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Holodomor o Chernobyl en Chamiza

Persus Nibaes



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Terminé de leer el libro; “Yo soy un pájaro ahora” (Montacerdos; 2019, 108 páginas) del escritor chileno Vladimir Rivera Órdenes.

En conversación con él por Messenger le pregunté por qué el libro no se llama Holodomor y se llama cómo se llama?

Vlad no me contestó porque el nombre de un libro es algo muy personal de un escritor y seguramente lo conversaremos cuando venga a Talca en noviembre y nos tomemos una cerveza artesanal.

Lo cierto es que el Holodomor es un Chernobyl imaginado por Vlad que ocurre una parte en Chamiza cerca de Puerto Montt y otra parte en Chiloé. Es decir, es un Chernobyl en el sur de Chile.

El libro está escrito en formato de varios cuentos cuyo hilo conductor es la aparición de un virus que infecta a las personas a través del consumo de pollos, por lo que rápidamente la sociedad comienza a padecer una pandemia llamada Holodomor, en la que la gente es separada de sus puestos de trabajo y es sometida a exámenes generales para llevarla a cuarentena, mientras las autoridades sanitarias no dan el ancho en el país y la gente comienza a vivir una locura social, escena muy lograda en un transbordador que no puede llegar a ningún puerto porque sus pasajeros están enfermos.

Cada cuento es parte de una trama general donde se van presentando escenas de las personas que van sufriendo las primeras manifestaciones de la enfermedad, a la vez van desarrollando sus propios dramas existenciales a los que nos enfrentamos en la sociedad de consumo.

En ese sentido Holodomor muestra cómo el sur de Chile pasó de ser un sur artesanal y de costumbres madereras ahora folclóricas, a ser un sur postindustrial lleno de fábricas en las que las personas son solo números y obreros, además que las plantas procesadoras de alimentos son responsables de un desastre medioambiental que le otorga al libro novela-colección de cuentos, un ambiente de angustia postapocalíptica.

Recuerdo haber tenido esa sensación cuando una vez leí el libro "Cautiverio" de Camila Mardones el cual también reseñé y cuando vi la película Mad Max que también es nombrado en el libro.

Sensación claustrofóbica donde los personajes y los diferentes hablantes habitan un mundo en el que los recursos naturales están en manos de grandes corporaciones y se siente en el aire una pesada bruma apocalíptica donde ya no hay animales, ni plantas, ni insectos.

En los tiempos que corren los personajes sufren desesperanza y del síndrome del fin del mundo. Esa visión teleológica ya presente en la Biblia y tras la cual, en todas las épocas de la historia, hay seres humanos que sienten que están viviendo el fin del mundo.

Siempre es el fin del mundo dice Álex Andwanter en una canción y es que desde tiempos inmemoriales, el Apocalipsis está en la cabeza de las personas y siempre hay sujetos que están viviendo los últimos estertores de tiempo humano. Cabe mencionar que ese ha sido el negocio de las iglesias para lucrar con la salvación y desde San Agustín nos engrupen con la línea de tiempo y su avance inexorable.

La sensación que me queda, es que las personas son apenas mano de obra en una ciudad postindustrial que ahora fabrica celulares y autos pues las salmoneras cerraron tras la crisis ambiental y consumen ñoko para escapar mentalmente del hastío. Esa es la lógica detrás de todas las adicciones.

Las historias pasan desde la amargura de vivir en un mundo destruido ecológicamente, la devastación que significó para el país la dictadura de Pinochet y los efectos dramáticos del postcapitalismo, donde cada persona es una no-persona, un número en un territorio lleno de no-lugares, donde todo lugar es periferia y la pobreza es el resultado natural de una industrialización sin precedentes que arrasó con el medio biótico, y ahora las fábricas y plantas producen comida en base a hormonas y experimentos genéticos.

La gente de esta historia ya está familiarizada con las enfermedades que produce la contaminación y han crecido y habitado siempre en ella. Es como si el horror que se está viviendo actualmente en la Quinta Región en la zona de Quinteros, con mareos, vómitos y urticarias a vista y paciencia de autoridades corruptas como el gobierno de Piñera, y que además son los dueños de las mismas plantas que contaminan a las personas, pero como son millonarios viven en otro lado, ocurra ahora en todo Chile. Zona de Sacrificio le llaman, donde el sacrificado siempre es un pobre, un niño, una mujer.

En Holodomor no solamente se vive en la pobreza producida por el capitalismo, sino que además el empresariado-gobierno ha contaminado a tal punto el medio ambiente, que a los hombres ya no les sale semen y se están volviendo estériles, sin saber bien si es por culpa del famoso virus que transmiten los pollos, o es el humo y la polución o es la muerte de los océanos o todas esas culpas juntas.

Debo reconocer que en ese momento la novela me aterrorizó profundamente, pues yo que he sido apodado con el sobrenombre de Semen y Chuño, confieso que la eyaculación seca es uno de los peores horrores a la que un productor industrial de semen como yo le puede temer.

Quizás para los habitantes que sobrevivan al Holodomor, el fin de los tiempos sea el fin de la raza humana y cuando se terminen los humanos también se termine el tiempo, aunque el sol siga creciendo y las estrellas se reproduzcan, sino hay semen y las mujeres son infértiles para la procreación, también se acabe el tiempo y esa es la mayor de las aberraciones. 

La naturaleza continuará y surgirá la vida en otros planetas, pero no habrán humanos que escriban canciones al atardecer y no habrán más conversaciones. Quizás el capitalismo nos sirva para conocernos a nosotros mismos y percibir el paso del tiempo en un reloj sea como ver crecer un hijo a distancia.

Quizás el tiempo sea solo un invento humano.

Talca 8 de octubre del 2019.



 

 

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Holodomor o Chernobyl en Chamiza.
“Yo soy un pájaro ahora” (Montacerdos; 2019, 108 págs.) de Vladimir Rivera Órdenes.
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