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Publican traducción chilena de "Bartleby, el escribano"
Bartleby, el escribano – Una historia de Wall Street. de Herman Melville.
Traducción de Roberto Castillo Sandoval e ilustraciones de Sebastián Ilabaca.
Hueders, Santiago, 2017. 59 págs.

Por Pedro Pablo Guerrero
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio,
Domingo, 02 de julio de 2017


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"Preferiría no hacerlo", la frase, ha llegado a ser tanto o más conocida que el personaje literario de Melville. Por décadas, se ha aceptado sin discusión la traducción canónica que Borges hizo del original: "I would prefer not to", la respuesta que el escribano Bartleby da a su jefe -el abogado que narra la historia- cada vez que este le pide hacer algo que va un poco más allá de su trabajo de copista de textos judiciales. El literato español Antonio Jiménez Morato fue una de las primeras voces que se atrevió a cuestionar la versión borgeana en una crónica publicada en revista Quimera el año 2009. Su título dice todo acerca de las intenciones que Jiménez atribuye al conspicuo traductor: "Preferiría que no: una intervención política en torno a Bartleby, el escribiente".

El narrador chileno Roberto Castillo Sandoval (1957), autor de la novela sobre Arturo Godoy Muriendo por la dulce patria mía (1998) y profesor de literatura hispanoamericana en la Universidad de Haverford, Pensilvania, publicó recientemente una nueva traducción del clásico relato que Melville dio a conocer el año 1853 en la revista Putnam's Monthly, con el título Bartleby, the Scrivener: A Story of Wall Street, dos años después de que apareciera su monumental novela Moby Dick.

En las notas finales acerca de su traducción -nada de "prescindibles", como las titula-, Castillo explica que al momento de trabajar no miró la versión de Borges ni otras que circulan en español. Sin embargo, una vez finalizada la tarea, admite que realizó un cotejo "cordial pero franco, como es propio de todo entrevero entre tahúres". Este tono gauchesco no es casual. En el serio juego de transustanciar un idioma a otro, Castillo sabía que su contendor más duro era el escritor argentino y, aunque reconoce que Borges acierta al evitar el sentimentalismo y la grandilocuencia, elogiando su "prestancia literaria", considera su traducción "dispareja y en ocasiones imprecisa".

Hay varios cambios interesantes en la nueva versión de Bartleby. Roberto Castillo restauró el título completo, que contextualizaba el relato en el barrio neoyorquino de la Bolsa. "Me pareció lógico, dado que la más reciente irrupción pública del relato fue, precisamente, durante la ocupación de Wall Street después de la crisis del 2008. Bartleby se leía en voz alta, con un fervor casi religioso que culminaba con la enunciación de 'I would prefer not to' como acto de resistencia; una resistencia que no sólo era política, sino más transcendental", explica.

Castillo traduce la famosa sentencia de Melville como "preferiría que no", pues busca "mantener la cualidad anómala y enigmática de la formulación original", respetando su carácter abierto, trunco, indeterminado y radical. "Agregar el verbo hacerlo , al final, alivia artificialmente la tensión que sostiene todo el relato", reprocha Castillo. Prefiere, por similares razones, traducir scrivener como "escribano", pues, al igual que "copista" o "amanuense", el término "escribiente", por el que optó Borges -entre otras consideraciones, porque en Argentina escribanos se les llama a los notarios-, elimina la referencia a tipos de escritura que van más allá de la mera copia de textos ajenos.

Aparte de estas precisiones semánticas, ¿por qué hacía falta una nueva traducción de "Bartleby"?
— La primera razón, yo creo, va al corazón del vínculo entre literatura y traducción; no se puede pensar en una historia de la literatura que no considere las formas en que la traducción ha ido formando nuestra tradición literaria; todo contacto intercultural está hecho de actos de traducción. Que sean fallidos o equívocos, eso es otra cosa. La traducción es tan importante para la vitalidad cultural como la creación de textos literarios; traducción y creación funcionan en tándem, y se retroalimentan mutuamente. Bartleby, como todo texto canónico, seminal, fundamental, o como quieras etiquetarlo, necesita ser releído para permanecer vigente. La traducción es una forma de relectura, tan importante como la crítica.

