Proyecto Patrimonio - 2016 | index | Pablo Neruda | Autores |

 

 

 

 

 

 

 






NERUDA Y LA ALEGRÍA

Por Vicente Cervera Salinas
Universidad de Murcia
Revista Monteagudo 3.ª Época - N.º 9. 2004

 




.. .. .. .. ..

RESUMEN:
Lectura crítica de la “Oda a la alegría” de Pablo Neruda desde la noción “ética” de dicho sentimiento, como “fuerza mayor” que exclama la voluntad de vivir. Las primeras “Odas elementales” (1954) son atraídas así como conjunto de textos donde se materializa una personalidad poética muy bien definida, siempre en contraste con los rostros de su creación de juventud, y en donde el júbilo traza la contraposición irreductible con la amargura del “residente en la tierra”.

PALABRA CLAVE: Alegría, Autobiografía, Evolución poética, Romanticismo, Ética.


ABSTRACT:
Critical essay on the “Oda a la alegría” of Pablo Neruda from “the ethical” notion of this feeling, like “greater force” than exclaims the will to live. The first “Odas elementales” (1954) are taken as joint of texts where a well defined poetic personality is very materialized, always in contrast to the faces of its creation of youth, and in where the joy draws up the irreducible contrast with the bitterness of the “Residencia en la Tierra”.

KEYWORDS: Joy, Autobigraphy, Poetry evolution, Romantics, Ethics.

 

…porque es mi deber terrestre
propagar la alegría.
Y cumplo mi destino con mi canto.

Pablo Neruda.

Los versos finales de la “Oda a la alegría” son, ante todo, el testimonio más evidente de quien halló un sentido renovado a su existencia, desterrando viejos hábitos de la mente y el espíritu: aquéllos donde la poesía solía reposar su condición vital para expresarse en verdad amarga. El regreso del poeta Pablo Neruda en agosto de 1952 a su país natal representa la confirmación biográfica de una metamorfosis ya madurada. Como bien señala Jaime Concha en su edición[1] de las Odas elementales (1954), un hálito de transformación profunda sacude al escritor y al hombre, conduciéndolo a un modo de creación lírica más acorde con su visión del mundo, esperanzada y abierta.

En este proceso, destaca por su insistencia y novedad el recurso poético utilizado por la voz lírica para establecer sus propios criterios, la asunción de su poética y los puntos cardinales que lo separan de su “antiguo yo”, de su precursor en el dominio del verso. Los motivos escogidos por Neruda para hacer viable su concepción solidaria y asertiva de la realidad, en este periodo de su obra, tienen como hilo conductor la voluntad férrea de constituir su propio sistema dialéctico, donde las antinomias se cifran en categorías morales y en fundamentos cívico-políticos de conducta de la “persona”, y del “poeta”, en el engranaje vital donde se encuentra: humano, natural, histórico y también utópico, con la proyección de su ideario.

Esta columna vertebral de las Odas elementales marca, a mi modo de ver, un discurso paralelo y continuo, de algún modo subyacente, a los fenómenos “materiales” y a la consagración “primaveral” de un sistema de convicciones y principios ideológicos, que debe reconocerse como estímulo, origen y también destino de los versos, así como fenómeno esencial para captar la evolución poética nerudiana en su conjunto[2]. Y si hago uso de la voz “destino” no es en balde. La “alegría” del cantor, en este caso, no se sostiene sobre sí misma, como proclamación del valor de su sentimiento, sino que surge con una clara función teleológica, con un “para qué” fundacional, que se dispara en el concierto polifónico donde los seres humanos recogen sus frutos y ostentan sus dones: “Voy a cumplir con todos/ porque debo/ a todos mi alegría.// No se sorprenda nadie porque quiero/ entregar a los hombres/ los dones de la tierra,/ porque aprendí luchando/ porque es mi deber terrestre/ propagar la alegría./ Y cumplo mi destino con mi canto.”[3]

Obsérvese, en relación a lo apuntado previamente, que la voz lírica reconoce en el escenario “terrestre” de su oficio, no sólo la consecución de un “telos” diáfano y preciso (“propagar la alegría”), sino también el contrapunto testimonial y autobiográfico de su alteridad, en la figura de quien fue: ese poeta de la canción desesperada que no había hallado el cobijo de una “razón de ser” definida y definitiva, el testimonio acerbo del que aprendió “luchando”, en otro tiempo y “entre sombra y espacio, entre guarniciones y doncellas,/ dotado de corazón singular y sueños funestos,/ precipitadamente pálido, marchito en la frente/ y con luto de viudo furioso por cada día de vida”[4]. Es decir, la etapa “central” de la historia poética de Neruda, la constituida por la publicación en la década de los años treinta de las dos primeras series de Residencia en la tierra, es un lugar de referencia, una estación del recuerdo, un espacio al que remitir siempre, como estandarte de un “yo” ya perdido, que fue un “yo” desorientado, el “yo” más grande y, a mi entender, magnífico de cuantos acuñaron la trayectoria vital nerudiana. El “materialismo” que invadió los extraordinarios poemas acuñados por el poeta “residente”, deambulatorio y caótico de los años treinta, deriva hacia un nuevo orden ideológico, ese que todos reconocemos como prototípico del autor, marxista e “histórico”. Pero en su seno cabe también descubrir un viraje en el orden de las emociones, que permite catapultar la estrofa funesta y la letanía hasta convertirlas en la canción, la oda, convicta de su sino. Y ese impulso existencial se sustenta en el trueque del sentir melancólico por la proclamación de la alegría.

