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        El sueño 
        
          Patricio Manns
          Publicado en Revista Araucaria de Chile, N°29, 1984
          
            
        
             
            
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          Estando todavía pequeño, tenía la costumbre de soñar. Y como no  tenía memoria propia, soñaba utilizando involuntariamente mi  memoria genética. Sin memoria no hay sueños. El sueño y toda su  aparente imaginería no son otra cosa que recuerdos muy precisos  que la gente almacena en puntos específicos del cerebro y que se  guardan allí para siempre. Para siempre significa que, si procreamos  una buena parte de nuestra memoria será transmitida hacia la  generación futura. Pero uno sueña sólo en dirección del pasado. El  sueño hacia el futuro es premonición, y puede o no puede ser exacto  o aproximativo, pero el sueño hacia el pasado es enteramente  preciso y tajantemente verdadero. Cada noche, cinco, seis o siete  veces, volvemos al pasado reproduciendo acontecimientos vividos.  Como ya sabemos, un sueño sobreviene cuando el curso de nuestros  pensamientos (siempre debe pluralizarse en relación a ellos) cesa de  avanzar en varias direcciones simultáneas para concentrarse en un  solo camino. Aquí termina la pluralidad del funcionamiento mental  y surgen los sueños. Los sueños suelen ser cinco cada noche;  también pueden ser siete y aún más. La duración de los sueños no es  calculable, pero varía de un segundo a veinte minutos en cada uno.  Un sueño es capaz de vencer el discurso del tiempo. Si alguien  duerme, por ejemplo, y yo golpeo en su antebrazo derecho con un objeto frío, y un tanto violentamente, aquello no duraría más de un segundo. No obstante, ese alguien podría soñar a partir de ese golpe  toda una historia y la soñaría desde atrás, distorsionando el fluir del  tiempo. Y despertaría traumatizado contándome tal vez el cuento  siguiente, sin percatarse que fue mi golpe el que ha sugerido toda la  historia y que toda la historia, que pensada ocuparía su mente por  lo menos durante veinte minutos, ha necesitado para establecerse  nada más que un segundo, el segundo tardado en abrir los  párpados.  
         «Estaba en la Plaza del Mercado —me diría—. Había un día de sol espléndido. Los borricos convergían en tropel sobre el recinto y  los frutos se arracimaban y se apiramidaban. Yo marchaba al azar,  contemplando los gritos y escuchando los movimientos del gentío.  Después tuve sed, una sed musculosa, gerundia; busqué una moneda  en mi bolsillo y sólo encontré un hueco germinando. Los frutos me  llamaban atroces, relucientes, goteando su fresca incitación deleitosa en mis orejas pardas. Como desconocía el lugar y nunca antes  había pisado esa plaza, ni probablemente ese país, y por lo tanto no  encontraría la amiga comprensión de nadie para saciarme, cogí una  naranja y huí como un conejo, sujetando, tenaz, mis pantalones.  Los gritos del tendero me cazaron en la otra orilla, cuando  aprestaba a zambullir mi huida entre las sombras de una callejuela  vacía. Fui conducido a una celda en una de cuyas paredes alguien  había escrito con el dedo y con su sangre:  "Ayer mataron a Salvador Allende. Mañana será probablemente a ti. No hay  espectadores en la vida". Arrojado al suelo, agotado, sin mi  naranja, me volví a dormir al interior del primer sueño. Y soñé que  tenía un tronco sobre la pierna derecha. Desesperado y caliente,  quise quitármelo de encima: no pude. Luego hice esfuerzos  denodados para despertar. Al abrir los ojos, encontré sentado en la  penumbra de la celda otro ladrón. Supe instantáneamente que era  ladrón porque la faltaba la mano izquierda. “Qué terrible —le dije,  para congraciarme— tengo la impresión de que se me durmió un  pie”. “A juzgar por el olor, creo más bien que se te murió”, repuso.  “Es que he tenido grandes dificultades para encontrar agua estos  últimos meses”, expliqué, a modo de excusa. En algún momento me  recogieron y fui juzgado y condenado. Yo sabía que perdería medio  brazo en la aventura a causa de la sed. “Cortadme el brazo izquierdo —les pedí—, pues soy diestro”. Pero el juez se obstinó y  recomendó al verdugo cercenarme el brazo derecho. Cuando el tipo  alzó el hacha y descargó el golpe, abrí los ojos y te vi parado junto a  mi cama.».  
        En verdad, toda esta historia fue concebida a partir del golpe, porque es imposible que la mente funcione de otro modo, Lo  opuesto lindaría con una cronología asombrosa: sería necesario que  el sueño hubiese comenzado diecinueve minutos y cincuenta y nueve  segundos antes y que yo, de pie junto a su lecho, pudiese ver  simultáneamente el sueño suyo para descargar mi golpe al mismo  tiempo, y siguiendo la misma trayectoria y la misma velocidad y con el mismo brillo que el hacha del verdugo para hacerle saltar la  misma sangre.  
