Por estos días se cumplen diez años de la muerte de Pablo Neruda. ¿Cómo dejar de observarlo y marcarlo? ¿Cómo no recordar, en el Chile de ahora, persistentemente, al vate de voz lenta y pastosa, y de escritura de clorofila? ¿Cómo no recordarlo, nosotros que lo leímos tan apasionadamente en nuestra juventud con el objeto de conocer el mundo, y lo conocimos a él? ¿Que no sólo lo conocimos. sino que tal vez escribimos nuestras primeras obras buscando la protección fertilizadora de los lugares canonizados por su presencia?
Porque Neruda fue —además de todo lo demás que sabemos que fue— un prodigioso creador de objetos y de geografías. Así, es posible viajar por el interior de su poesía siguiendo todos los pasos de su vida; los aromos serán siempre amarillos en los campos de Loncoche, nuestro oído se afinará para escuchar la lluvia goteando desde los techos de Temuco para cantar en las palanganas de su niñez, y nuestros ojos percibirán con los suyos la miserable prosa urbana
de los crepúsculos de la calle Maruri, y lo transformarán en poesía.
Es esta peculiar intensidad personal de Neruda en la visión de los espacios, lo que los re-crea fuera del tiempo, los despersonaliza, entregándoselos a todos. Es lo que me hizo viajar un verano vacío y solitario de mi juventud a Puerto Saavedra, donde creo que él escribió Crepusculario, o tal vez algunos de los Veinte Poemas. Había escuchado en la Aula Magna de la Casa Central de la Universidad de Chile su evocación de los lluviosos lugares australes que antes jamás me habían parecidos tan llenos de posibilidades: el Budi, el río Imperial, los pequeños muelles de madera oscura y limosa de las cercanías de Puerto Saavedra. Aquel verano me instalé en ese minúsculo poblado entre campesino y pescador, entre indio y blanco, en pleno interior del primer Neruda, por decirlo así. En una casa de pescadores de apellido Leal que habitaban la lengua de
arena y dunas al otro lado de la desembocadura del río Imperial, frente al pueblo, después de haberme debatido durante años para hacerlo, escribí el que después sería el primer cuento de mi primer libro.
Años más tarde, cuando se trató de determinar mi primera novela, también busqué un espacio inventado por Neruda: no es que en Isla Negra el mar y el horizonte y la violencia de las olas, cuya salinidad satura el aire, no hayan existido siempre. Pero Neruda lo vio primero. Se instaló y construyó primero. Surgió así ese espacio nerudiano, ya que Neruda nunca pudo dejar de colonizarlo todo con sus objetos: la suya es una naturaleza llena de mascarones de proa, esculturas y anclas. Recuerdo también haber visto cómo Neruda había colonizado con su persona todo un piso del palacio que es la embajada de Chile en París: objetos raros comprados en el Marché aux Puces, silla de Saarinen, libros, cuadros de pintores chilenos, y tirado en el suelo un enorme león de felpa de gran melena que Matilde. mientras hablábamos, peinaba: los juguetes de Neruda. Todas sus casas estaban llenas de ellos, cristales y objetos marinos, caracolas y libros y bolas de plata brillante u opalescente compradas en los grandes almacenes por una suma insignificante, pero que el «veía», y al incorporarlas a su ambiente, las poetizaba y canonizaba. La casa de la Isla Negra, tal como la recuerdo de aquellos tiempos, también estaba atestada de curiosidades: Neruda y sus juguetes otra vez, enseñándonos de una vez, y para siempre que la imaginación —la capacidad para «ver», para desentrañar el valor de las cosas que nosotros pasamos por alto— es más importante que el «buen gusto» convencional.
Yo vivía entonces en la casa de unos campesinos frente al mar, bajo unos pinos torturados por el viento, en las afueras del pueblo, el mar allá abajo, frente al corredor donde instalé mi máquina. La habitación en que yo dormía servía también para almacenar los sacos de papas de la cosecha del campesino, y alrededor de la mesa donde instalé mi máquina picoteaban las gallinas. La dueña de casa no era una cocinera ni muy abundante, ni muy variada, ni muy sazonada. Y no había baño. En cuanto lo supieron, Matilde y Pablo Neruda me invitaron a ducharme cuando quisiera en la ducha de su casa, y con frecuencia compartía su mesa.
