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La ciudad y sus observadores:
miradas sobre Santiago en Nocturno de Chile de Roberto Bolaño y Loco afán de Pedro Lemebel


The city and its observers:
looks about Santiago in Nocturno de Chile by Roberto Bolaño and Loco afán by Pedro Lemebel


Por Leandro Ezequiel Simari
CONICET-Universidad de Buenos Aires, Argentina
simarileandro@gmail.com

Publicado en Revista Iberoamericana, Volumen XVI, N° 62. Mayo-Agosto de 2016


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Resumen:
La elección del punto de vista a partir del cual se observa la ciudad es el primer elemento para definir qué tipo de representación de la metrópoli moderna y de la experiencia asociada a ella es posible configurar en el discurso de las ciencias sociales y el arte. El presente artículo propone analizar la representación de Santiago de Chile en la novela Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño, y en las crónicas que Pedro Lemebel reúne en Loco afán, teniendo en cuenta que ambos coinciden también en el marco histórico: la ciudad de Santiago que intentan reconstruir corresponde a los tiempos de la dictadura militar que encabezó Pinochet desde 1973 hasta 1990. El análisis abordará la relación entre el punto de vista subjetivo escogido por cada autor y la representación resultante de la ciudad en los años de dictadura.

Palabras clave: Roberto Bolaño; Pedro Lemebel; Espacio urbano; Dictadura militar; Gueto homosexual; Chile.

Abstract:
The choice of the point of view from which the city is observed is the first element to define what kind of representation of the modern metropolis and of the urban experience can be configured in the discourse of social sciences and art. This article aims to analyze the representation of Santiago de Chile in Nocturno de Chile, novel by Roberto Bolaño, and in the chronicles collected by Pedro Lemebel in Loco afán, considering that they also coincide on the historical context: the city of Santiago they try to rebuild corresponds to the time of the military dictatorship that Pinochet headed from 1973 to 1990. The analysis will address the relationship between the subjective point of view chosen by each author and the resulting representation of the city in years of dictatorship.

Keywords: Roberto Bolaño; Pedro Lemebel; Urban space; Military dictatorship; Homosexual guetto; Chile.

 

Según señala David Frisby, en las últimas décadas del siglo XIX, y como consecuencia de “la proliferación finisecular de reflexiones” (2007: 15) acerca del amplio y complejo concepto de modernidad, la ciudad se convirtió en un escenario privilegiado de estudio y representación. Pensar y describir la ciudad, pensar y describir los cambios operados en ella a partir del proceso de modernización, implicaba para los intelectuales y artistas, un modo de abordar la experiencia de la modernidad a través de una de sus formas más significativas e inmediatas: la experiencia de la ciudad moderna.

Sin embargo, tan compleja como la noción de modernidad en sí misma,[1] la voluntad de representar el espacio urbano renovado despertó sus propias controversias e implicó sus propias dificultades; es por eso que “la cuestión de cómo representar la experiencia moderna de la metrópoli ocupó un lugar central en los debates que surgieron en el interior de los modernismos estéticos generados por la modernidad” (Frisby 2007: 17). En otras palabras, ante una pretensión común, las respuestas proporcionadas por los intelectuales y artistas fueron sustancialmente diversas. Si en el campo del arte esta variedad puede atribuirse en parte a la creciente ramificación de corrientes estéticas, fenómeno que se acentúa y precipita sobre todo a partir de la irrupción de las vanguardias, en el campo de los estudios sociales, en cambio, las diferentes visiones de la ciudad parecen responder a otros factores, tales como la multiplicidad de disciplinas que pretendieron estudiarla, las divergencias en la perspectiva teórica adoptada o las variantes en el recorte específico del objeto de estudio (la ciudad en sí misma, las relaciones sociales dentro de la ciudad, la planificación del desarrollo urbano, el vínculo de la ciudad con otros espacios).

Pero Frisby apunta otro factor para explicar esa multiplicidad, independientemente de los posicionamientos estéticos y teóricos en sí mismos:

[...] también se estaba produciendo un cambio en el observador de la ciudad y en las prácticas asociadas a esa observación. Los diversos observadores, como fuentes potenciales de representación de la ciudad, se situaban a diferentes distancias (y a diferentes tempos) de su objeto. Por ejemplo, es preciso distinguir el retrato de la ciudad inserta en el paisaje, del retrato de la ciudad como paisaje y, a su vez, del paisaje callejero de la ciudad como perspectiva desde el interior de las propias calles (Frisby 2007: 17).

Así, Frisby remarca la centralidad y multiplicidad de los puntos de vista, de los modos disponibles de observar y de los observadores en sí mismos, como elemento crucial para comprender la gama variada de aproximaciones al escenario urbano y a la experiencia que propicia. En la elección (o en la construcción) de una perspectiva desde la cual observar se juega, por lo tanto, buena parte de la representación, reflexión o debate resultante en torno al espacio urbano.

Leer en la ciudad las marcas de una época y leer la ciudad desde el punto de vista de un sujeto singularmente inscrito en ella es el doble gesto que da base, por ejemplo, a las reflexiones que Walter Benjamin emprende sobre París. Para Benjamin, como se sabe, París es la capital del siglo XIX; Baudelaire, el poeta que la “convierte por primera vez en objeto de la poesía lírica” (Benjamin 2012: 56); y el flâneur, el tipo de subjetividad que permite una aproximación a los modos de experiencia urbana que se delinean en la gran metrópoli decimonónica, hacia finales del siglo.

Figura ambigua en las formulaciones de Benjamin, oscilante entre el dandismo, la bohemia, el ocio, el flâneur es ubicado alternativamente en el lugar del paseante, del observador distanciado que lee la ciudad, y en el lugar potencial del productor de textos, sobre todo a través de la homologación entre la mirada lírica de Baudelaire y la mirada del flâneur (Benjamin 1999: 21). Sin embargo, el gesto de Benjamin al escoger al flâneur como el observador privilegiado para enfocar la ciudad moderna solo destaca en toda su audacia si se subraya “la marginalidad que caracteriza” la ubicación de esta figura “dentro de la ciudad (en tanto que busca asilo en la multitud) y dentro de su clase (marginal respecto de la burguesía, y presumiblemente en descenso)” (Frisby 2007: 47). Así, Benjamin elige el margen y no el centro para afincar el punto de vista desde el cual alumbrar una serie crucial de fenómenos que determinan la vida urbana moderna. En particular, es alrededor del flâneur como Benjamin se permite leer lo que Gisela Heffes denomina “la dialéctica entre lo privado y lo público, lo íntimo y lo externo, el centro y la periferia” (2008: 15). Para Benjamin, el avance de la mentalidad burguesa y su creciente dominio sobre el espacio urbano implican un paulatino repliegue de lo público frente a lo privado, circunstancia que proyecta dos consecuencias directas y relacionadas sobre la vida del hombre. En primera instancia, el hombre comienza a diferenciar (y a oponer) “el espacio vital y el puesto de trabajo”, asociando al primero con la vida privada de su hogar y al segundo, con el lugar donde obligatoriamente “lidia con la realidad”. En segunda instancia, para “el hombre privado” el interior pasa a representar “su universo”, el lugar que reúne “lo lejano y lo pasado” (Benjamin 2012: 54). Es por eso que su pretensión consiste en marcar el espacio interior, imprimir en él el indicio que dé cuenta de su existencia, porque, justamente, “habitar es dejar huellas” (Benjamin 2012: 56).