Desde esta perspectiva, cabría inventariar la imagen del “vate” que la obra completa de Neruda compone como una creación orgánica que va gestando sus propias vetas, en un crecimiento natural y ascendente, donde las fases, por muy bien formuladas y netas que se presenten, tienen como base de autoafirmación el contraste con las precedentes. Neruda se autoafirma a partir de una imagen anteriormente conformada de su personalidad como poeta; imagen que, al asumir y superar en el contraste con su “yo” transformado, introduce como elemento incardinado y necesario para la comprensión cabal de su universo. Un dibujo compacto y nítido del “poeta Neruda” es consustancial a la repercusión de su obra, y obedece a una constante observación de su figura en lo que tiene de “valor” social y humano, en estado natural de evolución.

En su interesante monografía El pensamiento poético de Pablo Neruda, establece Alain Sicard los procesos substitutivos en la conformación de este personaje esencial para acompañar toda lectura de su obra: el sujeto poético y sus máscaras. Del análisis de sus Residencias colige el “discreto lector” Sicard que la primera “substitución” de la personalidad poética, la operada en estos años viajeros y orientales, “es la contradicción temporal vivida como tal, pero de un modo que sólo podría ser negativo, ya que el sujeto, encerrado en sus límites existenciales, no puede acceder al sentimiento de una continuidad posible más allá de sí mismo”. Acto seguido, se nos confirma en una idea central en la cuestión de la autobiografía poética nerudiana: “Únicamente la toma de conciencia histórica liberará al poeta, a partir de 1936, de la esterilidad del tiempo sucesivo”[5]. Por su parte, y en relación a este cambio de actitud del sujeto poético que se evidencia en el fresco mito-poético del Canto General (1950), la atinada crítica de Saúl Yurkievich subraya esta noción del tránsito evolutivo de una personalidad, como piedra angular en el devenir de su poesía: “Creo que el intento de Neruda de hacer una poesía documental es bastante fallido, pero respeto su intención de abandonar la poesía divertimento refinado, juguetería sublime, diapasón selecto, para volverla vehículo de una evidencia terrible”[6]. Como vemos, el sistema binario de oposiciones del “ethos” característico del sujeto lírico es una constante del autor. Una recurrencia donde la proclamación de quien se es, viene siempre acompañada por el desdén de quien “hubo sido”. Y, al mismo tiempo, su “tipo de discurso” poético insistirá en la presencia de lo abandonado a la hora de evidenciar lo nuevamente proferido. Dicho en fórmulas conceptuales: el sujeto existencial se instala en el ámbito del bardo marxista y solidario, como término de una oposición necesaria para proclamarse en su estado. De forma paralela y complementaria, la encarnación verbal de la “oda” albergará en su seno el fruto amargo de la “elegía”: el impacto del verso “alegre” existirá tan sólo en relación a lo que previamente fue demarcado por la melancolía. El poeta de las Odas se aleja voluntariamente del sujeto residencial, y lo hace manteniendo un cometido, más o menos sagrado, pero de un “modo” divergente y distanciado. Al mismo tiempo, la imagen pretérita se acrisola como una constatación permanente de la metamorfosis. Queda el signo de la profecía, consustancial a todas las etapas de la lírica nerudiana, pero el “modo” ha variado sustancialmente, siendo dicho viraje objeto de consideración y, por ende, del mismo trabajo creador. Y así, la visión casi fantasmal de la sombra que el tiempo muestra empezará a recorrer una obra sostenida por la toma de conciencia de un “yo” y sus diversas líneas de fuga.

A ello obedece, por ejemplo, la abrupta aparición de dicho “fantasma” de la historia del sujeto, en el primer poema de la serie “Alturas de Macchu Picchu”, piedra angular de su obra magna: “Del aire al aire, como una red vacía,/ iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo…”. Es importante trazar así los rostros imaginarios y “morales” de ese sujeto configurado en el decurso de su obra. El “yo deambulatorio” entre la “red vacía” del tiempo es así identificable con la impresión global que las voces poéticas de sus Residencias en la tierra arrojaban sobre el “ente” verbal que las dotaba de realidad escrita. Análogo es el caso que nos expone Neruda en la sección última de su Canto general, la titulada “Yo soy”, que recupera desde el filo del ideal las heridas de su ausencia. La misma voz que lega en su “testamento” su patrimonio a los “sindicatos”, vuelve sobre sus pasos poéticos para reconsiderar sus andanzas, siempre en relación dialéctica con su presente consagrado. El poema “El regreso (1944)”, numerado el XIV de esta parte final, descubre similar procedimiento: “Regresé… Chile me recibió con el rostro amarillo/del desierto. Peregriné sufriendo/ de árida luna en cráter arenoso/ y encontré los dominio eriales del planeta,/ la lisa luz sin pámpanos, la rectitud vacía.”[7] No es extraño, pues, que a la hora de concebir la figura de su propio personaje, el sujeto lírico de las Odas elementales no parezca tener otra opción que la de facultar su consistencia en el término antinómico de su “yo” liquidado. En la “Oda a la soledad”, pongo por ejemplo, el “yo” basa su composición en la antinomia de un nombre bello que encierra una realidad angustiosa, para lo cual no duda en interceptar episodios de su historia en que convirtió a la soledad en sonoridad adulterada: “Yo describí la soledad con letras/ de la literatura,/ le puse la corbata/ sacada de los libros,/ la camisa/ del sueño,/ pero sólo la conocí cuando fui solo.”[8]. La “confesión” vocacional de la “Oda a la poesía” tampoco omite la alusión a los pasajes más “residenciales” de su itinerario, y en la hermosísima “Oda al tiempo” se condensan, emocionados y secretos, todos los episodios que integran la biografía poética nerudiana, inscrita ya en una declaración de fe final, y en donde laten los desvíos como escalones necesarios para su “ascenso”:

Dentro de ti tu edad
creciendo,
dentro de mí mi edad
andando.
El tiempo es decidido,
no suena su campana,
se acrecienta, camina,
por dentro de nosotros,
aparece
como un agua profunda
en la mirada

