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El Arte de Vagar

Por Pedro Prado
Publicado en revista BABEL, N°4, Buenos Aires, junio de 1921


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Hay vagabundos, hombres obscuros, de vida en apariencias pintorescas y sujestivas, pero que en verdad sólo van y vienen cargando sobre sí a si mismos. Van y vienen, y no saben donde depositar la carga. La fatiga los rinde, y ellos, inhábiles, no puedan desatar esas ligaduras, y terminan, así, como corcel y jinete de sí propios, sin desmontar hasta la muerte. Cuando van, van a algo; cuando vienen, vienen por algo; pero siempre en constante olvido, siguen buscando y buscando... Buscan en abstracto, que es buscarse, sin saber, a si mismos; y como sus ojos miran hacia adelante, hacia allá quieren ir; y como sus pasos están dispuestos no para en sí internarse, sino como para salir de si, los vagabundos vulgares son seres que parecen irse saliendo de si propios. Sus piernas infatigables se mueven como devanaderas, y entre ellas se les va camino y vida.

Y el vagabundo, que no es sino vagabundo, logra serlo tanto, que llega a ser monstruoso, como organismo constituido fundamentalmente a base de piernas inquietas.

Si el arte es posible ante todo cosa que admita perfección ¿será este último vagabundo el supremo artista de la vagancia?

El arte de lo que fuese, no es la perfección exclusiva de una actividad en desmedro de todas las otras; el arte de algo aunque sólo a ese algo atienda para ser digno de ser llamado arte, verá en cómo no olvidar nada y en no ser otra cosa que lo que es. Y para lograrlo, busca y mete al mundo entero en él y lo traduce a sí mismo, y cuando todo el mundo entero allí quepa y se le presienta, aunque no se le nombre, ese arte alcanza a su perfección.

Los verdaderos artistas no son seres limitados y deformes. Ellos recuerdan más que otro alguno, al hombre total: lo compendian y lo resumen.

El arte de vagar no es, por lo tanto, sino el cómo llevar a la perfección una amalgama formada de nosotros mismos y de todo lo que nos rodea, usando como medio el de ir consigo por los caminos grandes y pequeños.

Quién así marcha, sus pasos, en vez de ir por algo a él ajeno, van, en verdad, midiéndole. Y no sólo sus pies, todos sus sentidos, su cuerpo entero, no hace otra cosa. Así al crepúsculo, cuando comienzan a brotar las estrellas, en la distancia que de ellas lo separa, mide su pequeñez; y en su brillo creciente, la belleza de unas calladas esperanzas.

El vagabundo que sabe del gran vagar, desconcierta a todo ser sociable. Este ignora que aquél vá y vive tan fundido con el mundo, que le es imposible sentir la pequeña soledad.


Con ropas viejas y viejos y sólidos zapatos con un bastón que sea suave al tacto y recio al golpe, el paso lento y muelle, comenzaréis por esquivar en él todo esfuerzo.

No es difícil lograrlo si se acentúa el ritmo de la marcha, porque ésta, así deviene tan necesaria como la continuidad en los giros de un baile. Más sencillo resulta obedecerla que ser a ella esquivo; y de aquí como el vagabundo logra avanzar alegremente tal si fuese aguijoneado por una danza ordenadora.

La seguida y constante ondulación del ritmo de sus pasos, va embargándole, y una especie de largo y dulce vértigo, comienza a nacer en él y lo libera.

No es extraño ver que en su rostro apunte una flotante y casi imperceptible sonrisa. Desde allí, sin saberlo, comienza a divorciarse de su cuerpo, y sigue adelante por los caminos con tanta liviandad como si se deslizara. Acaparando para la contemplación toda su conciencia; imposibilitado por ello de atender, en parte siquiera, al esfuerzo de su cuerpo, ninguna fatiga puede alcanzar hasta él; y él sigue adelante tan desligado de los pequeños dolores y limitaciones físicas, que flota y se expande hasta donde sus ojos alcanzan, y hasta donde llegan sus pensamientos. En tal estado vive abierto y extendido como una red flotante.

Los campos, los bosques, las aldeas, los ríos van sucediéndose, y cuando llega el medio día y saca de su zurrón un pan, continúa la maravilla de ese constante encantamiento. Si las piedras, las nubes, los panoramas que divisara desde los altos montes, le embargaron el ánimo con su belleza, ahora ese burdo alimento, truécasele en manjar de los dioses.

Lo contempla con amor tan real que experimenta hacia él una verdadera ternura; y si hubiese en la cercanía oídos capaces, escucharían elevarse un canto desconocido en acción de gracias.

Cuando después de continuar largo tiempo la jornada, la noche cuajada de estrellas comienza, no importa que no encuentre a mano un albergue. Su cuerpo, macerado por el esfuerzo, proporciónale el último y mayor de los milagros. Bástale detenerse y reposar sentado, para que él comience a llamarlo. Entonces solícito el vagabundo recoje toda su conciencia dispersa y se la devuelve alegremente, porque está, por ese día, saciado de maravillas.

Nunca creyera que ese su cuerpo, tan burdo, pequeño y banal, fuese capaz de convertirse en una fuente de la más insospechada y gran dulzura. Su cuerpo, como una fruta madura, pesa lánguido y suave. Busca afanosamente la tierra, y cuando a ella cae blando, a todas sus rugosidades se amolda. Ah! y como, quieto, su sangre, al deslizarse, revela que ha alcanzado un ritmo pleno; y de qué manera sigilosa la fatiga, largo tiempo olvidada, sube y lo envuelve más blanda que las mantas acariciadoras!

Jamás su espíritu ha estado más lejos de toda tribulación. Bien puede sobrevenir lo que fuese; el universo entero, desaparecer, si así lo desea; todo el futuro y los dioses ignorados hundirse en la nada, que él está libre de temores e inquietudes, y luego lo estará hasta de ese placer de libertad, porque sólo desea tan profundamente el repaso definitivo, que al sentir que en el sueño se va hundiendo, sin formulárselo en palabras, desea quedarse en su seno para siempre...

 

 

 

 



 

 

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El Arte de Vagar
Por Pedro Prado
Publicado en revista BABEL, N°4, Buenos Aires, junio de 1921