Contracara de este culto a lo privado, el flâneur es una figura doblemente marginal: “está todavía en el umbral tanto de la gran ciudad como de la clase burguesa” (Benjamin 2012: 56). Su excentricidad lo vuelve relevante y revelador de los cambios que se producen en la experiencia urbana, sobre todo en relación con la articulación (el conflicto) entre las esferas públicas y privadas. De hecho, los pasajes, el espacio de predilección del flâneur en la ciudad, constituirían, según Benjamin, “algo intermedio entre la calle y el interior” (2012: 100).

Varias décadas después, con una capital latinoamericana como referente y desde géneros discursivos diversos, Roberto Bolaño y Pedro Lemebel repiten parte del gesto de Benjamin: el primero en su novela Nocturno de Chile ([2000] 2005), el segundo en las crónicas urbanas que recopila en su libro Loco afán ([1996] 2009) trazan un vínculo entre la representación de una ciudad y la reconstrucción de un período histórico. En ambos casos, la ciudad es Santiago de Chile y el período histórico, la dictadura militar que encabezó Augusto Pinochet desde 1973 hasta 1990.

La manera en que estos textos, ambos inscritos de modo diverso pero con idéntica precisión en una coordenada temporal reconocible, perfilan su mirada sobre la Santiago de la dictadura cobra especial significación si se contemplan los rasgos que el régimen de Pinochet imprimió precipitadamente sobre las prácticas y los escenarios públicos urbanos. En este sentido, en un trabajo que aborda la producción ficcional de la Latinoamérica de la posdictadura, Idelber Avelar señala que, en el caso chileno, la maquinaria pinochetista de represión, censura, secuestro y muerte funcionó “a toda marcha” desde los primeros días posteriores al golpe del 11 de septiembre (Avelar 2000: 63), promoviendo un inmediato retroceso de la “efervescencia cultural de los años de Allende” y sustituyéndola, si no por una cultura oficial, por la imposición de ciertos patrones de conducta y valores hipotéticamente universales, entre los que destaca la “privatización absoluta de la vida pública” (Avelar 2000: 65, 66). De este modo, una de las marcas más evidentes y a la vez más indelebles de la violencia simbólica y concreta del gobierno dictatorial se sitúa en el espacio urbano, que ve transformada su idiosincrasia de manera abrupta, radical y presurosa, para replegarse hacia las esferas de la intimidad. Así, el gesto benjaminiano que puede leerse en los textos de Bolaño y Lemebel se resignifica: en el contexto histórico al que aluden como en la París de fines del XIX, la vida pública de la ciudad se contrae y debilita.

Y es quizá por eso mismo que su mirada hacia el espacio urbano se vuelve más significativa: si la dictadura y sus agentes enclaustran la experiencia de la ciudad en los espacios privados e interiores, un modo de resistencia posible consiste en desnudar esas operaciones, subrayarlas, contradecirlas. Así parece sugerirlo la relevancia que en el período posdictatorial tendrá la ciudad como eje de las manifestaciones estéticas que se propusieron abordar la traumática experiencia histórica reciente a contrapelo de las construcciones discursivas dominantes en el marco de la transición democrática. En ese contexto, tal como señala Nelly Richard, “el mundo de la ciudad abre una dimensión privilegiada para imprimir visualmente la imagen de un paisaje en descomposición, reducido a un basural de recuerdos, cadáveres, escombros, vestigios de experiencia” (1998: 80).

Las representaciones textuales de Santiago que Bolaño y Lemebel configuran en los textos citados parecen entrar en diálogo franco con esa tendencia general, pero sobre todo parecen dialogar entre sí. Porque si un primer punto en común entre ellas radica en que ambas dejan intuir las huellas que el proceso dictatorial grabó en el espacio urbano, hay todavía un segundo rasgo más singular que las emparenta. En efecto, y he aquí una hipótesis principal de este trabajo, tanto Bolaño como Lemebel eligen enfocar la ciudad de la dictadura desde el punto de vista de observadores que, como el flâneur de Benjamin, habilitan una perspectiva excéntrica y particular sobre la metrópoli misma, sobre sus ámbitos públicos y privados, y sobre los modos en que los individuos se distribuyen, reúnen, repelen y desplazan por ellos.

Ahora bien, si en las crónicas de Lemebel esa excentricidad de la mirada viene dada por el carácter estrictamente marginal del observador escogido, en la novela de Bolaño, en cambio, responde a la compleja acumulación de rasgos del personaje principal, que termina por constituirlo como figura paradojal, perpetuamente ubicada, como se tratará de mostrar más adelante, en los márgenes del centro. En ambos casos, la relación entre los observadores de la ciudad y el espacio urbano en sí mismo repite una idéntica lógica de retroalimentación permanente: la ciudad es vista y (re)creada por la subjetividad particular del observador, sin pretensiones de objetividad o precisión, al mismo tiempo que la subjetividad del observador es, en buena parte, construida en función de su ubicación en el espacio de la ciudad, de su pertenencia a cierto tipo de sociabilidad o de su participación en cierto tipo de prácticas urbanas. En ese punto consiste precisamente la principal apuesta común a uno y otro texto, la base sobre la que se funda el análisis comparativo que este artículo emprende y otra de sus hipótesis nodales: las crónicas de Lemebel y la novela de Bolaño coinciden en la construcción paralela e interrelacionada de una subjetividad y una mirada sobre lo urbano, capaces ambas de dar cuenta, en sí mismas y en su particular vinculación, de los trastornos con que la dictadura afectó por igual a todos los términos involucrados: sujetos, ciudad y prácticas urbanas.

La coincidencia señalada no implica, desde luego, afirmar que Bolaño y Lemebel escogen perfilar su representación de la Santiago dictatorial desde un mismo punto de vista, desde una misma subjetividad observadora (más bien ocurre exactamente lo opuesto), sino subrayar que, aun a pesar de las diferencias entre los dos textos, tanto uno como el otro anudan en un entramado de estrecha significación la configuración de esa subjetividad, del espacio urbano de la capital chilena y del proceso histórico del gobierno pinochetista. Más que un mero dato coyuntural, y pensando una vez más en el avance precipitado de la represión sobre los espacios públicos de la ciudad, que ambos autores elijan estrechar de tal modo su representación de lo subjetivo y lo urbano se esboza como un modo programático (singular en cada caso) de reposicionar aquello que el golpe de Estado pretendió (y parcialmente logró) anular.