No parece, por tanto, prudente dar crédito absoluto y estimar en demasía esa voluntaria ocultación del propio yo que el sujeto responsable de las “odas” pretende manifestar en el prolegómeno a este poemario, la postulación de “El hombre invisible”. Esta declaración de principios, tan evidentemente whitmaniana, tan abiertamente pluralizada y anónima –animada por la poética del “contengo multitudes” del “hijo de Manhattan-, no puede sustraerse a la atracción de su propia esencia, y en su invisibilidad hay un relato cercano al Canto a mí mismo. Un “canto” que ahora es una “oda”, y que se viste con las telas hímnicas de quien, hecho voz solidaria, no puede olvidar dichosamente que dejó de ser el residente solitario en la “red vacía” de la tierra[9]. Por ello, en el “canto del hombre invisible/ que canta con todos los hombres” alientan y se hacen audibles los ecos de sus nada invisibles endechas, que sustentan la fuerza de quien, en este punto “elemental”, se erige “voz del pueblo”. No es extraño, por lo tanto, que un poema como la “Oda a la envidia” plantee esa categoría moral del espíritu desde un prisma autobiográfico y una no muy bien oculta petición de cuentas. En su articulación, describe –y descubre así Neruda- cómo un sentimiento de tan “universal” altura puede “reducirse” a una imagen “relativa” a ese “yo” que, precisamente, pretendía desdeñar: “Regresé de mis viajes./ Besé a todos,/ las mujeres, los hombres/ y los niños./ Tuve partido, patria./ Tuve estrella./ Se colgó de mi brazo/ la alegría”[10].

“Se colgó de mi brazo la alegría”. Curiosos versos que detentan toda una poética vital y una condición de “elegido” por la fortuna, para así materializar un destino (“lo profético que hay en mí” dijo ese “otro” yo en la Residencia) que hasta ese momento se manifestaba opaco y remiso, desdibujado y sin perfil. La alegría de Neruda en estas Odas ya no puede ser aquélla que en sus Veinte poemas de amor comprometía, en su mera aparición, a la tristeza que con el júbilo, insensible, germinaba[11]. El “dictum” romántico era aquél, y según su estigma, no existe don de gozo sin que un nimbo de amargura lo rodee con faz sombría. Los poetas del romanticismo inglés como P.B. Shelley o su adorado John Keats –otro cultivador de la “oda” clásica- ya lo anunciaron: no hay dicha si no es sumida en el dolor, que la circunda. Pero ahora, ese modo “melancólico” del joven Neruda y “angustioso” del poeta consular, deviene compañía permanente del individuo que “canta para todos”; el ideal se ha transformado en “elemento” real de la materia, y la alegría es compañía y compañera, fuerza motriz y aspiración genuina, don y dádiva, ofertorio y ofrenda[12].

“La alegría –según definición de Fernando Savater- no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir”. El autor se basa en un excelente aforismo de Robert Louis Stevenson: “Hablando con propiedad, no es la vida lo que amamos, sino el hecho de vivir”[13]. Este modo de aproximación al motivo resulta altamente atractivo, además de lúcido y veraz: el ser alegre denota una sensación que, más allá de los episodios, contingencias o accidentes concretos que vayan sucediéndose a lo largo de la existencia, se instala en el corazón mismo de la vida, en la consciencia de su prodigio, de su grandeza, de su inefabilidad. La “plenitud eufórica” de que también nos habla el filósofo sólo puede proceder de este sentimiento profundo de gratitud, de grata armonía, más allá del orden de los acontecimientos o de los sucesos que pautan toda historia. En el caso de la poesía de Pablo Neruda, no es casual que la aparición de este “alborozo” surja solamente cuando se ha producido en su vida la asunción de un sentido “general”, de un “finalismo” definitivo, de una plena convicción de sus criterios y valores. En sus confesiones memorísticas, el autor recurre a sintagmas de alto voltaje emocional: “elegí un camino”, señala para referirse a su toma de postura política y su incorporación al partido comunista, y “profesión de fe” es la expresión elegida cuando refiere el episodio de reconocimiento del continente americano, tras su “suicidio diplomático” y su regreso a Santiago de Chile en 1943, con la estación en las ruinas incásicas[14]. Ello implica que el júbilo sólo aparece a partir de una substitución primordial: la sensación de desarraigo es compensada y suplida por el afincamiento en una suerte de “religión” vital, en el caso de Neruda relativa a su actividad poético-política, y al sentir proletario y comunista que incorporará a sus días y a sus versos.