A veces, los domingos en la mañana, previo a algún criollo almuerzo, se reunían en el salón de la casa de Neruda, quince, veinte personas a tomar vino y «pisco sours». Era comienzos de otoño. La chimenea estaba encendida, y por los ventanales veíamos las migraciones de los pájaros. La conversación era fácil y divertida. Un instante Neruda se separó de los grupos, se sentó a la mesa, saco papel y pluma, y con su inolvidable letra verde escribió un poema... Tal vez una de las odas que le entregó a Matilde para que la copiara a máquina más tarde. ¿Cómo era posible, pensaba yo? ¿Cómo era pasible que en el medio de una reunión social Neruda simplemente se separara de la gente sentándose a una mesa, y escribiera un poema? ¿Cómo era que en esas circunstancias, con toda sencillez, se «enchufara» con la poesía quedando incandescente, y la fuerza creadora pasara por otro canales, por otros sistemas nerviosos, para hacerse letra y vida en medio de la algarabía? Pero después del almuerzo, cuando cada uno se repartía hacia sus siestas, yo quedaba erizado de preguntas, de incógnitas. ¿No todo escritor, entonces —como era mi caso— necesita rodearse de silencio y aislamiento para escribir? ¿Era tan potente la atmósfera nerudiana que producía el poeta, que esta atmósfera lo encerraba y lo protegía, y lo iluminaba con una luz propia? ¿Eran todos estos increíbles juguetes que lo rodeaban parte de esa creación de una atmósfera propia, esta acumulación de cristales azules, y platos de sardinas Amieux Frères y demás mascarones, y de llaves gigantes y de animales embalsamados, era acaso una manera de apropiarse del espacio para hacerlo suyo? Porque por mucho que sea discutible el gusto en decoración de Neruda —recargado y demasiado anecdótico—, era tremendamente suyo, y en este país donde la gente teme todo lo que no sea beige como señal de falta de gusto, la efervescencia imaginativa de las casas de Neruda, su colonización del espacio con sus objetos y personajes, era una refrescante y tutora excepción, una enseñanza de libertad. Esta rara facultad para «encontrar» cosas, para «ver» y valorizar aquello que antes todos pasaban por alto, supongo que será una de las tantas herencias que le dejaron los surrealistas franceses, una deformación alegre y muy personal de los objets trouvés.
Recuerdo que, alojándome en lo que entonces era su casa, la Embajada de Chile en París, una mañana golpeó a mi puerta con la invitación: «Vamos, Pepe, levántate y vamos al Mercado de las Pulgas». Aquel era otro espacio que de alguna manera me pareció totalmente suyo, donde era capaz de dotar al croque-monsieur que comimos en un boliche en una esquina —«son los mejores croque-monsieurs de París», me dijo— de toda una leyenda, y de rastrear fotos, o cajas viejas, o bolas de uso incomprensible y dotarlos de esa vida que él sabía dotar a los objetos inanimados, de «encontrarlos».
Tal vez uno de los descubrimientos —colonización, encuentro, descubrimiento— más importantes que hizo en su vida haya sido «ver» primero que nadie los modestos objetos de greda popular chilena que ahora han llegado a ser un cliché en la decoración de las casas de los jóvenes. Es verdad que antes que él algunos especialistas de museo, algunos antropólogos o científicos, ya habían catalogado y hablado de nuestras sencillas gredas de Pomaire, Talagante y Quinchamalí. Pero fue Pablo Neruda, con su poesía, donde habla de la paloma de greda de Pomaire, por ejemplo, quien sacó estas artesanías de los fanales de los museos y les
dio un rango estético y poético y las hizo realmente populares.
Recuerdo una cena en la Embajada, en el piso por él colonizado, con dos políticos chilenos de paso. Hablaban en forma bastante peyorativa de los artistas chilenos que vivían en el exterior, y de cómo perdían su facultad, tan necesaria para los políticos, de «ser chilenos». Yo, que ya vivía hacía más de diez años fuera de Chile, me sentí un poco acusado. Pablo Neruda, entonces, le pidió a mi mujer que fuera a buscar un libro de mi pariente Juan Emar, que él había prologado. Abriéndolo, leyó con lentitud, con su voz pastosa su apología de ese extraño cosmopolita que fuera Juan Emar, pariente, por lo demás, mío, lo que hacía la lectura del prólogo aún más pertinente. En todo caso ese prólogo llevó inmediatamente la conversación a otro plano, ya que las palabras de Neruda le habían puesto, por decirlo así, el imprimatur vaticano a mi permanencia tan prolongada en el extranjero. Había ingresado así, igual que los objetos comprados —«descubiertos»— esa mañana en el Mercado de las Pulgas y que ya decoraban sus estantes, igual que los políticos que cambiaron de tono después de su breve lectura, al generoso espacio nerudiano —compuesto de anécdota y objetos, de arquitectura y de decoración, de poesía y de preocupación política— y seguí así mi peregrinación por los lugares y las casas de su geografía particular.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Recordando a Neruda
Por José Donoso
Publicado en El Mercurio. Santiago. 4 de diciembre de 1983