Finalmente, aun a través de recorridos diversos, Nocturno de Chile y Loco afán volverán a coincidir al remarcar un mismo plano en el que las violencias de todo orden que desplegó la dictadura se evidencian del modo más irrecusable: el plano de lo corporal. Se esboza así una tercera hipótesis que refuerza la lectura conjunta del corpus que este trabajo propone: escondidos, torturados, prohibidos, perseguidos, aniquilados, los cuerpos terminan de sellar el vínculo entro lo subjetivo y la ciudad, se convierten en esa matriz del sujeto que se abre al contacto con el espacio urbano y, ya como un descubrimiento siniestro en la novela de Bolaño o como un manifiesto permanente y desafiante en las crónicas de Lemebel, desnudan los modos en que la dictadura de Pinochet dejó en ellos huellas funestas, figurativa y literalmente.

LA CIUDAD INMATERIAL: SANTIAGO EN NOCTURNO DE CHILE

En Nocturno de Chile, Bolaño escoge observar la ciudad de Santiago (sobre todo la Santiago de la dictadura militar) desde la mirada de un narrador y protagonista que, en su lecho de muerte, repasa episodios de su vida en los que, entre otras cosas, se manifiestan su adhesión y colaboración con el régimen de Pinochet. Lejos de optar por la víctima o el oprimido como su personaje principal y sin caer, como alternativa, en la ficcionalización de la figura del propio dictador, Bolaño construye y explora una subjetividad que, a priori, se ubica, por su postura política, en un lugar dominante hacia el interior de la novela. Sin embargo, a pesar de su adhesión al gobierno de facto, el posicionamiento del protagonista en materia política se ve relativizado por la confluencia en él de múltiples facetas que, si no son abiertamente contradictorias, al menos generan entre sí una serie de tensiones. En concreto, Sebastián Urrutia Lacroix es un sacerdote católico, poeta y crítico literario (aunque en este último rol emplea el seudónimo de H. Ibacache) que apoya y, ocasionalmente, ofrece su colaboración a la junta militar que preside Chile. Esa combinación de prácticas, que remiten al chileno José Miguel Ibáñez Langlois[2] como referente histórico, es generadora de ambivalencias y desplazamientos de los que resulta una desubicación del personaje dentro de los espacios dominantes de cada esfera. De este modo, en su faceta religiosa, Urrutia Lacroix es miembro del Opus Dei, pero “el miembro del Opus Dei más liberal de la república” (Bolaño 2005: 70); lo cual, en otras palabras, significa que es el miembro más progresista de una facción ultraconservadora dentro de una institución conservadora en sí. En su faceta literaria, por otra parte, llega a ser un crítico influyente y a participar de los cenáculos intelectuales más encumbrados, en los que, sin embargo, no puede despojarse del todo de su rol como sacerdote:

Allí estaba Neruda recitando versos a la luna, a los elementos de la tierra y a los astros cuya naturaleza desconocemos mas intuimos. Allí estaba yo, temblando de frío en el interior de mi sotana que en aquel momento me pareció de una talla muy por encima de mi talla, una catedral en la que yo habitaba desnudo y con los ojos abiertos. Allí estaba Neruda musitando palabras cuyo sentido se me escapaba pero con cuya esencialidad comulgué desde el primer segundo. Y allí estaba yo, con lágrimas en los ojos, un pobre clérigo perdido en las vastedades de la patria, disfrutando golosamente de las palabras de nuestro más excelso poeta (2005: 24; el subrayado es mío).

El hábito, huella exterior de la vocación religiosa, no solo es problemático para el protagonista en su vinculación con los demás intelectuales (“si me decidía por la sotana me asaltaban dudas acerca de cómo iba a ser recibido”; 2005: 15), sino que también es objeto de atención para aquellos con quienes se relaciona: “Neruda y su mujer. Farewell y el joven poeta. Yo. Preguntas. ¿Por qué llevo sotana? Una sonrisa mía. Lozana. No he tenido tiempo de cambiarme” (2005: 24).

Como colaboracionista, por último, Urrutia Lacroix parece prominente, en tanto que tiene relación con “la Junta de Gobierno al completo” (2005: 108), incluido el mismísimo Pinochet. Su contribución, no obstante, consiste en una docencia paradójica: enseñar marxismo a los militares para ayudarlos a “comprender a los enemigos de Chile, para saber cómo piensan, para imaginar hasta dónde están dispuestos a llegar” (2005: 118).

Encumbrado en el ámbito de las letras, católico en materia religiosa, pinochetista en materia política, estas características ubican a Urrutia Lacroix en un lugar de centralidad en cada una de las esferas en que se involucra que, sin embargo, se verá relativizado por la confluencia problemática entre ellas. Su progresismo dentro del Opus Dei, su hábito religioso en los vínculos intelectuales, sus conocimientos de marxismo en materia política, terminan por provocar un desplazamiento que, sin arrancarlo de un espacio de centralidad, lo convierte en un marginal del centro.

Desde ese posicionamiento paradójico y en función de esas tres facetas imbricadas se construye la perspectiva desde la cual Santiago y los tiempos de la dictadura serán abordados en Nocturno de Chile. Ahora bien, ¿qué atributos específicos definen la subjetividad del intelectual, religioso y pinochetista que protagoniza y narra la novela? ¿Y de qué modo, esos atributos específicos condicionan la mirada a través de la cual se representa la Santiago de la dictadura militar? En primer lugar, podría mencionarse el ejercicio de la lectura como práctica evasiva: tendencia que, si parece definir a Urrutia Lacroix como intelectual, también deja intuir su posicionamiento político. Así, a horas del triunfo electoral de Salvador Allende, Urrutia Lacroix planifica sus lecturas para los días sucesivos: “Que sea lo que Dios quiera, me dije. Yo voy a releer a los griegos” (2005: 97). Esa lectura para la evasión, que exacerba el gesto retrotrayendo el punto de interés de la contemporaneidad latinoamericana a la Antigüedad clásica, deja entrever su matiz político, su programático gesto de negación de una realidad intolerable, en una larga enumeración que reúne y, a la vez, hace chocar a los autores visitados con los acontecimientos políticos y sociales que marcaron el derrotero del gobierno socialista, su caída y su violenta sustitución:

Empecé con Homero, como manda la tradición, y seguí con Tales de Mileto y Jenófanes de Colofón y Alcmeón de Crotona y Zenón de Elea (qué bueno era), y luego mataron a un general del ejército favorable a Allende y Chile restableció relaciones diplomáticas con Cuba […], y yo leí a Tirteo de Esparta y a Arquíloco de Paros y a Solón de Atenas y a Hiponacte de Éfeso y a Estesícoro de Himera y a Safo de Mitilene y a Teognis de Megara y a Anacreonte de Teos y a Píndaro de Tebas (uno de mis favoritos), y el gobierno nacionalizó el cobre y luego el salitre y el hierro y Pablo Neruda recibió el Premio Nobel […] y se organizó la primera marcha de las cacerolas en contra de Allende y yo leí a Esquilo y a Sófocles y a Eurípides, todas las tragedias, y a Alceo de Mitilene y a Esopo y a Hesíodo y a Heródoto (que es un titán más que un hombre), y en Chile hubo escasez e inflación y mercado negro y largas colas para conseguir comida […] y también releí a Demóstenes y a Menandro y a Aristóteles y a Platón (que siempre es provechoso), […] y luego casi medio millón de personas desfiló en una gran marcha de apoyo a Allende, y después vino el golpe de Estado, el levantamiento, el pronunciamiento militar, y bombardearon La Moneda y cuando terminó el bombardeo el presidente se suicidó y acabó todo (2005: 97-99).