Sólo a partir de entonces la noción de “alegría” irradia como ese amor por el “hecho de vivir” al que aludía Stevenson, y que Neruda incardina en su vivencia, aportándole la razón de ser fundamental, así como la confirmación de que la acción poética propendía a dicho fin: un himno de alegría. Una oda que despejara las nieblas de la confusión, de la insensibilidad con la realidad entorno, del “suceder” como esa acumulación de escenas que la memoria retiene sin poder transformar en la alquimia del verso. Su extraordinario poema “No hay olvido (Sonata)” de la “segunda” Residencia es el emblema de dicha “ceguera” ante el espectáculo de luz que la alegría integra: el suelo que entonces contemplaba era el “que oscurecen las piedras”; el río, el que “durando se destruye”; las manos sólo encerraban besos, mientras el silencio invadía de “cáscaras” una tierra baldía, poblada de “cosas rotas”, “utensilios demasiado amargos”, “bestias a menudo podridas”, que acosaban un “acongojado corazón”. El imposible olvido no era la recreación formalizada por la poesía que, a despecho de su deterioro, recuperaba un tiempo perdido. No. Para Neruda, entonces, el “sucede” es una respuesta amarga para “tantas cosas que quiero olvidar”…y no puedo. Frente a la recuperación del tiempo ya vivido, propuesta por su entonces admirado Marcel Proust[15], para el joven Neruda de 1935 el cúmulo de fenómenos experimentados por el cuerpo y la conciencia no son contemplados –transfigurados, cabría puntualizar- desde la altura piadosa de la psique, que los convierte en “formas bellas” en pos de su plenitud estética, como había querido y conseguido el autor del Por el camino de Swan. El poeta “residente” los siente, por el contrario, como un lastre que ejerce su enorme fuerza de gravedad, “se desploma de las hojas” y “durando se destruye”. De esta manera, el universo ha halla cosificado, en un abigarramiento absurdo de objetos y sentimientos que se enquistan en el metabolismo psíquico del sujeto y no lo dejan avanzar con ligereza, con soltura, con alegría[16]. Por eso, en su “Oda a la tristeza”, años más tarde, Neruda llega a declarar: “Aquí vive un poeta./ La tristeza no puede/ entrar por estas puertas./ Por las ventanas/ entra el aire del mundo,/ las rojas rosas nuevas,/ las banderas bordadas/ del pueblo y sus victorias./ No puedes./ Aquí no entras”.[17] “Soldado de la lucha por la felicidad del género humano”, según recuerda Jorge Edwards, el vate reconocía el valor que en tal empresa desempeñaba la alegría[18].

En la alegría, en su experimentación pura y natural, reside pues la “fuerza mayor” de la existencia, aquélla que se libera de todo anclaje con la “enfermedad mortal” de una psique aferrada a la parálisis: el pensamiento que se nutre de un desvío imposible al callejón sin salida del nihilismo existencial, o el otro proyecto que se eleva hacia una perfectibilidad utópica y siempre postergada, por irreal e impostora. Con gran lucidez ha analizado los resortes y filigranas del jubilo entusiasta, de la euforia vital, el pensador francés Clément Rosset, al detectar que, en efecto, la alegría tiene su asidero y su norte en el área de lo real. La alegría y su fortaleza “mayor” descansan en cierto beneficio que la convivencia con la realidad les impone, a pesar de los pesares. Esta alegría no es ajena al problema del mal y sus desgraciados rostros, pero parece conocer de antemano las caras de esos cuatro jinetes apocalípticos, y prefiere no regodearse en sus ufanas desdichas y crueldades, sino adecuarse al principio de una naturaleza que vuelve siempre los ojos ante su propia constitución real y “viva”, por más que las “befas de la muerte” la circunden y acosen. “Así pues, -reconoce “alegremente” Rossetafirmo que el apoyo de la alegría es necesario para el ejercicio de la vida como para el conocimiento de la realidad”[19]. El “ethos” de la alegría persevera en cierta paradoja, pues combina lo inconcebible (la sospecha que siempre la acecha; la duda acerca de su consistencia, de su “inocencia”) con lo “necesariamente” no ilusorio. Allí donde la fantasía vuelca sus formas intangibles y proclama el gozo de lo porvenir como sustitución mejorada de lo presente, desaparece esa “fuerza mayor”, esa “voluntad afirmativa”, según mi propia definición de su carácter, que es la alegría. El sucedáneo idealizado desvía y hace desaparecer su proclamación de vida, en virtud de una “neurótica” -y aquí sí empleo la terminología de Rosset- suplantación de “realidades” de estirpe virtual. Ello no debe implicar -y aquí nuevamente reside la voz poética nerudiana- el orden de la aceptación resignada por lo mediocre, sino que, muy al contrario, la fortaleza eufó- rica que instila la alegría es la única capaz de actuar allí donde la esperanza malgasta -inactiva- sus fuerzas.

Esta perspectiva moral sobre el ser alegre promueve una reclamación de su estirpe “musical”, donde la “gaya ciencia” reivindica con sus estrofas y sonidos esa “voluntad de poder” que intensifica, ensancha y amplía los horizontes de la realidad. No son en gran número los poetas que profieran esta visión de su ejercicio creador. La lírica del himno y del cántico vital ha sido preferentemente eclipsada por el prestigio romántico de la elegía, del lamento, de la ausencia. “Se canta lo que se pierde”, expresa con acierto Antonio Machado, pero no menos cierto es que también se canta lo que se encuentra, lo que aparece, su intensa “iluminación”. Es destacable la aportación que, en este sentido, supone la publicación en 1947, en plena posguerra española, de un poemario tan decididamente “vital” como Alegría, donde José Hierro, con gran acierto establece un giro histórico en la “canción desesperada” de los “hijos de la ira” que por aquellos años dominaban la estética literaria y sus contenidos. En el poema “El rezagado” propone un recorrido -central en el poemario- que se circunscribe a los argumentos sobre la virtud musical del ser alegre, que ha “renacido” en los rescoldos de la desesperanza: “Yo se bien lo que cuesta perder la alegría/ y volver a ganarla después del dolor, en un mundo remoto”. En “Respuesta” dirige esta súplica al amigo: “Criatura también de alegría quisiera que fueras” y en “Viento de otoño” invoca interjectivo a la alegría en un escenario de “hojas doradas” que se esparcen sin escarnio. Como Neruda, que establece un seguimiento de su ser hasta el momento en que accede a la proclamación suprema, la excelencia del presente es tanto mayor cuanto contrasta con la rememoración de un sol todavía negro, fuente de toda melancolía, en los versos de Hierro.

Llegué por el dolor a la alegría.
Supe por el dolor que el alma existe.
Por el dolor, allá en mi reino triste,
un misterioso sol amanecía.

Era alegría la mañana fría
y el viento loco y cálido que embiste
(Alma que verdes primaveras viste)
maravillosamente se rompía)

Así la siento más. Al cielo apunto
y me responde cuando le pregunto
con dolor tras dolor para mi herida.

