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El eterno retorno de Elena Garro
Alfaguara reedita "Los recuerdos del porvenir"

Por Pedro Pablo Guerrero
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 24 de noviembre de 2019


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"Aquí estoy, sentado sobre esta piedra aparente. Solo mi memoria sabe lo que encierra. La veo y me recuerdo, y como el agua va al agua, así yo, melancólico, vengo a encontrarme en su imagen cubierta por el polvo, rodeada por las hierbas, encerrada en sí misma y condenada a la memoria y a su variado espejo. La veo, me veo y me transfiguro en multitud de colores y de tiempos. Estoy y estuve en muchos ojos. Yo solo soy memoria y la memoria que de mí se tenga".

Es el comienzo de Los recuerdos del porvenir, "probablemente la mejor novela mexicana escrita en el siglo XX", junto con Pedro Páramo, según escribe Guadalupe Nettel en uno de los cinco ensayos que Alfaguara encargó para incluir al final del libro: una edición continental que rescata una obra literaria sublime, de belleza sobrecogedora, escamoteada durante años, a pesar de que alcanzó en México al menos 13 reimpresiones desde su publicación en 1963.

"Mi gente es morena de piel. Viste de manta blanca y calza huaraches". Quien habla es el pueblo de Ixtepec, trasunto ficcional de Iguala, estado de Guerrero, donde Elena Garro (Puebla, 1916) vivió desde 1926 a 1934. Este inusual narrador se expresa en primera persona singular, aunque, a veces, asuma la tercera del plural (nosotros), como lo hace la ciudad de Jefferson en "Una rosa para Emily" (1930), de William Faulkner, ambientada en el imaginario condado de Yokrtapatawpha. Pero el préstamo es solamente técnico, pues el protagonismo de Ixtepec en la novela de Garro es muchísimo mayor: el pueblo es un personaje omnisciente que conduce la narración revelando una conciencia ancestral, suprahistórica, de la que forman parte los recuerdos de todos sus habitantes, vivos y muertos.

Los recuerdos del porvenir —título paradójico que habla de un tiempo detenido— es el largo racconto de un episodio situado históricamente en el lapso que va desde el triunfo de la Revolución Mexicana hasta los inicios de la Guerra Cristera (1926), alzamiento armado de tropas irregulares católicas que, al grito de "¡Viva Cristo Rey!", se opuso a la ley de culto mediante la cual Plutarco Elías Calles limitaba las manifestaciones religiosas públicas, desencadenando el cierre de iglesias y la persecución de sacerdotes.

Una de las familias más importantes de Ixtepec, los Montada, habita una gran casa de corredores y arcadas. En su jardín interior, los tres hijos del matrimonio juegan entre las ramas de dos árboles enormes, Roma y Cartago, enfrentados en un juego de guerra paralelo al que se desenvuelve más allá de los gruesos muros de piedra. Asesinados los caudillos Villa y Zapata, el viejo orden porfirista se reconcilia con los militares triunfantes, codiciosos y anticlericales. El general Francisco Rosas, jefe de la Guarnición de la Plaza, vigila Ixtepec desde el Hotel Jardín, donde vive junto a sus oficiales y sus respectivas queridas: mujeres secuestradas en sus correrías por regiones lejanas. Antes de los cristeros, los enemigos del ejército son los agraristas que promueven la repartición de la tierra, enfrentándose con los latifundistas apoyados por los gobiernos de Carranza y Obregón.

En las afueras del pueblo, colgando de los árboles, aparecen cada semana frutos extraños: indígenas ahorcados por orden del general. La gente culpa de su muerte a los pecados de Julia, la hermosa amante de Rosas, indiferente a sus regalos y hastiada del encierro. La primera parte de la novela gira en torno a esta pareja cuya relación se ve amenazada con el arribo de un joven forastero que trae un arte desconocido: el teatro. El curso circular del tiempo sufre un trastorno cósmico, sobrenatural, que marca un punto de quiebre en la vida de Ixtepec. "Realismo mágico", dirán los críticos que vieron en Los recuerdos del porvenir una novela precursora de Cien años de soledad (1967).

La violencia de la segunda parte anticipa también el eterno retomo de Macondo. Vecinos y militares se enfrentan en un juego mortal que desemboca en intrigas y fusilamientos. "Yo miraba sus idas y venidas con tristeza —dice Ixtepec—. Hubiera querido llevarlos a pasear por mi memoria, para que vieran a las generaciones ya muertas: nada quedaba de sus lágrimas y duelos. Extraviados en sí mismos, ignoraban que una vida no basta para descubrir los infinitos sabores de la menta, las luces de una noche o la multitud de colores de que están hechos los colores. Una generación sucede a la otra y cada una repite los actos de la anterior. Solo un instante antes de morir descubren que era posible soñar y dibujar el mundo a su manera para luego despertar y empezar un dibujo diferente".

La escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara, en el texto que escribió para la nueva edición de Los recuerdos del porvenir, se hace cargo de la tesis que considera a Garro una 'precursora' del realismo mágico. "¿Por qué precursora?", se pregunta. "Más bien habría que pensar a Garro como una de las cimas del realismo mágico. Aunque, ¿a quién le importa ya esa etiqueta de mercado?".


La novela salvada del fuego

Hoy resulta increíble que Los recuerdos del porvenir estuviera a punto de no publicarse. Helena, la única hija del matrimonio de Elena Garro con Octavio Paz, salvó el manuscrito de la novela cuando la autora intentó quemarlo en una estufa. La había escrito en el invierno de 1952-1953 mientras se recuperaba, en Suiza, de mielitis y parálisis del lado izquierdo. En 1957, Adolfo Bioy Casares —a quien había conocido en París en 1949, y con el que mantuvo una relación amorosa hasta 1951— le pidió el manuscrito para buscarle editorial. Ante la negativa de Fabril, de Argentina, Garro se la envió en 1962 a Carlos Barral. Dos lectores la rechazaron. "En España no interesa lo fantástico", le dijo el editor español. Finalmente, Octavio Paz la llevó al sello mexicano Joaquín Mortiz, que la publicó en 1963, ganando ese mismo año el codiciado Premio Xavier Villaurrutia.

Elena Garro y Octavio Paz se habían conocido en 1935 y se casaron en 1937. Muy jóvenes, viajaron por diversos países, aunque también vivieron separados en distintos períodos hasta su ruptura final, en 1962, cuando Paz se instaló en Nueva Delhi, donde fue embajador hasta 1968.

Garro, que ya se había hecho conocida como dramaturga, periodista y autora de cuentos, vivió en la década de los 60 un proceso de radicalización política que se acentuó con el asesinato, en 1962, del líder campesino Rubén Jaramillo, veterano combatiente del ejército de Zapata. Más tarde se acercó a dirigentes reformistas del PRI próximos al movimiento agrario, como Carlos Madrazo. La escritora plasmó su activismo en numerosos artículos de prensa que aparecieron en paralelo a su libro de cuentos más acabado: La semana de colores (1964).

Tras el inicio del movimiento estudiantil, en julio de 1968, la escritora no asistió a las protestas ni firmó manifiestos como lo hicieron otros escritores. Solo acudió a dos actos políticos en la UNAM. En agosto publicó el artículo "El complot de los cobardes", en el que criticó a los intelectuales por apoyar las demandas universitarias. Según escribe en sus memorias, luego recibió amenazas de muerte telefónicas. Tras la masacre de Tlatelolco, perpetrada el 2 de octubre, nuevamente culpó de todo a intelectuales permeados por el comunismo y la Revolución Cubana. La prensa la acusó de haber delatado como instigadores a varios de ellos, lo que se confirmó años después de su muerte —ocurrida el 22 de agosto de 1998—, cuando documentos de la Dirección Federal de Seguridad (policía secreta del PRI) revelaron que fue una de sus informantes durante la revuelta.


Exilios y regresos

A partir de Tlatelolco, Elena Garro entró y salió de México junto a su hija. Vivió dos años en Estados Unidos y ocho en España. En 1980, Joaquín Mortiz publicó su segundo libro de cuentos, titulado significativamente Andamos huyendo Lola. Se mudó el año siguiente a París, donde permaneció hasta 1993, cuando regresó a México en forma definitiva. Se instaló en Cuernavaca junto a sus doce gatos franceses y a su hija Helena, quien acudió a recibir en Guadalajara el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, concedido a su madre en 1996 por Busca mi esquela & Primer amor.

Gracias a ese viaje, y por intermedio de Helena Paz, la autora concedió a "El Mercurio" una de sus últimas entrevistas. "Leo. Veo la televisión. Converso con mi hija. Llevo una vida bastante solitaria", contó desde Cuernavaca. Sobre sus inicios en la literatura, recordó que Homero la convenció de escribir, pero también Bulgákov, Dostoievski, Jorge Manrique, Lope de Vega, Cervantes (en "El coloquio de los perros") y Murasaki Shikibu, la autora del Genji Monogatari. Tal como lo muestran sus cuentos y novelas, casi todos autobiográficos, reconoció "añorar su infancia", y para entender esta nostalgia recomendó leer el poema de Wordsworth —lo citó en inglés— "Ode: Intimations of lmmortality from Recollections of Early Childhood".