La enumeración vertiginosa de lecturas y acontecimientos, aun en esta cita abreviada, desarticula el paso evidente del tiempo entre la victoria de Allende y su caída: el relato de Urrutia Lacroix comprime tres años de historia chilena en una sola e interminable frase, hasta generar la impresión de que no ha levantado la vista de su lectura de los griegos: “Entonces yo me quedé quieto, con un dedo en la página que estaba leyendo, y pensé: qué paz” (2005: 98).

La misma voluntad de evasión respecto de la realidad se confirma en los modos de la sociabilidad entre los intelectuales chilenos, antes y después de Allende, antes y después del advenimiento del golpe de Estado. Los cenáculos intelectuales que la novela representa, en efecto, se configuran siempre como grupos cerrados, replegados sobre espacios privados, a distancia (casi a contramano) del centro urbano que los alimenta. Gesto que desde la perspectiva de Benjamin podría definirse como típicamente burgués, el intelectual chileno que Bolaño delinea encuentra su lugar en la esfera íntima, en el terreno de lo privado. En ese sentido, el primer ámbito de la sociabilidad intelectual, estrictamente ligado con la figura de Farewell (crítico eminente y menor del protagonista),[3] es el fundo de Là-Bas, escenario que, según Paula Aguilar, “se caracteriza como espacio de la cultura, un castillo alejado de la ciudad, cerrado, que corporiza el distanciamiento torremarfilista entre arte y vida” (2010). Ese distanciamiento, sin embargo, se tornará más explícito en relación con el segundo ámbito de la sociabilidad intelectual: la casa de la escritora María Canales. Ya en tiempos de Pinochet, este segundo escenario se ofrecerá como el refugio para eludir “la geometría del toque de queda” (Bolaño 2005: 113) impuesta por el gobierno militar, y será definido como un estereotipado interior burgués: “una casa grande, rodeada por un jardín lleno de árboles, una casa con una sala confortable, con chimenea y buen whisky, buen coñac, una casa abierta para los amigos” (2005: 125). Aun sin ser un ámbito idealizado u homogéneo (en él convive el crítico con “el poeta desesperado” [2005: 125], con la novelista feminista, con el pintor de vanguardia), el espacio cerrado de la sociabilidad intelectual se recorta respecto del exterior y, sobre todo, de la ciudad. Por esa tendencia al enclaustramiento en espacios privados, los círculos intelectuales de la novela adquieren el perfil de una cofradía exclusiva, bajo cuya responsabilidad recae la custodia de la cultura letrada en el contexto de un país que, según la definición de Farewell, es un “país de bárbaros” (2005: 14), sin importar en manos de quién esté el ejercicio del poder. Lo que la conducta evasiva de Urrutia Lacroix como intelectual termina por soslayar no es, entonces, solo el proceso histórico encarado por actores políticos adversos, sino la realidad chilena en sí misma, que alarma, exaspera, perturba. Así lo demuestra el crispado retorno de Urrutia Lacroix a la lectura de literatura chilena en la inmediatez del golpe de Estado: “volví a frecuentar la literatura chilena. Intenté escribir algún poema […] no sé lo que me pasó. De angélica mi poesía se tornó demoníaca” (2005: 101). Si el relato no establece una relación causal entre la vuelta a la literatura chilena y esta metamorfosis poética, al menos permite intuirla.

En un sentido diverso y a la vez complementario, la faceta religiosa de Urrutia Lacroix también repite su gesto evasivo. En este caso, a la realidad chilena y a sus marcas en el espacio urbano se suman los placeres corporales como una nueva amenaza frente a la cual el personaje debe encontrar caminos de fuga. Para el Urrutia Lacroix sacerdote, la religión ofrece tres vías para la evasión: el estudio, la oración y la analogía bíblica. Una combinación entre la primera y la segunda de estas prácticas es el modo en que el protagonista responde a las provocaciones de Farewell:

Y Farewell: habla usted como un chupador de picos. Y yo: nunca lo he hecho. Y Farewell: aquí estamos en confianza, aquí estamos en confianza, ¿ni en el seminario? Y yo: estudiaba y oraba, oraba y estudiaba. Y Farewell: aquí estamos en confianza, en confianza, en confianza. Y yo: leía a San Agustín, leía a Santo Tomás, estudiaba la vida de todos los papas (2005: 67; el subrayado es mío).

El eco de esas mismas lecturas acompaña al protagonista en un periplo por la ciudad, sobreimprimiéndose a las descripciones del espacio urbano y desdibujándolas:

[…] me encontré caminando solo por las calles de Santiago pensando en Alejandro III y en Urbano IV y en Bonifacio VIII, mientras una brisa fresca me acariciaba el rostro procurando despertarme del todo, aunque del todo despierto era imposible, pues en el fondo de mi cerebro oía las voces de los papas, como los chillidos lejanos de una bandada de pájaros, señal inequívoca de que una parte de mi conciencia aún soñaba o voluntariamente no quería salir del laberinto de los sueños (2005: 68).

La oración, por otra parte, es el acto reflejo que Urrutia Lacroix emprende cuando se consuma el golpe de Pinochet: “me arrodillé y recé, por Chile, por todos los chilenos, por los muertos y por los vivos” (2005: 99). Práctica en apariencias ecuánime, que incluye por igual a todos los chilenos (socialistas, civiles, conspiradores, militares), vivos y muertos (víctimas y victimarios, sin distinción), rezar es aquí neutralizar la conflictividad humana e histórica de un acontecimiento puntual para extrapolarlo de la humanidad y de la historia y ubicarlo en el terreno de las influencias divinas.

Por su parte, la analogía bíblica, casi cita textual del Apocalipsis, es también un medio para desarticular la carga sexual de otra escena con Farewell: “la mano de Farewell descendió de mi cadera hacia mis nalgas y un céfiro de rufianes provenzales entró en la terraza […] y yo pensé: El segundo ¡Ay! ha pasado. Mira que viene enseguida el tercero. Y pensé: Yo estaba en pie sobre la arena del mar. Y vi surgir del mar una Bestia” (2005: 27). En otras ocasiones, su elemento evasivo está dado por su carácter polisémico: ya adentrado el relato en los años de dictadura, Urrutia Lacroix soñará que “Chile entero se había convertido en el árbol de Judas, un árbol sin hojas, aparentemente muerto, pero bien enraizado todavía en la tierra negra, nuestra fértil tierra negra en donde los gusanos miden cuarenta centímetros” (2005: 138). Aunque la escena connota algunos elementos que podrían vincularse de modo oblicuo con el contexto chileno (la traición, la muerte), el narrador se abstiene de proponer una explicación directa. De este modo, la proliferación de lecturas que la analogía habilita la convierten en un modo de decir sin decir, o de decir a medias.