Y mientras se ilumina mi cabeza
ruego por el que he sido en la tristeza
a las divinidades de la vida.[20]

No es casual el hecho de que José Hierro concluya su soneto con la alusión a esas “divinidades” que ya laten como generadoras de la alegría en la propia raíz del alma romántica. También alienta en la poética del romanticismo un hálito jubiloso, jovial, exultante y pletórico de vida, que sus oficiantes proyectaron en el mundo idealizado del alma helénica, allí donde también reconoció el filósofo de la “gaya ciencia” la etapa más “divinamente” airosa de la humanidad[21]. Ese “misterioso sol” que amanece en el poema de Hierro remite claramente al “hermoso destello de los dioses” que acuñó Friedrich Schiller a finales del siglo XVIII, y que sería materia coral para el colofón sinfó- nico de Beethoven en su “Novena Sinfonía”. Allí, en su santuario romántico, la alegría es metáfora de la luz, y está mitológicamente incorporada al panteón sublime como hija dilecta del “Elíseo”. Su poder resulta omnímodo, pues no sólo regocija el corazón de los hombres con su vuelo alígero, sino que alcanza en su potencia a dimensiones de categoría también moral, uniendo de nuevo con su renovado nacimiento lo que las costumbres separaron, hermanando a los hombres en el reino de la naturaleza:

Freude, schöner Götterfunken,
Tochter aus Elsyum,
Wir betreten feuertrunken,
Himmlische, dein Heiligtum.
Deine Zauber binden wieder,
Was die Mode streng geteilt;
Alle Menschen werden Brüder,
Wo dein sanfter Flügel weilt.[22]

El tono hímnico ahorma en una prédica de estatura humana la esencia colosal que Schiller idea como patrimonio del ser de la alegría. En el caso de Pablo Neruda, la prosapia romántica ha desnudado totalmente sus estandartes celestiales para ceñir en esa escala del “yo social” la maquinaria espiritual del alborozo. La declaración de hermandad de la especie humana procede netamente del maravilloso texto schilleriano, pero ahora se trata de un júbilo bien ubicado en la realidad a la que previamente se refería Clément Rosset en su teoría sobre esa “fuerza mayor” que es la alegría. Neruda concibe una alegría “encontrada en la calle” y firmemente la desvincula de todo contacto con la “literatura”, como si el texto impreso fuese, paradójicamente, para el poeta chileno fuente de infiltración amenazante de la dicha: “lejos de todo libro,/ acompáñame”. La estirpe de los poetas -en su dirección tal vez más solemne y bibliófila- es ahora concebida como una galería de figuras sombrías, “heraldos negros” que reniegan de la consagración fecundante en la materia de la vida. Son esos “antiguos poetas” que Neruda presenta como fantasmales apariciones de su pasado, prestándole “anteojos” y casi obligándole a poner “sobre la flor una corona negra,/ sobre la boca amada/ un triste beso”. Está claro que las alusiones a la poética “desesperada” intensifican esa constancia en el “nuevo yo” que, a pesar de su “invisibilidad”, no renuncia en ningún momento a la revisitación de una autobiografía. A su través, la coloratura del hombre renovado, del “poeta invisible” gradúa en su escalada la propiedad afirmativa del poeta “elemental” y del “cantor general”, ensanchando la línea divisoria con un pasado que no por más renegado es menos aludido. Con el cual refiere la historia permanente, y siempre viva, de ese gran personaje que es el sujeto evolutivo de la poesía nerudiana: el artífice y creador de su voz, en sus distintos parajes y residencias. Una vez más, en la “Oda a la alegría” escuchamos un himno que contiene los ecos de una expiación, de una contrición, de un espíritu de enmienda, de una declaración de culpas pretéritas en la absoluta convicción de que el presente es el auténtico manantial de la verdad, al fin “poseída”:

Aún es temprano.
Déjame arrepentirme.
Pensé que solamente
si quemaba
mi corazón
la zarza del tormento,
si mojaba la lluvia
mi vestido
en la comarca cárdena del luto,
si cerraba
los ojos a la rosa
y tocaba la herida,
si compartía los dolores
yo ayudaba a los hombres.
No fui justo.
Equivoqué mis pasos
y hoy te llamo, alegría.

No es posible desdeñar la alusión nerudiana a la “zarza del tormento”, como curiosa metáfora de referencia bíblica, que evidencia una actitud donde la eclosión mayúscula del “yo alegre” -escudado en una ambigua pluralidad de “hombre invisible”- se desvincula “alegremente” de la carga funesta del “sacerdote” o del patriarca portador de unas tablas de salvación para el pueblo. Esas tablas ya no proceden de un dictamen “divino”, y es aquí donde Neruda aplica su más clara renuencia al linaje romántico. Dolor y alegría no son ya caras de una misma faceta espiritual, sino términos opuestos de una evolución humana, histórica y política. La pluralidad de la alegría, recién hallada, quiere ser proferida como elemento natural que fructifique y florezca de manera orgánica y, así, se multiplique en el ámbito donde existen los hombres, del cielo para abajo: “No eres para mí sólo./ A las islas iremos,/ a los mares./ A las minas iremos,/ a los bosques./ No sólo leñadores solitarios,/ pobres lavanderas/ o erizados, augustos/ picapedreros,/ me van a recibir con tus racimos,/ sino los congregados,/ los reunidos,/ los sindicatos de mar o de madera,/ los valientes muchachos/ en su lucha”.

