Y fueron tantas patadas, tanto amor descerrajado por la violencia de los allanamientos. Tantas veces nos preguntaron por ellos, una y otra vez, como si nos devolvieran la pregunta, como haciéndose los lesos, como haciendo risa, como si no supieran el sitio exacto donde los hicieron desaparecer. Donde juraron por el honor sucio de la patria que nunca revelarían el secreto. Nunca dirían en qué lugar de la pampa, en qué pliegue de la cordillera, en qué oleaje verde extraviaron sus pálidos huesos.
Por eso, a la larga, después de tanto traquetear la pena por los tribunales militares, ministerios de justicia, oficinas y ventanillas de juzgados, donde nos decían: otra vez estas viejas con su cuento de los detenidos desaparecidos, donde nos hacían esperar horas tramitando la misma respuesta, el mismo: señora, olvídese, señora, abúrrase, que no hay ninguna novedad. Deben estar fuera del país, se arrancaron con otros terroristas. Pregunte en investigaciones, en los consulados, en las embajadas, porque aquí es inútil.
Que pase el siguiente.
Por eso, para que la ola turbia de la depresión no nos hiciera desertar, tuvimos que aprender a sobrevivir llevando de la mano a nuestros Juanes, Marías, Anselmos, Cármenes, Luchos y Rosas. Tuvimos que cogerlos de sus manos crispadas y apechugar con su frágil carga, caminando el presente por el salar amargo de su búsqueda. No podíamos dejarlos descalzos, con ese frío, a toda intemperie bajo la lluvia tiritando. No podíamos dejarlos solos, tan muertos en esa tierra de nadie, en ese piedral baldío, destrozados bajo la tierra de esa ninguna parte. No podíamos dejarlos detenidos, amarrados, bajo el planchón de ese cielo metálico. En ese silencio, en esa hora, en ese minuto infinito con las balas quemando. Con sus bellas bocas abiertas en una pregunta sorda, en una pregunta clavada en el verdugo que apunta. No podíamos dejar esos ojos queridos tan huérfanos. Quizás aterrados bajo la oscuridad de la venda. Tal vez temblorosos, como niños encandilados que entran por primera vez a un cine, y en la oscuridad tropiezan, y en el minuto final buscan una mano en el vacío para sujetarse. No pudimos dejarlos allí tan muertos, tan borrados, tan quemados como una foto que se evapora al sol. Como un retrato que se hace eterno lavado por la lluvia de su despedida.
Tuvimos que rearmar noche a noche sus rostros, sus bromas, sus gestos, sus tics nerviosos, sus enojos, sus risas. Nos obligamos a soñarlos porfiadamente, a recordar una y otra vez su manera de caminar, su especial forma de golpear la puerta o de sentarse cansados cuando llegaban de la calle, el trabajo, la universidad o el liceo. Nos obligamos a soñarlos, como quien dibuja el rostro amado en el aire de un paisaje invisible. Como quien regresa a la niñez y se esfuerza por rearmar continuamente un rompecabezas, un puzzle facial desbaratado en la última pieza por el golpetazo de la balacera.
Y aun así, a pesar del viento frío que entra sin permiso por la puerta de par en par abierta, nos gusta dormirnos acunados por la tibieza terciopela de su recuerdo. Nos gusta saber que cada noche los exhumaremos de ese pantano sin dirección, ni número, ni sur, ni nombre. No podría ser de otra manera, no podríamos vivir sin tocar en cada sueño la seda escarchada de sus cejas. No podríamos nunca mirar de frente si dejamos evaporar el perfume sangrado de su aliento.
Por eso es que aprendimos a sobrevivir bailando la triste cueca de Chile con nuestros muertos. Los llevamos a todas partes como un cálido sol de sombra en el corazón. Con nosotros viven y van plateando lunares nuestras canas rebeldes. Ellos son invitados de honor en nuestra mesa, y con nosotros ríen y con nosotros cantan y bailan y comen y ven tele. Y también apuntan a los culpables cuando aparecen en la pantalla hablando de amnistía y reconciliación.
Nuestros muertos están cada día más vivos, cada día más jóvenes, cada día más frescos, como si rejuvenecieran siempre en un eco subterráneo que los canta, en una canción de amor que los renace, en un temblor de abrazos y sudor de manos, donde no se seca la humedad porfiada de su recuerdo.
En "De perlas y cicatrices: crónicas radiales". Pedro Lemebel. 1a. ed. Santiago: Lom Eds., 1998.
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(o "recado de amor al oido insobornable de la memoria")
Por Pedro Lemebel