Podría leerse un hilo conductor en esa tendencia evasiva que Urrutia Lacroix exhibe como sacerdote y como intelectual (como sacerdote-intelectual): esta pretende siempre, de modo más o menos directo, interrumpir los lazos concretos con el tiempo y el espacio, borrar la materialidad, borrar la corporalidad, borrar, incluso, el propio cuerpo de las escenas narradas. Al predominio de lo abstracto, de lo espiritual en la mirada del protagonista, que desdibuja la cara concreta de su relato, se suma el carácter explícito de rememoración que adquiere la narración en su conjunto, porque los baches en la memoria del que recuerda y narra son otro modo de explicar las descripciones a medias, la imprecisión, los titubeos en la reconstrucción de numerosos episodios. Como consecuencia, la representación de la ciudad que se configura a partir de la mirada de Urrutia Lacroix intenta menos ser la representación verista de una ciudad real que la escenografía simple de una ciudad vacía, fantasmal, sin habitantes ni huellas: “Caminamos por una calle amarilla. No había mucha gente, aunque de vez en cuando, en los portales, se escondía algún hombre con gafas oscuras, alguna mujer con pañuelo en la cabeza” (2005: 78).

Sin embargo, frente al trazado urbano que el personaje dibuja en función de su subjetividad, de las relaciones que entabla y de los tipos de sociabilidad en que participa, emerge, con violencia, la ciudad que se le impone, la ciudad que se pretende ignorar, la ciudad que lo asalta, literalmente: “Por las mañanas me dedicaba a caminar de la rectoría a los potreros baldíos, de los potreros baldíos a las poblaciones, de las poblaciones al centro de Santiago. Una tarde dos maleantes me asaltaron. Yo no tengo plata, hijos míos, les dije. Claro que tenis plata, cura reculiado, respondieron los cogoteros” (2005: 73). La escena no solo convierte a la ciudad de escenografía abstracta y vacía en espacio del peligro y el encuentro inesperado, sino que también perturba el registro del texto: la lengua baja de los “maleantes” contagia la lengua alta de un narrador que, fuera de su tono habitual, los terminará llamando cogoteros. El choque con esa faceta urbana que se quiere obviar implica, a la vez, tanto la perturbación del contenido del relato como la del registro lingüístico que en él se emplea.

Pero el quiebre mayor en la representación evasiva del protagonista se da justamente a partir de la irrupción concreta de aquello que quiere borrar: la presencia material del otro, el cuerpo y el modo de vida de aquel que no participa de la sociabilidad enclaustrada de los intelectuales. El primer quiebre del sectarismo que marca su relación con los demás personajes se da, justamente, en torno al fundo Là-Bas, cuando Urrutia Lacroix se topa con los campesinos que viven en las inmediaciones: “Qué bueno que haya venido, padre, dijo la más vieja arrodillándose delante de mí y llevándose mi mano a sus labios. Sentí miedo y asco, pero la dejé hacer” (2005: 20). Por su parte, el segundo quiebre, el más significativo, se opera por la emergencia concreta de un cuerpo en particular: el cuerpo torturado por la dictadura. En este caso, la fractura es doble: se produce a la vez sobre la inmaterialidad que predomina en la representación del mundo narrado y sobre el espacio cerrado en el que Urrutia Lacroix se repliega frente a la ciudad y su tiempo. Como materialización de lo siniestro, el cuerpo torturado emerge del lugar íntimo y conocido: de la interioridad de la casa donde la intelectualidad chilena se reunía, de espaldas a la época, y del núcleo familiar de María Canales, una participe conspicua de ese tipo de sociabilidad. El descubrimiento es casual: un escritor encuentra por azar a uno de los “subversivos” (2005: 141) que el esposo de María Canales, agente encubierto de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional),[4] interrogaba y torturaba en el sótano de su casa. La descripción del cuerpo, que el relato de Urrutia Lacroix repone, abandona por completo el carácter evasivo y abstracto: “sus heridas, sus supuraciones, como eczemas, pero no eran eczemas, las partes maltratadas de su anatomía, las partes hinchadas, como si tuviera más de un hueso roto” (2005: 140). A partir de entonces, el círculo cerrado de los intelectuales comienza a resquebrajarse, envuelto en la ambigüedad de una confesión hecha a media voz, hasta que la llegada de la democracia ponga blanco sobre negro y convierta en saber irrecusable lo que hasta el momento era un secreto a voces.

Borrar la materialidad de la ciudad, borrar las huellas y el cuerpo de sus habitantes: de este modo la subjetividad de Urrutia Lacroix, intelectual, religioso y pinochetista, atraviesa la representación del Santiago de Nocturno de Chile. Sin embargo, la ciudad que sus lecturas, su práctica religiosa y su sociabilidad restringida niegan se impone a su relato, hasta evidenciar incluso las marcas que la dictadura imprime sobre la vida en la ciudad, sobre las vidas de la ciudad.


“DE ESCRITURAS URBANAS Y GRAFÍAS CORPÓREAS”: SANTIAGO EN LAS CRÓNICAS DE LEMEBEL

Al igual que Bolaño, Lemebel reconstruye en Loco afán una mirada particular sobre la ciudad de Santiago en los años que siguieron al golpe de Estado encabezado por Pinochet. Sin embargo, la diferencia genérica no es un dato menor en la configuración de la subjetividad desde la cual se observa el espacio urbano. Si el estatuto ficcional de la novela habilita para Bolaño la construcción de un punto de vista narrativo que no sea en absoluto homologable con su propio punto de vista, el carácter documental que parece envolver inexcusablemente a la crónica, género habitual del discurso historiográfico y periodístico, liga de un modo más estrecho lo escrito con la figura de su autor. Esta circunstancia se enfatiza por el carácter marcadamente autorreferencial de textos como “Crónicas de Nueva York” o “El beso de Joan Manuel”, en las que autor, narrador y personaje principal coinciden, cumpliendo con el pacto autobiográfico (Lejeune 1994).

No obstante, el gesto que predomina en las crónicas de Loco afán consiste en la construcción de una subjetividad que, si puede intuirse coincidente con la de Lemebel, no siempre va a expresarse en primera persona. El eje de las crónicas serán, en concreto, “las locas”, la comunidad homosexual y travesti de Chile: desde su mirada subjetiva se representará la ciudad, desde su particular experiencia y sus modos de sociabilidad se (re)configurará el espacio urbano y se harán presentes las huellas de la dictadura militar. De ese modo, las crónicas evidencian esa doble valencia de la posición esté- tico política de Lemebel que remarca Fernando Blanco: una práctica que propicia en simultáneo “una politización de la memoria”, rechazando el tono conciliador de los discursos predominantes entre el final de la dictadura y los años de la transición, y una “politización de la diferencia” (Blanco 2004: 41), enfrentando la normativización de la familia y la heterosexualidad (Richard 1998) a través de una actitud militante.[5]

Así, la marginalidad será un rasgo crucial en la construcción del observador a partir 161 del cual Lemebel elige representar la ciudad y la experiencia urbana. Evidentemente, “la loca” constituye una subjetividad relegada, excluida, invisibilizada y reprimida por el discurso oficial, en los años de Pinochet como en los de la posdictadura. En efecto, en la temporalidad que abarcan las crónicas, la homosexualidad constituye, según Jody Parys, un tabú “no sólo en Chile, sino en toda Latinoamérica (y muchas otras partes del mundo)” (2007: 116).

