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Presentación de Canciones Para Animales Ciegos
(Feria Internacional del Libro de Santiago)

Por Pedro Montealegre


 



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Canciones para Animales Ciegos de Benjamín León aparece con una contundencia difícil de asimilar para la recepción de poesía escrita en castellano, y sobre todo, para aquellos lectores que estamos acostumbrados a movernos y ser partícipes del campo literario de la poesía chilena de quienes nacimos en los setentas. Esta escritura no se inserta en algún espacio legitimador que la reconozca, ya que es difícil atribuir su nacionalidad o su lugar de origen. Sabemos que es un poeta de La Serena. Sabemos que se nutre de la tradición mistraliana, la cual aprende, difunde y representa. Como Gabriela, León nació en la provincia para saltar al extranjero. Como ella, su reconocimiento afuera, antes que dentro, en la dinámica de los patiperros tan cara a nuestros principales poetas.

Benjamín León defiende un decir errante, forastero, que se sabe otro desde su producción inmigrante, -en su caso, en Sevilla, España- desde su ciudadanía sospechosa, a veces ilegal, a veces de soslayo, en medio de una dinámica que me permite verlo y comulgar con él, sabiéndolo parte reconocible y destacado de una generación latente de poetas chilenos que se hizo un hueco publicando en el exterior. Hablo de casos como los últimos textos de Julio Espinosa Guerra, Cristián Gómez, Carlos Soto Román, Martín Bakero, Andrés Andwandter, Marcelo Pellegrini, Alexandra Domínguez, entre otros.

Hablo de escrituras que se alimentan de contextos y culturas que les reciben a través de mecanismos de asimilación o exilio que paralelamente les lavan su ciudadanía, su origen, que las vuelven sospechosas, incluso molestas, y que se insertan problemáticamente en una ardua dinámica tanto de arraigo como de desarraigo.

Tenemos el caso de Canciones para Animales Ciegos, que nos presenta una propuesta de escritura arriesgada y disidente, porque rompe y hace estallar el canon dominante –al menos en lo que ha poesía chilena del último tiempo se refiere—, ante la evidencia de una poesía cargada de tradición y homenaje. Nos encontramos con una poesía de tono mayor, entendida como una textualidad que aborda los grandes temas de la humanidad (la muerte, el vacío, la distancia, el dolor, el miedo) pero con la constante de lo indecible, lo que está a la sombra, lo que no se puede ver ni nombrar.

Reactualiza, en ese sentido, el verso alejandrino blanco, por medio de su uso y por la mención, por otra parte, de ecos y símbolos que dialogan con la generación del 27. Es por ello que recurre a citas de Cernuda, Antolaguirre, Gerardo Diego entre otros, como correlato de estos cuarenta y siete cantos. Esto nos propone la lectura arraigada en estas estéticas, poniendo nuevamente sobre el tapete una vanguardia en lengua castellana, generada durante la Segunda República Española, previa a la dictadura de Franco, la que posteriormente fue acallada y discutida.

Este libro se alzó con la trigésima tercera edición de Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez, y nos dice que “yace la exactitud al borde del silencio”. Son recurrentes para el sujeto hablar de distancias, de árboles en medio de la noche, de lodazales, de palabras que se oscurecen, vencidas, las páginas ocultas del ruido, la multiplicidad del ácido sin límites. Nos damos cuenta del devenir arduo de un sujeto dañado, alejado, inmerso en las in-certezas propias de su vagancia, de su vaga-abundancia, en su estupor y desasosiego ante la falta de cimientos, de patria, de una base donde afirmarse y dar paso seguro.

 

 

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Selección:


III

Ha crecido maleza sobre mi corazón
y ciegas las palomas rondan la podredumbre.
Oigo sus alas grises, sus pechos desangrando
sobre la faz del frío. Oigo el inmóvil rumbo
de los caballos tristes que pesan en la edad,
y el rostro de los hombres donde nombro los siglos.
Escucho las jaurías que gritan por el hambre,
habitantes paridos en el error y el miedo,
hijos que conocieron lo oscuro del asfalto.
He bebido el dolor y el miedo en las orillas,
y sin embargo existo, traspaso la sentencia,
el hábito del mundo que emerge de los hombres.
Ha crecido maleza sobre mi corazón
y oscuros minerales escriben el silencio.

XIII

Indescifrable el tiempo extiende sus heridas,
brama en la nieve rota por otros caminantes.
Por qué nombrar los rostros que el aire sacudió,
la pálida altitud que el fuego hirió en cenizas;
la sed, la luz, el río, la muerte en cementerios
por donde todo gira para vaciarse en lágrimas.
Para qué descoser la paz de la envoltura,
la multiplicación y el ácido sin límites,
la tregua y el silencio después de arar la noche.
No existe aquí una piedra para que nazca el mundo,
un túnel que germine para que inicie el tiempo:
no existe la justicia sobre las rosas muertas

XXVI

Sobre lo oscuro asoma el cauce de la luz,
no pertenece a nadie el oro de los párpados.
Un continente gris despide su silencio:
los primeros insectos crujen bajo las cáscaras,
los símbolos del mundo disuelven la elegía.
Es una celda abierta la mañana que ocurre,
la voz, acaso el grito, que rompe entre kilómetros.
Están las bestias llenas de un rocío solemne
que amuebla al mundo entonces, para nombrar la luz,
para acercar los ojos de los hombres despiertos,
para extender las alas de los pájaros libres.
Uno retoma luego las costumbres, los ritos,
abre palabras, niega, cuestiona los colores,
pretende ser de ayer sobre la triste carne
y no soporta al tiempo ni a sus aguas altivas.
Los vigilantes nombran cada nuevo suceso
mientras la tierra escribe las fórmulas del polvo.
En humedad las tumbas son más tristes y solas,
las acompaña el frío y la niebla que baja
para llorar en duelo por los muertos que amamos.
En humedad las tumbas reciben otro día
y ya los gallos suenan como si no sonaran
y toda la tristeza se vuelve luz latente,
titánica aventura de un día por vivir.

XXX

Ya no retengo luz sino fría distancia,
la calcificación transcurre en mis arterias
y sostiene el olvido, su materia sangrante.
Carece de importancia mi corazón hollado,
la inexistencia cruza como sílaba muerta,
la inexistencia crece, pesa en mi corazón,
como la eternidad con toda su agonía.
Es imposible ahora regar nuevas palabras,
es imposible ahora formar otro lenguaje,
ese rumor del tiempo surge en la soledad,
y acá, bajo la tarde, coágulos de olvido
alimentando el miedo, su melódica trampa,
su rostro indescriptible coronando la noche.
Mi corazón hollado pasta en la mansedumbre,
llora todas las pérdidas, sus animales ciegos.



 



 

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Presentación de "Canciones Para Animales Ciegos", de Benjamín León.
Por Pedro Montealegre