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Presentación de la novela “Alvarado” de Guillermo Mimica
(Ediciones Universidad de Magallanes, 2021)

Por Pavel Oyarzún Díaz



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En estas dos instantáneas, puede resumirse la vida de un hombre, dice Rodolfo Walsh, en un pasaje inicial de su novela-reportaje o novela de no ficción, Operación Masacre, de 1957.  Sin embargo, yo no creo en ello. Quiero decir que no creo que la vida de nadie pudiera reunirse en un par de instantáneas. Ni en diez. Ni en cien. Y de seguro que el propio Walsh tampoco lo juraría. Presumo que son meras licencias que a menudo nos tomamos escritores y escritoras para dar con un atajo, por el cual llegar a una sentencia que contribuya al relato. Que complete un párrafo, una secuencia, un final de capítulo, lo que sea. Nada mejor, entonces, que una línea definitoria de esta índole, aun cuando no sea la estricta verdad, ni se aproxime a ella. Porque la meta de un  novelista no es alcanzar la verdad, sino la verosimilitud: dos categorías, no equivalentes. Como sabemos, no es filosofía. No es historia. Esto, a pesar de que en ocasiones la literatura transgreda aquellos ámbitos. Más adelante, volveremos sobre este asunto. Por ahora, estamos con los atributos que pudiera o debiera tener una buena narración. El propósito perentorio, en una obra literaria  —y en ocasiones, el único propósito—,  es brindar potencia al texto. Insuflarle energía, movimiento. Porque es vida humana, o vida a secas, nada menos, la que debe estar plasmada en una poética que se precie de tal. En consecuencia, y en atención a lo expresado en el inicio, siempre me ha parecido un acto de audacia, una patriada, intentar contener, en una novela, la existencia de alguien, de quien sea, aun cuando no fuera marcada por un hecho extraordinario.  Por el contrario, que se tratara de una de esas vidas mínimas, aplastadas por la rutina, por el curso de días sin objeto, de las que hablaba González Vera. Vidas de conventillo. De sótanos. Vidas anónimas, insignificantes, diluidas en los andurriales suburbanos. Pues bien, aun en esos casos, tal como lo demostró el propio Gonzáles Vera, o Juan Rulfo, la existencia de un hombre, de una mujer, está hecha de un entrecruce incalculable de actos, de pequeñas conmociones, de coincidencias, de silencios, de la inefable intuición, en fin, aquel nudo de circunstancias en que se verifica, por un tiempo indeterminado, toda existencia humana.
 
Desde este punto de vista, por tanto, si acaso resulta una audacia intentar retratar la vida de alguien, por simple y llana que parezca, esto se convierte en una operación temeraria, kamikaze, cuando la finalidad del autor es contener la vida —episodios cruciales— de quien vivió y sufrió, en carne propia, un acontecimiento desmesurado, que desbordó su vida por completo.  Que, incluso, aún le desborda, después de casi cincuenta órbitas. Toda una era, en la existencia de cualquiera. Pero eso ocurre, precisamente, con los traumas históricos; sobrepasan, con largueza, las perspectivas, los propósitos, las metas personales de quienes los sufren, de sus supervivientes, sus fantasmas, sus testigos involuntarios.