A priori ratificando la segregación que estimularía el tabú, Lemebel presenta a sus “locas” dentro de una lógica de sociabilidad que parece replicar la de los intelectuales de Bolaño. Esa sociabilidad es, en palabras de Lemebel, la del “gueto homosexual” (Lemebel 2009: 63), espacio simbólico definido por prácticas, saberes (“En el gueto homosexual siempre se sabe quién es VIH positivo”) (2009: 63) y experiencias sexuales que diferencian a sus integrantes de quienes no lo son.

Término ambiguo y problemático aun en el terreno de las ciencias sociales,[6] el “gueto” funciona para Lemebel como un modo de nombrar los refugios que la homosexualidad chilena se construye frente a la hostilidad de su medio (“eventos culturales, desfiles de moda, peluquerías y discothèques”) (2009: 63). La fiesta que se refiere en “La noche de los visones” es, probablemente, la más clara manifestación de esa conducta de sociabilidad que Lemebel condensa, con laxitud, a través de la idea del gueto. Se trata de una reunión de homosexuales y travestis que, aunque marcada por “los matices sociales” (2009: 12) y las diferencias políticas que derivan en un desenlace escandaloso, tiene por fundamento básico la reunión de todas “las locas” de Santiago: “las locas pobres, las de Recoleta, las de medio pelo, las del Blue Ballet, las de la Carlina, las de callejeras que patinaban la noche en la calle Huérfanos, la Chumilou y su pandilla travesti, las regias del Coppelia y la Pilola Alessandri” (2009: 10).

Siguiendo el esfuerzo de Loïc Wacquant por delinear rigurosamente las fronteras del concepto, es posible determinar “cuatro elementos constitutivos del gueto: la estigmatización, la presión, el confinamiento espacial y el enclaustramiento institucional” (Wacquant 2010: 123). El “gueto homosexual” que Lemebel construye, sin embargo, no respeta del todo esas características. Se diría incluso que solo es posible sostener el uso del término si se admite la paradojal idea de un gueto abierto porque, sin matizar su marginalidad, Lemebel no escinde en absoluto a los homosexuales y travestis de otros actores sociales de la ciudad chilena. Al contrario de los intelectuales chilenos que Bolaño configura en su novela, “las locas” se sitúan en el espacio urbano, trazan sus propios recorridos, resignifican muchos de sus rincones y entran en contacto directo con los ajenos al gueto. Así, en los convulsionados días previos a la caída de Allende, “las locas” se entremezclan con las “señoras ricas”, que reclamaban el fin del “escándalo bolchevique”, y con los obreros que se burlaban de ellas “ofreciéndoles sexo” (2009: 9). En el mismo sentido, aunque su verdadera militancia política sea “militancia sexual” (2009: 15) y, entre las convulsionadas manifestaciones de la derecha y la izquierda chilenas hayan “conformado su historia minoritaria en pos de la legalización” (2009: 22), “las locas” no se evaden del devenir histórico del país en su conjunto. Porque, aun en su marginalidad, no están en absoluto de espaldas a su época: intuyen que 1973 es un año que “viene pesado” (2009: 10), toman partido por Allende o por el bando militar, e incluso parecen ser las autoras de una suerte de alegoría profética en el marco de su clima festivo:

Por todos lados, las locas juntaban huesos y los iban arreglando en la mesa como una gran pirámide, como una fosa común que iluminaron con velas. Nadie supo de dónde una diabla sacó una banderita chilena que puso en el vértice de la siniestra escultura […] Como si el huesario velado, erigido aún en medió de la mesa, fuera el altar de un devenir futuro, un pronóstico un horóscopo anual que pestañeaba lágrimas la cera de las velas, a punto de apagarse, a punto de la última chispa social en la banderita de papel que coronaba la escena (2009: 13-15).

De este modo, si el concepto de gueto puede resultar apropiado para el tipo de sociabilidad homosexual que Lemebel representa, lo es menos por su escisión del entorno que por su alto grado de “afinidad interna” (Wacquant 2010: 127). En efecto, el “gueto homosexual” se constituye como “una máquina de combustión cultural que derrite las divisiones entre el grupo confinado y alimenta su orgullo colectivo” (Wacquant 2010: 135).

Frente a la mirada evasiva de Urrutia Lacroix y a sus prácticas sociales enclaustradas, las crónicas de Lemebel, como sus “locas”, miran de frente a Santiago y a su época. Pero, junto con esta diferencia de base, la mayor distancia entre las subjetividades desde las cuales Bolaño y Lemebel observan la ciudad y, por consiguiente, la principal diferencia en la representación que cada uno propone de Santiago, está en la preponderancia que el cuerpo adquiere en las crónicas de Loco afán. El cuerpo, sobre todo en su cariz sexual, define las relaciones hacia el interior del “gueto homosexual”, pero también abre el contacto con el exterior (el vínculo con los obreros se establece a partir de “agarrones de nalgas y apretones”) (2009: 12), traza recorridos urbanos fundados en búsquedas sexuales (“la transexualidad es otra ley de tránsito que desvía el rutinario destino del marido camino al hogar”) (2009: 74) y resignifica y decora los espacios, imponiéndoles su marca (“el travestismo callejero” convierte a la vereda en “vereda tropical” (2009: 74) y se vuelve adorno con el “brillo de concheperla que relumbra en el zaguán”) (2009: 73). De este modo, si para Benjamin habitar es dejar huellas, y el hombre privado se esmera en marcar el interior de su hogar con las pruebas de su existencia, “la loca” de Lemebel escribe la ciudad con su cuerpo, convirtiendo “el plano de la city” en la “bitácora ardiente” de los recorridos que impulsa su “deseo proscrito” (2009: 77).

Así, cuerpo y espacio urbano se entraman, de tal modo que la representación textual de “las locas” y la representación de la Santiago que estas viven y observan se define a partir de las experiencias corporales que se concretan en un particular recorrido por la ciudad. Es por eso que, para “las locas”, la impronta autoritaria de la dictadura de Pinochet se siente sobre los cuerpos. Y es por eso también que se habilita la analogía entre “el tufo mortuorio de la dictadura” con el otro gran eje que marcará las crónicas (y los cuerpos que en ellas se representan): el sida. El lugar central que el sida ocupará en los textos de Loco afán convertirá a la enfermedad en otro de los rasgos identitarios en la constitución de la subjetividad de “las locas”, casi en el mismo sentido en que se orientan las reflexiones de Susan Sontag:

La enfermedad hace brotar una identidad que podría haber permanecido oculta para los vecinos, los compañeros de trabajo, la familia, los amigos. También confirma una identidad determinada y, dentro del grupo de riesgo estadounidense más seriamente tocado al principio, el de los varones homosexuales, ha servido para crear un espíritu comunitario y ha sido una vivencia que aisló a los enfermos y los expuso al vejamen y la persecución (2012: 129).