En este sentido, me sigue pareciendo destacable el hecho de que la universalidad del canto “invisible”, que se conformaría gramaticalmente con la primera persona del plural en este texto (“iremos”), termine como acto de autoafirmación de su destino: aquel “don profético” que de un modo melancólico profesaba Neruda en sus “barcarolas” y “sonatas” de juventud, y que ahora se transfigura en una dimensión no menos “sublime” como función social que abarca oficios y edades: un sacerdote laico y lírico que, al cabo, es auto-consciente de la envergadura de su obra, y jamás pone en entredicho la posición públicamente trascendente de la poesía que entrega, testimonio de su fe y de su alegría: “Voy a cumplir con todos/ porque debo a todos mi alegría”, “confiesa” el poeta exultante. “No se sorprenda nadie porque quiero/ entregar a los hombres/ los dones de la tierra”. Subrayemos: la obra -la oda- es, en efecto, la dádiva que dona el poeta a ese “todos” receptor de sus palabras. Unos “dones” que, para ser entregados, han sido, previamente, hallados y, de algún modo, poseídos.

Neruda y la alegría: la romántica “hija del Elíseo” ha sido, pues, recibida por un individuo que, enmascarado en el término de su ser “invisible”, no sólo es merecedor de tan alta distinción, sino que, al tiempo, se erige en portador de la misma para concederla “heroicamente” al resto de los mortales. La “heroicidad” no es, por supuesto, término que Neruda aplicaría de modo explícito. Sin embargo, ¿cómo no rastrear ese patrón en la empresa que el poeta se impone “alegremente”? Desnivelados los planos ontológicos de la religión, de la tragedia o de la reivindicación romántica de lo divino, y colocados los mismos planteamientos en los predios de lo real, Neruda se sirve de la alegría para ejecutar su destino, su “alto” destino, como ciudadano-poeta, sacerdote laico o ensalzador de grandeza recóndita que habita toda “cosa”: “Todas las cosas, los seres, los conceptos, quieren comparecer y ser nombrados con la magia de las palabras que “dan vida”, como Neruda afirma en su espléndida y comprensible “Oda al diccionario””[23]. Pero, si esto es así, ¿cómo no apreciar la implícita grandeza que este impulso comporta?, ¿cómo no maravillarse -a sí mismo, en primer lugar- de haber sido el cuerpo vivo donde el alma, por la pasión alegre, pasa a una perfección mayor?[24], ¿cómo no satisfacer en su cumplimiento un “canto” a ese yo que promueve la diseminación de la alegría, cuya magia aúna lo disperso, y hermana en una sola voz la confusión babélica de los humanos?

Sin duda alguna, Neftalí Ricardo Reyes es uno de los mejores relatores del proceso de apropiación de una personalidad consolidada que la historia de la poesía del siglo XX nos ofrece. Verdaderamente, el “hombre invisible” es él, y no su mayor creación y criatura, Pablo Neruda, figura plenamente identificable, sumamente visible, desde la apropiación de un “yo” en la evolución de sus diversas etapas poéticas. Toda su obra podría sintetizarse en la paulatina adquisición de un “personaje”, de una “encarnadura” y de su “destino” subsiguiente, en el tránsito desde la dispersión efímera y desintegrada hacia el poema afirmativo y eufóricamente pleno. A través de la materia y del materialismo histórico, el individuo con vocación profética, pero con un poso desmesurado de melancolía, alcanza el corazón de la “persona”, en la creación de ese “yo” que, mediáticamente, se reconoce como portador de una antorcha universal, que enciende y propaga en el seno de la humanidad desposeída y desheredada. Como un fuego torrencial, su poesía es sustentada por un nombre propio, que busca fundirse con los otros bajo el manto de un anonimato, que en el fondo encierra la consagración de su nombre: Pablo Neruda. Y esa antorcha, que es su atributo, ha desterrado a la esperanza ilusoria como forma sustituta y falaz del júbilo, y se mueve con ágiles destellos y ligera libertad. Necesaria como la tierra, pura como el pan, sonora como agua de río, se alojó en la mirada del “joven taciturno” y lo despertó a la vida.

En verso risueño y delgado, ligero como la alegria, con el paso quebradizo de la “hoja verde” que se multiplica en las largas estrofas de corta versificación. Entona su oda, satisfecha por el “deber desarrollado” y, desafiante como “elefante sonoro”, desata su cascada en la tentativa cumplida del hombre infinito. Es la alegría del canto afirmativo. Despoblada del dolor de “no ser”. Como un destino que hace gala de su dignidad y de su fuerza, y que vindica el alejamiento de la sombra oscura que detenía el cumplimiento de su tarea. Visibilizada y encarnada en un poeta. “Nerudiamente” fluyendo.

 