Ahora bien, creo que no solo quien, por algún detalle fortuito, como pudiera ser que el tiro del ejecutor se encasquillara, o el viento lo desviara un par de milímetros, o lo creyeran muerto, por un error de ángulo,  puede ser considerado un sobreviviente. Creo que todo —usted, por ejemplo— quien haya sido arrancado de su hogar, de su lugar de trabajo o de una sala de la clases, a la hora que se antojara, en el reloj de los verdugos, para enseguida, a tropezones, ser llevado hasta un camión militar, alzado a él, con los ojos vendados y el caño de un fusil punzando sus costillas, su nuca, bajo insultos, bajo el terror de risotadas y amenazas —usted, por ejemplo—,  es y debe ser considerado, un sobreviviente. Creo que bastaría con esa fracción de relato. Sin más pormenores; porque —suponemos— que no hemos venido al mundo para ser arrestados, en calidad de prisioneros de guerra o algo así. No fuimos advertidos del secuestro. No fuimos preparados para aquello, sino para vivir una vida normal, como cualquier hijo o hija de vecino. Una vida civil, de estudio, de trabajo. De costumbres y hábitos. De un andar confiados por la calle. De no sospechar, todo el tiempo. De no temer que vengan por uno, por usted, en mitad de la noche. Sin embargo, de pronto, está metido en esa pesadilla. Usted está allí, en el centro de ese delirio, en el vórtice, y muy cerca, al alcance de la mano, todo gira a gran velocidad. Eso es real. El lugar, el tiempo, los golpes, son verídicos. Todo es verídico. Y sume más todavía, si acaso, un par de horas más tarde, aún con los efectos del estupor en el cuerpo, usted es  arrojado de la camada, luego llevado a un patio o gimnasio, o un corredor mal iluminado y sin saber cómo, o de dónde, vinieran por usted, de nuevo, separándolo del resto, de su propia sombra, por decir algo, y  le llevaran, otra vez, con los ojos vendados, hasta un lugar del que solo podría decir que en él hay una escalera, que en alguna parte se escuchan pasos, murmullos rasantes, portazos.  Y sabe que no está solo, porque presiente que desde algún lugar, puede ser desde arriba, o desde un flanco, muy pronto le asestarán  una puñada, un puntazo, le darán con algo; entonces, usted es y debe ser considerado, dos veces, un sobreviviente. Tres veces, si se quiere. O multiplíquelo por diez, aun cuando sabemos que no existe forma de cuantificar, con aceptable exactitud, el dolor, el pánico. Porque, a fin de cuentas —suponemos—, no venimos al mundo para ser torturados, para recibir descargas, de miles voltios, en el pecho, en la boca, en los genitales, ni para que nos apliquen “el teléfono”, que nos deja sordos de súbito. Sin equilibro. Es solo un ejemplo. Un botón de muestra. De sangre. Se pueden agregar otros métodos. Otras nomenclaturas. Pero lo cierto, lo normal —se insiste en ello—  es que usted y yo no hemos venido al mundo para ser subidos a camiones militares ni para ser localizados, en un punto de mira.

Dicho esto, y en consecuencia, Guillermo Mimica, autor de esta novela que hoy presentamos, es un kamikaze. Se metió en un buen lío. En un gran lío. Se involucró en otra vida. En otra guerra. Y se metió a fondo. El personaje —Alvarado—  y su historia, le tomó el corazón. Tal cual. Se instaló en su vida, ocupó su tiempo, su campo visual. Es un camino sin retorno, mientras perdure la escritura, y más allá todavía, ¿por qué no? Todo es probable. Pero lo cierto es que,  ahora, está comprometido, hasta el insomnio, con el destino del relato. Con el destino de su protagonista que está allí, de cuerpo presente, en la ambivalencia de lo veraz  y lo literario. Comprometido con la secuencia de los hechos, a veces sobrepuesta.  O en un racconto. Se trata de un pacto tácito, y no obstante duro, como un decreto de confinamiento. Esta religión queda expuesta, tras cada página, en la lectura de la obra; vale decir, hay un autor imbricado en el tejido de esta historia, en este fragmento de realidad. Se arriesga en ella. Se involucra, deduzco, hasta sentirse parte de este decurso. Es esta condición, precisamente, una de las virtudes de la novela: Tras el relato, o en su base de sustentación, existe un escritor implicado, un coprotagonista. Esto —créanme desocupados lectores, lectoras— puede palparse. Radica en cada imagen, descripción,  o pausa.  Está en cierta bonhomía de ciertos diálogos, con el sonido de la lluvia como música incidental. O en los silencios, de quienes al filo de un pasaje charlan o ríen, por un instante. Esta apuesta al todo o nada que se respira en la lectura, es la que lleva a Guillermo Mimica  a asumir el dolor ajeno, escribir desde otra memoria, desde otro tiempo: Un tiempo en la mazmorra —bien podríamos agregar—, en el acantilado del miedo, en la quemadura, en la ceguera. En síntesis, plantarse en la época más cruda de la siembra, como diría Leonel Rugama, con la vida convertida, de pronto, en una ruleta rusa.

A pesar de que Alvarado implica encierro, reducción de espacio, comienza con la lluvia. La lluvia de Chiloé. Implacable. Aquel cielo que parece venirse abajo —y no es un decir—.  Aquella primera imagen me recordó, a todo lo ancho, el  título de la obra de María Asunción Requena, Chiloé, cielos cubiertos. Insisto, a todo lo ancho —y brumoso, si se quiere— de un cielo encapotado, a baja altura. Hasta ese diluvio llega un narrador, en busca del personaje: Luis Alvarado Saravia. En otros términos, en busca de la causa. Es un primer viaje. Vendrán otros. Pero, en definitiva, toda la novela es un cruce de traslaciones. De épocas. Trechos de una línea temporal, algunos de ellos sobrepuestos. Entre aquellos, desde luego, el tiempo del túnel. De los bandos militares. De los interrogatorios. Aquel tiempo, de algunos civiles y gentilhombres que, de la noche a la mañana, aparecieron con uniformes de combate; vestidos, como quien diría, para una fiesta de disfraces macabra. En la novela aparecen y desaparecen estos rostros, de líneas fantasmales, a veces dibujados o prefigurados, en el tono de una voz que rasga las tinieblas. Horas, días y meses, tras aquel 11 de septiembre del 73, aquella enorme frontera —pesadillesca— que partió en dos su vida.