Pero si el sida, además de producir un sinfín de muertes dentro del colectivo homosexual, ofrece un elemento ambiguo de fascinación, tragedia y horror sobre los cuerpos: “ojeras de espanto” (2009: 37), palidez extrema, manchas en la piel como un “tatuaje sidado que nunca destiñe” (2009: 69), marcas que, en última instancia, devienen en formas del reconocimiento mutuo y la admiración), la dictadura, en cambio, solo emerge en su factor represivo. El fin de “aquella época de utopías sociales, donde las locas entrevieron aleteos de su futura emancipación” (2009: 22) termina por imponer un límite a las libertades del cuerpo, restringiendo no solo su goce, sino también su apropiación del espacio urbano:

Vino el golpe y la nevazón de balas provocó la estampida de las locas, que nunca más volvieron a danzar por los patios floridos de la UNCTAD. Buscaron otros lugares, se reunieron en los paseos recién inaugurados de la dictadura. Siguieron las fiestas, más privadas, más silenciosas, con menos gente educada por la cripta del toque de queda (2009: 14).

Mientras que para la intelectualidad chilena que Bolaño configura en su novela el toque de queda impuesto por el régimen militar apenas significa un trastorno en su sociabilidad de por sí replegada sobre el espacio privado, para “las locas” de Lemebel, en cambio, implica un enclaustramiento forzado. El doble cariz de la represión, a la vez política y sexual, no solo transforma en sí mismos el cuerpo y la ciudad, sino que borra, además, el cuerpo y la sociabilidad homosexual del escenario urbano.

CONSIDERACIONES FINALES

Aun a través de elecciones textuales y estéticas diversas, Bolaño y Lemebel coinciden en desnudar las mismas violencias y transformaciones que el autoritarismo y la represión propiciaron en la ciudad y en las prácticas y experiencias de los sujetos que la habitan (el abandono de lo público, el repliegue sobre lo privado, el encierro). Ambos lo hacen, además, eligiendo el cuerpo, el cuerpo al que también la dictadura reprime y transforma, como punto de disrupción, elemento condensador de sentidos y terreno propicio para la denuncia y la resistencia. El lazo estrecho entre la representación de una ciudad asolada por el régimen dictatorial y una subjetividad que experimenta en su singularidad las consecuencias del autoritarismo se anuda así, en uno y otro caso, a partir de una faceta estrictamente material, la del cuerpo situado en los espacios urbanos, agredido y violentado en su propia carne, y una faceta relacional, la de las prácticas urbanas y sociales que la represión trastoca.

Sin embargo, si la marginalidad de los puntos de vista que Bolaño y Lemebel construyen y la relevancia que ambos le confieren en su representación de la ciudad los emparenta a ambos con el gesto benjaminiano que alumbra París desde la mirada del flâneur, hay al menos un elemento en la escritura de cada uno que los diferencia de Benjamin y, al mismo tiempo, los distancia entre sí. Para empezar, en Nocturno de Chile se escenifica el repliegue voluntario sobre el espacio privado del intelectual pinochetista, en contraposición con la más ambigua ubicación del flâneur, habitante dilecto de los pasajes, y de las “locas” mismas, autoproclamadas integrantes de un “gueto” de fronteras lábiles, enclaustradas en las fiestas privadas únicamente cuando la violencia estatal no ofrece alternativa. En segundo lugar, mientras que Urrutia Lacroix y el flâneur hacen de la toma de distancia de la vida social circundante una opción casi imperturbable, los protagonistas de las crónicas de Loco afán manifiestan su esmero por disolver la distancia con otros actores sociales, por entremezclarse con obreros y damas ricas, por situarse de manera abierta y enérgica en los acontecimientos de su tiempo.

Las diferencias señaladas, en todo caso, se desprenden del punto crucial de contraposición en las perspectivas desde las cuales se narra en cada caso. Porque, en Nocturno de Chile, Bolaño hace hablar a un pinochetista y reconstruye a través de su mirada la Santiago de la dictadura (inmaterial, abstracta, vacía), para problematizarla y ponerla en cuestión. Es, por lo tanto, la mirada del propio narrador y protagonista la que escamotea la faceta material y corporal de su relato; la emergencia del cuerpo torturado por la dictadura, por su parte, quiebra ese relato y delata el borramiento que en él se opera, los baches y las tergiversaciones a partir de las cuales se trama. En Loco afán, al contrario, la materialidad del cuerpo y la ciudad se ubican siempre en un primer plano: la mirada que enfoca el espacio urbano y el cuerpo que resiste la desintegración y el confinamiento coinciden en una misma subjetividad. De este modo, las crónicas vuelven a hacer visible lo que las violencias del orden represivo pretendieron ocultar (el cuerpo homosexual, sus deseos, su inscripción en lo urbano): en ese gesto radican su apuesta estética y su significación política.

 