        El sueño es también capaz de otras hazañas. Si yo pongo un  finísimo electrodo, muchas veces delgado como un cabello, en un  punto preciso de un cerebro que duerme, en un lugar que  llamaríamos “el centro del sueño”, aquel ser podría cantar en voz  alta una canción, incluso una canción muy vieja, pero muy, muy  rara vez una canción no compuesta todavía. Si en la mitad de la  canción yo retirara el electrodo, la voz dejaría de cantar. Si yo  volviese a poner el electrodo en el mismo punto, la canción recomenzaría, pero no en el punto en que quedó interrumpida, sino  desde el comienzo, como si esa memoria, al detenerse la canción, la  hubiese enrollado hacia atrás, como una bobina que nos aprestamos  a utilizar de nuevo.  
        Estando, pues, pequeño todavía en Moob Nwot, yo tenía la  fregada costumbre de soñar. Naturalmente, fruto de mi memoria  genética, soñaba a menudo con la caída de la Luna. En la tradición  de los soñadores, la caída de la Luna es inevitable y todo un punto  de referencia. En general, este sueño reproduce un acontecimiento  que tuvo lugar millones de años antes y fue observado por mi  antepasado que sobrevivió. Sobrevivió y, a su vez, se perpetuó, y su  perpetuidad sobrevivió a su vez. Si esta perpetuidad hubiese sido  interrumpida, el sueño no tendría ninguna vocación de reproducción porque habría sido borrado de mi sangre, y, por lo demás, yo  tampoco habría soñado, pues no estaría aquí, sino en el punto de la  interrupción de mi génesis. El sueño aquel es vasto, es inconmensurable, pues trata de la colisión de dos mundos que los omnólogos  califican como la “caída de la Luna”. La Tierra ha tenido, a lo largo  de toda su existencia, cuatro Lunas. Todas ellas han sido sucesivas y  todas ellas han caído, excepto la que flota sobre Moob Nwot y que  vengo de reencontrar. Esta es la cuarta. Pero en mi sueño de niño  todavía yo recordaba la caída de la tercera Luna. Probablemente, se  trata del sueño más prolongado que tolere el centro de los sueños,  porque mi antepasado, royendo tal vez el fémur de un enemigo  muerto o arrastrando su desvalida pareja por los cabellos a fin de  fornicar en el fango, contempló incrédulo el crecimiento de la Luna  y el desarrollo de su color, avecindando la sangre o la naranja  robada en la Plaza del Mercado. Pero no se asustó en un comienzo;  se asustó cuando la Luna ocupó la mitad del cielo y ya ninguna  estrella resultaba visible. Y en el inmediato subsiguiente no  recordaría nada sino un durable fragor y la obscuridad que siguió  después. Esa visión pasó a su progenie. Su progenie la atesoró a su  vez en la memoria (que no tiene nada de frágil) y la cedió, por  turno, a su propia progenie. Eso, igual, durante millones de años,  hasta que yo, pequeña espiroqueta de Moob Nwot, fui fecundado en  una probeta y crecí y soñé otra vez la caída de la Luna. Soñaba  también con grandes animales peludos, con caballos al galope, con  puñales, con trapecios, con tragadores de fuego, con peces que  nadaban a mi lado, en una fresca hondura, mirándome desde su asombro global, con escamosa destreza; soñaba con un país verde y  luego con otro país verde, con una pluma abigarrada, con una  ciudad de piedra, con una columna roída por el tiempo, con un  charco de sangre, con una aguja, con un arado, con otro país que  tenía un color dorado y movedizo, con un faro abandonado entre  altas olas procaces, llenas de sal y furia, de plancton y de agallas.  Crecía y contemplaba mis dibujos, modificaba esa memoria antigua  sustituyéndola por esta otra memoria más reciente, más inmediata.  Crecía e identificaba uno a uno los viejos objetos de mis sueños,  salvo uno, a saber:
         Ejerciendo su pie la jefatura de la hierba pasmosa, escribiendo  con su breve pie una caligrafía verde; sucediendo a su pie y  remontando el aire, una suave mortaja sin rencores; esparciendo  cabellos renegridos que el viento conmovía hasta hacerme gemir, la  silueta ocupaba mi sueño y venía hacia mí. Mi corazón de  espiroqueta huérfana le tendía las manos miserables, las manos  sedientas de naranjas, las manos cortadas noche a noche por la  impropiedad de su contacto. Durante ciertos sueños, su rostro  parecía hacerse preciso, pero no correspondía en absoluto a un  rostro que yo reconociera. Además, mi sangre saltaba de verdad en  el sueño y despertaba transido, no de pavor, sino de falta; no de  angustia, sino de carencia; no de soledad, sino de revuelo. Después  comprendí que no era yo que conocía ese secreto, sino mi memoria  anterior. Y comprendí que mi memoria anterior era incapaz de  revelarlo entero.  Por eso, cuando los perros ladraron, cuando la voz voluntariosa  los acalló en un inglés procaz, cuando mi sangre se encabritó del  mismo modo que en el pozo del sueño, yo comprendí instantáneamente que el imposible momento de la revelación había llegado, y con esa revelación, una forma de religión animal que parecía querer cargar a la espalda varias hirvientes cruces personalizadas. Pero todo esto, en el fondo, no era sino la continuidad de mi destino. Y mi destino no era otra cosa que una continuidad de horrores. Nunca vistos.