* * *

Notas

[1] La primera edición, que data de 1954, se imprimió el 14 de Julio, fecha del nacimiento de Neruda, en la Imprenta López de Buenos Aires. Por mi parte, manejo la edición de Neruda, Pablo: Odas elementales. Madrid, Cátedra, 1985. Ed. Jaime Concha. El editor señala que el poeta regresó a Chile “renovado de vida, de amores, de poesía y confiando también en que la historia habrá de renovar a su país”.
[2] Acerca de esta etapa, en que me centraré, dentro del ciclo completo de la lírica nerudiana, sabemos que “a mediados de 1952 se anula en Chile la persecución al poeta, que regresa a su patria, (...). A fines de 1952 comienza a escribir Odas elementales -algún poema sería anterior- que crean un ciclo en su poesía que dura hasta 1959. A este primer libro de odas siguen Nuevas odas elementales en 1956, Tercer libro de odas, en 1957, y Navegaciones y regresos en 1959. Se trata de un conjunto poético amplio y coherente con la actitud de cantar la materia elemental (...) mediante una actitud descriptiva en la que lo elemental no es sólo la materia, sino también la lengua y la estructura de los poemas, que se desnudan y se simplifican, acortándose el verso, haciéndose más sencillo y natural el lenguaje”. Rovira, José Carlos: Para leer a Neruda. Madrid, Palas Atenea, 1991, pg 122 y ss.
[3] “Oda a la alegría”, en Edición citada, págs 71-74.
[4] “Arte poética”, de Residencia en la tierra (1925-1931). Recogido en la edición del poemario homónimo, con sus las dos partes publicadas en los años treinta: Neruda, Pablo: Residencia en la tierra. Ed. Hernán Loyola. Madrid, Cátedra, 1987, págs 133-135. El edictor supone la fecha de escritura de este hermoso poema en 1928.
[5] “La última parte –como es sabido, autobiográfica- del Canto General describirá esa liberación. “Yo soy” no es sólo, como ya se ha dicho, el pintor que plasma su propio retrato en un rincón del fresco, es, sobre todo, la afirmación de una victoria definitiva sobre sí mismo. Si el poeta mira hacia su pasado, es para mostrar todos los callejones sin salida y subrayar el carácter necesario de la ruptura que acaba de realizar. En “Yo soy” los sucesivos rostros del poeta se anulan en la perspectiva de un proyecto histórico. El “sistema sombrío” se ilumina al abrirse a un futuro inagotable”: “Yo tengo frente a mí solo semillas,/ desarrollos radiantes y dulzura”” Sicard, Alain: El pensamiento poético de pablo neruda. Madrid, Gredos, 1981, pg 336.
[6] Yurkievich, Saúl: “Mito e Historia, dos generadores del Canto General”. En Fundadores de la nueva poésia latinoamericana.
[7] Neruda, Pablo: Canto general. Barcelona, Bruguera, 1982. Los poemas citados, correspondientes a las secciones “Alturas de Macchu Picchu” (I) y “Yo soy” (XIV) , en págs 25 y 423 respectivamente.
[8] Ibídem, 237, 214 y 242 respectivamente.
[9] Apunta Alazraki hacia la misma idea en su comentario de las “Odas”: “Es claro que a pesar de la sordina con que Neruda silencia su yo, a pesar de las advertencias de que “las estrellas no tienen nada que ver” con el poeta, hay odas que como fogonazos devuelven la visibilidad del yo del poeta y dejan traslucir la estela fosforescente de alguna estrella fugaz. Pero en su mayor parte las odas se proponen cantar lo impersonal y el género poético escogido por Neruda refuerza la función pública y hortatoria de esta poesía”. Alazraki, Jaime: “Para una poética de la poesía póstuma de Pablo Neruda”. En Pablo Neruda. Colección “El Escritor y la Crítica”. Ed. Rodríguez Monegal, Emir y Santi, Enrico Mario. Madrid, Taurus, 1986, pg 286.
[10] La proclamación del “yo” singular, por más que apunte o asuma lo plural, no puede ser más neta en este poema. Y no es excepción. Así comienza: “Yo vine/ del Sur, de la Frontera./ La vida era lluviosa./ Cuando llegué a Santiago/ me costó mucho/ cambiar de traje.” Yo venía vestido/ de riguroso invierno./ Flores de la intemperie/ me cubrían…”. Neruda, Pablo: “Oda a la envidia”. Ibídem, págs 113-117.
[11] Refiriéndose a los Veinte poemas de amor indicaba con sumo acierto Amado Alonso: “En la obra poética de Neruda, encontramos primero temas biográficos de melancolía que atraviesan el alma como nubes; luego ya no es un modo de estar el alma, es su modo de ser: la bruma ha llenado todo el ámbito y ya hasta la luz solar del amor actual alumbra ensordinada con halos de melancolía; la alegría lleva en sí la tristeza”. Alonso, Amado: Poesía y estilo de Pablo Neruda. Buenos Aires. Ed. Sudamericana, 1966, pg 16.
[12] A propósito de esta polaridad, señala el escritor chileno Ibáñez Langlois: “La obra de Neruda tiene, pues, dos centros o polos contrastantes: en su juventud las dos Residencias; en su madurez -aunque menos rotundamentelas Odas elementales. Si a estas obras se añaden su gran poesía erótica de las diversas etapas y ciertos pasajes privilegiados de la aventura política americana del Canto General, se tendrá una idea del vasto y espléndido poeta que es Neruda en sus grandes momentos”. Ibáñez Langlois, José Miguel: “El ciclo poético de Neruda. (I)”. En Rilke, Neruda, Pound. Tres claves de la poesía contemporánea. Madrid, Rialp, 1978, pg 165.
[13] Savater, Fernando: Diccionario filosófico. Barcelona, Planeta, 1995, págs 39-54. Señala al finalizar su reseña sobre la voz “filosófica” Alegría: “Una obligación fortuita y feliz del orden alfabético, a favor de la cual colaboré cuanto pude, impone que este diccionario se abra con la voz Alegría. Y ello me alegra mucho, pues es la más importante de todas las reseñadas. Como en las malas novelas policíacas, o como en algunas de las mejores, sabremos así desde el comienzo la clave del enigma.”