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NOTAS

[1] Probablemente sea Matei Calinescu quien asuma de manera más exhaustiva el análisis de esa complejidad, en su ya clásico Cinco caras de la modernidad. Porque, aun bajo el declarado propósito de centrarse principalmente en el aspecto cultural del concepto (Calinescu 1991: 20), su trabajo no solo se ocupa de detallar la inestabilidad y los desplazamientos que se producen dentro de la cultura en torno a la idea de modernidad y a ciertos términos asociados (como moderno o modernismo), sino que además puntualiza la fractura irreconciliable que, durante la primera mitad del siglo xix, se produciría entre su acepción estética y su acepción histórica. En palabras de Calinescu, “en algún momento de la primera mitad del siglo XIX se produce una irreversible separación entre la modernidad como un momento de la historia de la civilización occidental”, a la que conducen los avatares de un capitalismo ya consolidado, “y la modernidad como un concepto estético” (1991: 20), caracterizada por la sustitución de los valores trascendentales e inalterables de belleza y la reivindicación de (su apuesta por) la inminencia, la transitoriedad, el cambio y la novedad (1991: 15). El quiebre central entre una y otra idea de modernidad se propiciaría, según Calinescu, por el rechazo explícito de los valores burgueses por parte de una línea de la modernidad estética que, con Baudelaire como su precursor, derivaría finalmente en la experiencia de las vanguardias.
Si se siguen los razonamientos de Frisby, su apelación a la noción de modernidad en el pasaje citado vuelve a superponer, hasta cierto punto, las dos acepciones del término que Calinescu diferencia. O, mejor aún, Frisby señala y analiza los modos en que ciertos representantes de la “modernidad estética” se proponen reflexionar sobre ciertos aspectos de la “modernidad histórica”.
[2] Así lo considera en su lectura de la novela Ignacio López-Vicuña (2009), para quien el nombre de Sebastián Urrutia Lacroix, así como su seudónimo, proponen “un paralelo casi exacto” con el de Ibáñez Langlois, “sacerdote y crítico literario de El Mercurio, quien escribía bajo el seudónimo de Ignacio Valente”.
[3] En el juego de referentes históricos que la crítica se permite leer en la novela, López-Vicuña vincula la figura de Farrewel con la de Alone, “seudónimo de Hernán Díaz Arrieta, uno de los grandes críticos literarios de mediados del siglo XX en Chile” (López-Vicuña 2009).
[4] Siguiendo a López-Vicuña, es posible trazar un paralelo entre María Canales y “Mariana Callejas, escritora y esposa del torturador y agente de la DINA Michael Townley” (López-Vicuña 2009).
[5] Tanto Blanco como Richard señalan como un aspecto fundamental del doble compromiso político de Lemebel su participación dentro del Colectivo de Arte Homosexual Las Yeguas del Apocalipsis, que cofundara en 1987 junto con Francisco Casas. Las intervenciones de Las Yeguas del Apocalipsis en “performances, videos, instalaciones, poesía y literatura” (Richard 1998: 212) condensaron a través de distintas modalidades de la transgresión (en el plano del arte, del género, de la sexualidad, de la política) una activa resistencia al discurso oficial de los últimos años del gobierno de Pinochet, extendido parcialmente al período de transición democrática. En estricta vinculación con la temática de este trabajo, Blanco señala que el rol de “activistas insobornables” que cumplieron Las Yeguas del Apocalipsis asienta una de sus facetas más significativas “en la resistencia estético-urbana de la ciudad sitiada/sidada de la dictadura, transformada progresivamente a través de los 17 años del régimen” (Blanco 2004: 45). Asimismo, Ángeles Mateo del Pino encara un exhaustivo análisis de las primeras performances de Las Yeguas del Apocalipsis, de sus implicaciones políticas y sus posibles lecturas retrospectivas a partir de Loco afán en “Mariconaje guerrero. Ciudad, cuerpo y performatividad en Las Yeguas del Apocalipsis” (2013).
[6] Según Loïc Wacquant, aun a pesar de que las ciencias sociales han hecho un amplio uso del término “gueto”, estas no han logrado “forjar un concepto analítico robusto de él” (2010: 17). Alternativamente y sin mayores reparos, “el término remite a veces a un sector urbano marginado, otras, a una variedad de instituciones específicas de un grupo dado, y según las circunstancias, a una constelación cultural y cognitiva (valores, símbolos, maneras de pensar o mentalidades) que implican el aislamiento sociomoral de una categoría estigmatizada” (Wacquant 2010: 117). Wacquant incluso critica la vaga apelación a la noción de “gueto” para el “estudio de los modelo socioculturales distintivos elaborados por los homosexuales en las ciudades de las sociedades avanzadas” (2010: 120 s.). La expresión “gueto gay”, utilizada por ejemplo por Martin Levine (1979), solo consigue, para Wacquant, “hacer más confuso su significado” (2010: 121).

 

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

- Aguilar, Paula (2010): “Ciudad letrada y dictadura. Los espacios en Nocturno de Chile de Roberto Bolaño”. En: Revista Escrita, 11, pp. 1-9.
- Avelar, Idelber (2000): Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago de Chile: Cuarto Propio.
- Benjamin, Walter (1999): The Arcades Project. Cambridge: Belknap Press.
— (2012): El París de Baudelaire. Buenos Aires: Eterna Cadencia.
- Blanco, Fernando (2004): “Comunicación política y memoria en la escritura de Pedro Lemebel”. En: Blanco, Fernando (ed.): Reinas de otro cielo: Modernidad y Autoritarismo en la obra de Pedro Lemebel. Santiago de Chile: LOM, pp. 27-71.
- Bolaño, Roberto (2005): Nocturno de Chile. Barcelona: Anagrama.
- Calinescu, Matei (1991): Cinco caras de la modernidad. Madrid: Tecnos.
- Frisby, David (2007): Paisajes urbanos de la modernidad. Quilmes: Universidad Nacional de Quilmes.
- Heffes, Gisela (2008): Las ciudades imaginarias en la literatura latinoamericana. Rosario: Beatriz Viterbo.
- Mateo del Pino, Ángeles (2013): “Mariconaje guerrero. Ciudad, cuerpo y performatividad en Las Yeguas del Apocalipsis”. En: Timmer, Nanne (ed.): Ciudad y escritura. Imaginario de la ciudad latinoamericana a las puertas del siglo XXI. Leiden: Leiden University Press, pp. 195- 223.
- Lejeune, Philippe (1994): “El pacto autobiográfico”. En: Loureriro, Ángel (ed.): La autobiografía y sus problemas teóricos. Barcelona: Anthropos, pp. 47-61.
- Lemebel, Pedro (2009): Loco afán. Crónicas de sidario. Buenos Aires: Anagrama.
- López-Vicuña, Ignacio (2009): “Malestar en la literatura: Escritura y barbarie en Estrella distante y Nocturno de Chile de Roberto Bolaño”. En: Revista Chilena de Literatura, 75, pp. 199-215.
- Parys, Jody (2007): “La creación de (com)unidad mediante la hibridez: Loco afán (Crónicas de Sidario) de Pedro Lemebel”. En: Juan-Navarro, Santiago/Torres-Pou, Joan (comps.): Memoria histórica, género e interdisciplinariedad. Los estudios culturales hispánicos en el siglo XXI. Madrid: Biblioteca Nueva.
- Richard, Nelly (1998): Residuos y metáforas: ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición. Santiago de Chile: Cuarto Propio.
- Sontag, Susan (2012): La enfermedad y sus metáforas. Buenos Aires: Debolsillo.
- Wacquant, Loïc (2010): Las dos caras de un gueto. Ensayos sobre marginalización y penalización. Buenos Aires: Siglo XXI.

 

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Leandro Ezequiel Simari es licenciado y profesor en Letras por la Universidad de Buenos Aires, adscripto a la cátedra de Literatura Argentina I A de la Facultad de Filosofía y Letras. Actualmente desarrolla un proyecto de doctorado, en el marco de una beca del CONICET y bajo la dirección de Alejandra Laera, sobre las inflexiones de la animalidad en la cultura argentina de finales del siglo XIX. Ha publicado, entre otros artículos, “Figuraciones de la explotación en ‘Los mensú’, de Horacio Quiroga y El río oscuro, de Alfredo Varela: trabajo, esclavitud, animalidad” (2014); “Miradas humanistas sobre el cuerpo y la otredad en Poggio Bracciolini y Michel de Montaigne” (2014) y “Variaciones de la mirada científica ante la animalidad en las ficciones de Eduardo Holmberg” (2015).


 

 

 

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La ciudad y sus observadores:
miradas sobre Santiago en Nocturno de Chile de Roberto Bolaño y Loco afán de Pedro Lemebel
Por Leandro Ezequiel Simari
Publicado en Revista Iberoamericana, Volumen XVI, N° 62. Mayo-Agosto de 2016