducida y otra menos dócil que se resiste a ese procedimiento, porque está más vinculada a la lengua natal. La de Lemebel era de este tipo. Marcelo Cohen en su ensayo Música prosaica (cuatro piezas sobre la traducción) lo explica mucho mejor, al decir que “la condición básica de las obras de literatura internacional es que son eminentemente traducibles”, y lo que hacía Pedro no era literatura internacional fácilmente exportable, sino todo lo contrario: “Hoy el espíritu negativo de los escritores se empeña en asimilar la literatura independiente, es decir la literatura a secas, con una resistencia del texto a ser traducido”. Así que no era que la traductora no supiera traducir o no encontrara los giros adecuados, sino que su literatura se estaba resistiendo a ese procedimiento, lo que habla muy bien de ella.

Para los que no lo hayan leído, la literatura de Lemebel (pero en especial sus crónicas que no tienen nada que ver con el periodismo narrativo patentado por la Fundación Nuevo Periodismo en Colombia) es muy musical, podría decirse que entraba por los oídos. Esto se notaba especialmente cuando él leía en vivo, como bien describe Bernal en Rabiosa: “Cuando volvemos, nos encontramos a Lemebel leyendo bajo un silencio sepulcral. Es como si todos los que están escuchando estuvieran a punto de quebrarse”. En una entrevista reciente que le hicieron a Luis Chitarroni en La Nación contó que en un viaje a mi país le preguntó a otro autor chileno en quién se oía mejor la lengua que se hablaba en Chile, y llegaron a “una especie de conclusión, un poco facilista, de que Lemebel es muy bueno, con humor”. Sin embargo después de unos segundos el autor chileno se retractó y dijo que no, que había otros en los que mejor se veía eso: los autores jóvenes. Y es cierto: la lengua que ocupa Lemebel nada tiene que ver con la oralidad chilena. Hay giros coloquiales, situaciones comunes que vienen de esa oralidad pero no están contadas desde ese lugar, sino desde una musicalidad que es poco chilena, bolerística, perlongheriana –si se quiere– por lo recargada, siempre popular, que es un lugar que mezcla todo.

Uno de los grandes aciertos de esta biografía es que a veces la prosa de Bernal se funde con la de Lemebel. James Boswell, en su biografía sobre Samuel Johnson, planteó que todo gran escritor tiene imitadores, por así decirlo, naturales; Johnson, a quien Borges admiraba, era un erudito que escribió un Diccionario a mediados del siglo XVIII, necesario para los objetivos de ultramar que tenía Gran Bretaña para relacionarse con otras lenguas, ya que iba camino a convertirse en imperio y su idioma debía contar con un punto de referencia. Según Boswell, se podía imitar “la energía del pensamiento y la riqueza de lenguaje propias de Johnson” pero no su erudición. Por su parte, Bernal se sumerge en la musicalidad y en la prosa recargada de Lemebel, pero no lo hace en todo el texto ni pretende una imitación, ya que es consciente de que está haciendo un homenaje: “La Reina Madre se quita las cejas frente al espejo. Está sentada en el altillo y parloteamos bajo la luna suicida. Ella mira el cielo y yo le pido permiso para hacerlo. Sus labios no quieren pausas y, envueltos en su terciopelo rojo, parecieran que están a punto de agarrar algo que yo no puedo ver”.

Creo que por casualidad me enteré de la muerte de Pedro hace justo un año. Estaba con resaca, era uno de esos días calurosos de enero y yo con mis dos ventiladores no daba abasto para conseguir un pequeño alivio, cuando de ocioso vi en Twitter mensajes de “Hasta pronto Pedro”. No tardé mucho tiempo en darme cuenta de que se trataba de él. Llamé a mi editor en Perfil  para contarle: no me atendió. Luego le mandé un mensajito de texto y ahí me dijo que escribiera una nota de tapa para el suplemento. En varias ocasiones me había pedido que le escribiera para ofrecerle una columna ocasional, y así lo hice, pero nunca contestó. Creo que estaba o muy enfermo o muy enojado. Cualquiera sea el caso, ese día me di cuenta de lo que significaba Pedro Lemebel para mí, no como persona solamente, sino también como escritor, y todo este año he intentado pensar algo serio o profundo sobre él, sin resultados. Me alegré con la fundación de la Biblioteca Popular Pedro Lemebel en Paraná, creo que le hubiera gustado. El chico que la fundó hizo algo de provecho, no como yo.

¿Quién es Pedro Lemebel en el panorama de la literatura latinoamericana? ¿Dentro de qué tradición lo ponemos y qué herencia deja para la literatura chilena? ¿Quién tomará la posta? ¿Es tomable esa posta o es, como dije al comienzo, un camino propio? Con Lemebel murió uno de esos escasos especímenes que iban quedando no sólo en Chile, sino en el mundo: el escritor popular. Hoy ese lugar lo ocupa el escritor bestseller, pero el bestseller es producto del marketing: el popular viene de identificaciones profundas. No sé cómo exactamente murió, si sufrió mucho o no; pero usaré un episodio que relata Gustavo Bernal para darme una idea: “Aunque sé que no me escucha, le doy las gracias y le tiro flores. No ronca, está durmiendo con los lentes puestos y estoy seguro que es así cómo puede ver al interior de los sueños. ¿Debo despertarlo con un beso? ¿Es la bella durmiente y yo el príncipe? Puedo besarlo. ¿Por qué no?”.



 



 

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Por Gonzalo León
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