Roberto Castillo anuncia que dentro de unos meses Laurel reeditará su novela Muriendo por la dulce patria mía en una versión diferente. Trabaja, además, en la colección de crónicas Los muertos del año (Hueders), proyecto que se origina en traducciones "intervenidas y expropiadas". Finalmente, se ocupa de los cuentos de Hawthorne, mentor fundamental de Melville.

"Desde hace varios años me interesa mucho la traducción como práctica literaria", dice Castillo. "En períodos de sequía creativa, me pongo a traducir, generalmente cuentos de autores contemporáneos de habla inglesa: Denis Johnson, Tobias Wolff, Alice Munro, George Saunders, Stuart Dybek, David Means, James Salter. Luego conocí a un excelente traductor, Rodrigo Olavarría, y coincidimos en nuestro interés por meterle mano a Melville. Como supe que él ya estaba traduciendo Benito Cereno, centré mi interés en Billy Budd y, como paso intermedio, me propuse releer Bartleby, texto entrañable para mí y que, a diferencia de la otra obra de Melville, leí primero en el original. Tal vez por eso es que no me sentí tan intimidado con la traducción de Borges, porque mi Bartleby no había pasado por esa transformación. Recuerdo vívidamente la sensación de haber terminado el primer párrafo. Y la de haber resuelto la fórmula de la 'frase power', como la llamó Rafael López, el editor de Hueders".

¿A qué atribuye la fascinación que ha producido "Bartleby" en distintas generaciones de lectores y escritores?
— Es imposible definir por qué Bartleby sigue generando tanto interés, tantas lecturas diversas. Para mí, la intensidad del relato, la figura espectral de Bartleby, la voz del narrador y, sobre todo, ese final desgarrador, se combinan para crear un estado sicológico y emocional irresistible. Es un relato entrañable y conmovedor, con momentos de patetismo y de comicidad.

No puedo dejar de preguntarle cómo ve, a la distancia, la narrativa chilena actual. ¿Qué libros de los últimos dos años se ha llevado a Estados Unidos y le han llamado la atención?
— Trato de leer lo que más puedo, pero esto no es como los años 90, cuando se podría decir que todos mirábamos, a lo más, un par de canales. Ahora la diversidad de voces, de apuestas editoriales, de modos de transmitir la literatura, hace imposible "estar al día". Me llama la atención que, en general, la calidad de lo que se publica es muy alta. A pesar de que generacionalmente soy contemporáneo de la Nueva Narrativa, me identifico mucho más con la heterogeneidad de la literatura más reciente, mucha de ella escrita por mujeres: Alejandra Costamagna, Nona Fernández, Cynthia Rimsky. Más que la ejecución misma, me gusta la propuesta de Marcelo Leonart, y soy fan de Leonardo Sanhueza, que es un escritor tremendo, riguroso y al mismo tiempo de un lirismo conmovedor, inclasificable. Y hay muchos que dejo, injustamente, sin mencionar.

 

 


Habla el ilustrador

"Puedo ver esa figura ahora: pálidamente pulcra, lastimosamente decente, incurablemente desolada. Era Bartleby", escribe Melville. La primera descripción del personaje que aparece en el relato le bastó a Sebastián Ilabaca para hacer su trabajo. "Escueta o no, no se necesita más que eso", afirma. "Mi labor como ilustrador es amplificar esas imágenes y otorgarles otra dimensión, valiéndome del tono de la narración más que de las descripciones. No busco hacer un retrato hablado, sino condensar en imágenes los múltiples niveles del texto. Mucha descripción puede llegar a ser asfixiante".

Grafito, carbón, pastel, acuarela y gouache sobre papel de algodón fueron las técnicas empleadas por Ilabaca. "La primera decisión fue no mirar la versión ilustrada de Bartleby que hizo Javier Zabala", dice. "Él es un grande de la ilustración y sentí que sería imposible sacármelo de encima si lo revisaba". Se atiborró, en cambio, de grabados y pinturas que mostraban las calles y habitantes de Nueva York alrededor de 1850, buscando rasgos de la arquitectura y el vestuario. "De los muchos ilustradores que me encantan, Edward Gorey es probablemente el que me hizo mayor compañía mientras ilustraba Bartleby. Colgué una foto de él sobre mi escritorio y le pinté una aureola para santificarlo", cuenta el dibujante.

Ilabaca venía trabajando en otros proyectos con Hueders. Antes había ilustrado El rey de los atunes, de Hernán del Solar, y Makarina de Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes, ambos de Zig Zag.

 

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