[14] “Mientras esas bandas pululaban por la noche ciega de Madrid, los comunistas eran la única fuerza organizada que creaba un ejército para enfrentarlo a los italianos, a los alemanes, a los moros y a los falangistas. Y eran, al mismo tiempo, la fuerza moral que mantenía la resistencia y la lucha antifascista. Sencillamente: había que elegir un camino. Eso fue lo que yo hice en aquellos días y nunca he tenido que arrepentirme de una decisión tomada entre las tinieblas y la esperanza de aquella época trágica”. Más adelante leemos: “Sentí que mis propias manos habían trabajado allí en alguna etapa lejana, cavando surcos, alisando peñas. Me sentí chileno, peruano, americano. Había encontrado en aquellas alturas difíciles, entre aquellas ruinas gloriosas y dispersas, una profesión de fe para la continuación de mi canto. Allí nació mi poema “Alturas de Macchu Picchu””. Neruda, Pablo: Confieso que he vivido. Barcelona, Barral, 1978 (1º ed. 1974), págs 192-193 y 235 respectivamente.
[15] “Había casi terminado de escribir el primer volumen de Residencia en la tierra. Sin embargo, mi trabajo había adelantado con lentitud. Estaba separado del mundo mío por la distancia y por el silencio, y era incapaz de entrar de verdad en el extraño mundo que me rodeaba. Mi libro recogía como episodios naturales los resultados de mi vida suspendida en el vacío: “Más cerca de la sangre que de la tinta”. Pero mi estilo se hizo más acendrado y me di alas en la repetición de una melancolía frenética. Insistí (…) en un estilo amargo que porfió sistemáticamente en mi propia destrucción (…). Nunca leí con tanto placer y tanta abundancia como en aquel suburbio de Colombo en que viví solitario por mucho tiempo. De vez en cuando volvía a Rimbaud, a Quevedo o a Proust. Por el camino de Swan me hizo revivir los tormentos, los amores y los celos de mi adolescencia…” Ibídem, pg 137.
[16] Y así, “Si me preguntáis en donde he estado/ debo decir: “Sucede””. El tiempo, que destruye al producirse, es la única respuesta a la pregunta por el lugar, por el espacio. El extraordinario poema “No hay olvido (sonata)” está incluido en la edición citada de Residencia en la Tierra, págs 301-303, y fue escrito, según Loyola, por Neruda en Madrid, en el año 1935.
[17] Ibídem, págs 256-257.
[18] Aunque ello no implique que hubiera siempre de ser así, de ahí en adelante. “Hacia mediados del año 57, las respuestas claras, las afirmaciones militantes y luminosas, empezaron a oscurecerse de nuevo. Reaparecía el gusano de la duda, y el hombre invisible, traspasado por una claridad exterior a él mismo, convertidas sus palabras en herramientas comunitarias, adquiriría otra vez una opacidad conflictiva, problemática, inevitable y contradictoriamente visible, puesto que su excesiva presencia pública lo llevaba a implorar que lo dejaran tranquilo, entregado a su adoración de la mujer y a su contemplación de la naturaleza”. Edwards, Jorge: Adios, Poeta. Barcelona, Tusquets, 1990, pg 84.
[19] “En otras palabras, la alegría siempre anda relacionada con lo real, mientras que la tristeza se debate sin cesar, y ahí reside su propia desdicha, en lo irreal.” El agudo tratamiento psíquico de la sonrisa del Auriga de Delfos insiste en esta proclamación esencial del regocijo por lo real que delata a la alegría: “Me atrevería a decir que el cincel del escultor ha captado la mirada del Auriga en el preciso instante en que éste deja de pensar en su felicidad para pensar en algo muy distinto: en la alegría general que supone vivir, en darse cuenta de que el mundo existe y de que uno forma parte de él”. Rosset, Clément: La fuerza mayor. Notas sobre Nietzsche y Cioran. Madrid, Acuarela, 2000, pg 18 y ss.
[20] Hierro, José: Alegría (1947), Premio Adonais de Poesía. Recogido en el volumen antológico seleccionado y prologado por Aurora de Albornoz. Madrid, Visor, 1993 (1ª ed. 1980), págs 71-108.
[21] “¡Ah! Aquellos griegos ¡cómo sabían vivir! ¡Para eso es preciso quedarse valientemente en la superficie, no pasar de la epidermis, adorar las apariencias, creer en la forma...”. Nietzsche, Friedrich: La gaya ciencia. Palma de Mallorca. Olañeta Editor, 1984. Trad. Pedro González Blanco, pg 14.
[22] Schiller, Friedrich: “An die Freude” (A la Alegría). En Balladen und Gedichten. Köln. Atlas-Verlag, sin fecha, pg 27. Traducción de Anne-Marie Odernmatt: “Alegría, hermoso destello de los dioses,/ hija del Elíseo,/ ebrios de fuego entramos/ ¡oh, celeste! En tu santuario./ Tu mágico poder une de nuevo/ lo que las costumbres separaron;/ todos los hombres serán hermanos/ allí donde tus dulces alas se ciernen.” Francisco Verdú Serna documenta la adaptación musical de la “Oda a la alegría” por el músico: “Beethoven adapta el texto modificado por Schiller al final de su vida, no el primitivo de 1785 y, fiel a su ideal aristocrático, aparta, además, todas las alusiones políticas y sociales como “¡defendámonos del poder del tirano!” o “los mendigos serán hermanos de los príncipes” (...). Pero hay supresiones de orden religioso que la censura no explica...”.
[23] Sáinz de Medrano, Luis: Historia de la literatura hispanoamericana. Desde el modernismo. Madrid, Taurus, 1989, pg 288.
[24] Recordemos que tal es la hermosa definición que aporta el filósofo Baruch Spinoza en su Ética, para la alegría, que junto a la tristeza, marcan la pauta de todas las demás afecciones del espíritu. “Sobre este punto hay que volver a lo que dice Spinoza en la Ética: la única afección es la alegría (y su contrario, la tristeza); cualquier otra afección no es más que una modificación de esta afección primera en tanto que se halla expuesta a los caprichos del azar y de la fortuna”. Rosset, Clément: La fuerza mayor. Edic, cit, pg 16.



 



 

Proyecto Patrimonio— Año 2016
A Página Principal
| A Archivo Pablo Neruda | A Archivo de Autores |

www.letras.s5.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
NERUDA Y LA ALEGRÍA
Por Vicente Cervera Salinas
Revista Monteagudo 3.ª Época - N.º 9. 2004