Ahora, entre nos, y además en paréntesis, confieso que mientras leía los párrafos del túnel trataba de imaginar los rostros, de fiscales y jueces, en los consejos de guerra. Imaginar las máscara de esos militarotes, de voz suelta, de expresiones exageradamente adustas, de opereta, decretando condenas de muerte, para unos; cadenas perpetuas, para otros, penas de 20 o 30 años, para los de más allá, así, desde la tarima de su prepotencia, como quien reparte golosinas.   Entonces, me preguntaba: ¿Cuánto creían ellos —parapetados en sus modales de milicos fieros—  que duraría el poder de la Junta Militar? ¿Un siglo? ¿De verdad que pensaron que duraría un siglo? ¿O más? ¿Las centurias que duró la Paz Romana, tal vez? ¿O los mil años que prometió el Tercer Reich? ¿Cuánto creyeron, de verdad, que duraría?

Cerrado este paréntesis, regreso a la novela que nos convoca. Más bien, regreso a algunas de las sensaciones —o debiera decir, turbaciones— que me dejó su lectura. Lo cierto es que se lee siempre, en compañía de otros libros. Hay interrelaciones, asociaciones que surgen de inmediato, ya en con los primeros párrafos. En este caso, leí Alvarado en buena y cruenta compañía; valga el oxímoron. Hice referencia, más arriba, a Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. La relación fue inmediata, por el tono, el testimonio de aquel primer asombro o incredulidad de las víctimas, en contraste con la displicencia inicial de sus verdugos. En fin, todas similitudes propias de una pesadilla generacional, sudamericana. También hice el cruce con la obra Si esto es un hombre, del italiano Primo Levi. De su temporada en el infierno de Auschwitz, del que fuera liberado, en enero de 1945, aunque nunca saliera de allí, finalmente. De igual modo con La Noche, de Elie Wiesel, mencionada en Alvarado.  Pues bien, las obras citadas —y esta novela— hacen que uno —siempre un desprevenido lector— supere la imagen de la página, los bordes del relato y se quede pensando. Se haga preguntas. Porque amén del tormento registrado, de sus consecuencias,  lo monstruoso es que existió esta maquinaria del mal, diseñada y construida, minuciosamente, para reducir, resquebrajar y destruir la condición humana. Porque eso, y no otra cosa, fue Auschwitz. Toda una maquinaria. Una organización. Aquello es, por ende, ya borrado el rumor de las víctimas, ya disipados los mantos de humo fúnebre sobre el campo de exterminio, lo que nos horroriza hoy; esa  estructura, esos treinta barracones construidos, sólidos, su laboratorio, sus celdas, sus salas de trabajo, en fin, toda aquella maquinaria levantada, para vejar a seres humanos. Para aniquilarlos. Tal cual fue Dachau. O Treblinka. O un Gulag, cerca de Magadán, o de Ekaterimburgo, Siberia.  Más allá de épocas, cifras y proporciones, es este mismo principio funesto el que erigió y sostuvo la Escuela de Mecánica de la Armada, Provincia de Buenos aires. Y también Pisagua. Y Londres 38. Y los regimientos de Punta Arenas. Isla Dawson. Maquinarias del mal, que no surgieron de un día para otro. Por supuesto que no. Se fueron elaborando, construyendo en secreto —y no tan en secreto, quizás— con tiempo, con paciencia de verdugo. Allí, de forma paralela a la vida civil, ingenua, desprevenida, fueron ajustando sus piezas, poniéndose a punto para en el momento indicado, echar a funcionar. Es esto, tal vez, lo más espeluznante. Me refiero a esta labor esmerada, oculta, calma, si se quiere, puesta en el diseño y funcionamiento de la máquina del mal, los engranajes del horror.