"Con Bioy Casares tuve un gran amor", admitió Garro. Recordó también que sus años vividos en Europa después de la guerra fueron muy duros, y que vio morir de hambre a cientos de muchachos alemanes en campos de prisioneros localizados en Francia. Acerca de su regreso a México, se quejó: "Me trataron muy mal. Primero, me hicieron víctima de una cosa política en la que yo no tenía la culpa: los sucesos ocurridos el 68. Por eso me pasé 25 años en el exilio. A veces tengo ganas de irme a Europa de nuevo".

¿Sus personajes literarios son responsables de su destino? "No, son sus víctimas", contestó, admitiendo que en sus obras los débiles —indios, sirvientes, locos, mendigos— rompen la distancia que los separa de los poderosos compartiendo sus penas de amor y aconsejándolos. "La soledad hermana a los hombres en el sufrimiento, los hace más sensibles a los pesares del otro", dijo la autora.

Reconoció, por último, que el transcurso del tiempo es esencial en todos sus libros. En una visión que se nutre tanto de la cosmovisión prehispánica como de la fatalidad de la tragedia griega y del pensamiento de Nietzsche sobre el eterno retorno de lo mismo, Elena Garro escribió en Los recuerdos del porvenir: "La desdicha, como el dolor físico, iguala los minutos. Los días se convierten en el mismo día, los actos en el mismo acto y las personas en un solo personaje inútil. El mundo pierde su variedad, la luz se aniquila y los milagros quedan abolidos [...]. El porvenir era la repetición del pasado".


Su relación con Neruda, Armando Uribe y otros chilenos

En su libro Memorias de España 1937, Elena Garro no le perdona a Pablo Neruda haberla alojado junto a Octavio Paz en un hotel lleno de chinches, cuando los fue a encontrar a Paris en vísperas del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, organizado en España para apoyar al gobierno republicano. Una vez en Madrid, el poeta la trató de inconsciente por dejar encendida la luz de su habitación durante un bombardeo nocturno. "A mí me gustaba César Vallejo. Nunca entendí la manía que le tenia Pablo Neruda ni la persecución que ejercía contra él", escribe la mexicana.

En la entrevista que dio a "El Mercurio" en 1997, Garro añadió recuerdos: "Acario Cotapos era encantador. Pertenecía a la mitología griega. Parecía el dios Pan. Pablo Neruda era muy paternal, empeñado en que comiera papitas con ajo, "m´hijita". En México me regaló una primera edición del Memorial de Santa Elena porque sabía que yo admiraba mucho a Napoleón. A Huidobro lo veía, muy guapo y elegante. Lo escuchaba, pero no me atrevía a hablarle, porque Neruda nos prohibía a mí y a Octavio, entonces unos jovencitos, conversar con él".

En los 60, Garro conoció a varios chilenos. Alejandro Jodorowsky realizó en México un montaje de su obra teatral "La señora en su balcón", incluyéndola en un mismo programa junto a "Las sillas", de Eugène Ionesco, según recordaría la mexicana en una entrevista —publicada en "Dossier", de la UDP— que le hizo Gabriela Mora, profesora emérita de la U. Rutgers.

Durante un congreso de escritores convocado en México el año 1967, coincidieron Elena Garro, Enrique Lihn y Luis Oyarzún. "Nosotros estamos desvalidos, porque no somos comunistas ni judíos ni negros ni homosexuales, que se unen para defenderse", dijo Garro, según escribe Oyarzún en su Diario íntimo. "Quién sabe de ahí partía esa atmósfera de pensamiento feo y meado de gato que me producía tal malestar en casa de Elena, a pesar de su encanto", anota el chileno. "Elena me parecía a ratos, por lo tajante, auténtico y falso de sus opiniones, una versión joven de Gabriela Mistral. Echada muellemente en su bergere, profetizaba como una bruja, desde el fondo de sí y expresaba raíces, como Gabriela, de amor mezclado con odio. Su interés por los indios era parecido".

Un gran recuerdo de Armando Uribe guardó la escritora mexicana hasta el fin de sus días. "Lo conocí en México en los años 60. Es el hombre más culto de Iberoamérica que he conocido. Muy guapo y elegante. Una noche le dio mucha risa: pasó por mí para ir a cenar con un grupo de campesinos mexicanos y yo cambié varias veces de abrigo. Él decía: 'qué maravilla, cada vez más elegante"', contó Elena Garro en 1997.



 

 

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