Esto último dicho, pudiera ser un trasfondo de esta novela. Habrá otros, sin duda. Puede que  tantos, como lectores y lectoras tenga. Aunque Alvarado fue escrita sobre la base de un testimonio detallado, y sobre fuentes verificadas, es ante todo una novela. Lo digo, porque una novela, como sabemos, no es solo un hilo argumental, o varios, sino que es también formato, es su andamiaje. En el aspecto formal, tal como lo hiciera al momento de afrontar el cariz dramático de su historia, establecí, de igual modo, relaciones. En este ámbito, conecté con otras lecturas, algunas de ellas muy remotas. Recordé Niebla, de Miguel de Unamuno, por ejemplo. Más bien recordé la impresión que me provocara presenciar la rebelión de un personaje, en la propia cara de su autor. Es más, en su propio despacho, ante su escritorio, y la lividez de su rostro, golpeado por el asombro. El autor no se lo quiere creer, pero el personaje está allí, enfrente, tan real como la luz del sol, que ilumina esa mañana. Pues, leyendo  Alvarado, sin caer en detalles, obtuve una sensación similar, de personajes autónomos, movidos por cuenta propia, o implicados en un juego de espejos, por decir algo, al borde de la alucinación o el hechizo. Y creo que este es otro de los aciertos de la novela, de Guillermo Mimica. Le brinda un oxígeno lúdico, de humor, de contratiempos necesarios, de respiro, en fin, de un sentido humano que se extiende, en compañía del personaje, más allá de los muros del recuerdo. Recordé a Onetti. A Brausen, que se asoma, desaparece, y regresa cada vez, al parecer, con una carga mayor de autonomía, orillando el astillero, o doblando una esquina cualquiera, de aquella Santa María imaginaria.

Por otra parte, Alvarado, puede inscribirse, tranquilamente, en la llamada no-ficción. En la novela reportaje. Es decir, Alvarado está en una zona de nadie. Una frontera difusa. La obra se establece, o mejor, transita por esta hibridez, donde el límite del testimonio —en ocasiones, documento al pie de la letra, declaración jurada— topa con la creación literaria, con la subjetividad implícita en ella. No obstante —agrego—,  esta permanencia en el área intermedia de la novela de no ficción, en ningún momento de la lectura resulta incómoda, impostada. Pareciera, por tanto, que desde un inicio fue pensada para instalarse, en la frontera. Sea como fuere, esta obra tiene licencia para aquello; porque no es la transcripción literal de un testimonio. No es una crónica. O un reportaje, cien por cien. El autor no persigue decir la verdad, como una finalidad artística, sino que exista verosimilitud, objetivo ulterior y artístico de toda novela. Que los hechos narrados se proyecten, sin interferencias de incredulidad, en la pantalla del lector, de la lectora. Los hechos son veraces, lo sabemos; pero no basta una secuencia de hechos reales para obtener literatura de no ficción. Para lograr este rango, todo debe resultar verosímil —creíble— incluido lo imaginario, incluso las conjeturas, las presunciones. Los silencios. Y en Alvarado, esto se cumple.  Otra medalla al mérito —literaria y civil, desde luego— , para su autor.

Subrayamos, además, otras bondades del texto. Digamos que bondades prácticas: se trata de una novela de lectura fácil, fluida. Y envolvente. Cuesta muy poco, o nada, sumarse al ritmo de esta narración. De hacerse partícipe de la cadena de hechos, acontecimientos, aun de los más cruentos, como así también el de un respirar aliviado,  cotidiano,  según venga la mano. Pero, como sea, continuamos leyendo.

¿Qué le pedimos a una novela, al momento de adentrarnos en ella? Que sea creíble. Que su lectura fuera una aventura vívida. Que nos entregue algo de humanidad. Que sea honesta, que en  el texto no afloren trucos, artificios, como decía Carver. Y que en ella, su autor, su autora, haya puesto el corazón. Nada más. Nada menos. Pues bien, en esta novela, encontrarán aquello.

Tendría mucho más que decir sobre Alvarado, sin duda. La tentación es grande. Hablar de su contribución, por las razones expuestas, a la literatura de este Territorio. Lo haría, de muy buena gana, en mi condición de profesor de Literatura Regional, de la Carrera de Castellano, Universidad de Magallanes —y de hecho, pienso hacerlo, en su debido momento— pero, por ahora, no les distraigo más. Creo haber dicho lo esencial, en esta presentación. Tan solo quisiera cerrar estas palabras con los versos de un libro hermano de esta novela: del libro Dawson, del poeta Aristóteles España: 


He aprendido a distinguir los
Cánticos del odio.
Nacer, caminar entre la bruma
Y crecer
Y escuchar risas que evocan garras,
Muecas, los pasos del verdugo.
He aprendido a ver cimas
Transparentes de lo humano,
El helado resplandor de la ternura,
La otra dimensión de la esperanza.

 


 



 

 

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Presentación de la novela “Alvarado” de Guillermo Mimica
(Ediciones Universidad de Magallanes, 2021)
Por Pavel Oyarzún Díaz