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En cuclillas y frente al fuego
Presentación del Libro “Cortes de Escena” (Isofónica, 2019) de Jorge Polanco Salinas
Por Patricio Serey
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1.-
El primer año que Jorge Polanco se trasladó a Valdivia lo visité en su nuevo domicilio. Una casa de madera de dos pisos cercana al Río Cruces. Creo que fue en abril, Jorge no llevaba más de unos meses instalado ahí debido a su nuevo trabajo en la Universidad Austral. La primera norma local que tuvo que aprender mi amigo fue la del viejo arte de encender fuego para calentar su hogar. La leña en el sur no es simple capricho bucólico, explicaba Jorge, en cuclillas frente a la salamandra, con esa actitud prehistórica que tenemos de cara al fuego, pero encendiendo un tronco húmedo solo con trozos de una caja de pizza. Una chimenea genera calor seco, no como el gas o la parafina que producen vapor, agregó seguro y teorizando en su relato, contrastando con la escena de los cartones que ardían leves sin dañar la madera. Ese día sin que lo notara casi –para no herir al sureño que se gestaba en su interior–, y recordando mi experiencia con una cocina a leña que tuve, salí al patio donde se hallaba la ruma de troncos y astillé uno con la ayuda de una pequeña hacha. Volví y aticé con los palitos aquel tocón que aún se resistía a la débil llama del contenedor de comida. Jorge, animado quizá por la suave elipsis del fuego de los envases de pizza, se había trasladado a su biblioteca y tecleaba en su pequeño notebook (quizá algún texto de esta edición); escena donde, pese a las rumas de libros, se le veía más cómodo (como quien dice en su elemento), olvidando por completo que había dejado un fuego a medio encender, pero para avivar, quizá, esta otra llama menos perecedera.
Seguramente Polanco no recuerde esto de la misma forma (también dudo que haya pasado exactamente así), pero me intriga saber qué hubiese escrito de haberle inspirado el hecho, qué corte de escena se decantaría en su memoria; cómo su fina imaginación, y gran capacidad reflexiva, lo habría modelado.
Pero este “recuerdo” no es antojadizo, ni mi intención es hacer literatura, ni hablar de temas domésticos ficcionados, sino ensayar, para entender, cómo se puede generar un recuerdo literariamente; asumiendo, como dice Pavese, que “no existe un ver las cosas por primera vez”, es siempre una segunda, una tercera, como cuando la anotamos en una libreta a la pasada para luego teclearla, o como cuando forzamos el recuerdo reimaginándolo.
Este tipo de registros o ejercicios, especulo, son la base de un gran número de textos de “Cortes de Escena”. Los sospecho como anotaciones primitivas de un diario, un cuaderno, que podría, o no, llevar Jorge (pese a lo romántica que parezca la escena); trozos, pedazos de historias fijadas con lápiz y papel, tanto in situ como en retrospectiva; un trabajo manual -parafraseando a Fresán- como arreglar una llave averiada o prender fuego, un producto que, en el fondo, generan los estados de ánimo filtrados por la introversión y el trabajo de escribir, de anotar, de fijar el tiempo para moldearlo. Escribo esto también a propósito de una nota encontrada en la primera libreta que tengo a mano. Una cita de Ricardo Piglia. No son palabras extraídas literalmente de un texto suyo, sino de una de sus muchas intervenciones televisivas. En dicha entrevista él habla de su diario de vida (pareciera que con Piglia siempre se trata de eso), el cual llevaba desde los 14 años cuando llegó a vivir a Mar del Plata con sus padres desde Adrogué, en la provincia de Buenos Aires. La cita es parte de otra cita, ya que Piglia, citando a su vez a Macedonio Fernández, decía que este había dicho que un diario puede ser una mezcla perfecta de vida y ficción. Uno puede anotar en un diario el inicio de una novela seguida de una lista de compras. Que el diario puede ser también un laboratorio de escritura, sentencia; como lo hacía Kafka en el suyo. Eso decía Piglia que decía Macedonio Fernández, y lo que escribo aquí no es más que una paráfrasis no intencional, un recuerdo residual quizá, de dicha entrevista, y que en esta betonera ha funcionado en una inexplicable y amable sincronía con lo que leo en estos “Cortes” de Jorge Polanco.
2.-
Pensando también en la cercanía que tiene el autor con la obra de Enrique Lihn, no puedo dejar de reparar en el “cómo” y el “de qué”, más en el “porqué” y el “qué es” lo que acá está escrito. Al detenerme en esto se me viene a la memoria la definición de Poesía Situada que hace Lihn en su libro de conversaciones con P. Lastra, donde define esa relación que deslinda la poesía y prosa tan característica de su obra y ese “algo” que finalmente las liga “y que rebasa la cuestión genérica: la relación de un texto con la situación” enmarcada.
En este contexto veo al hablante de varios de estos textos como un voyeur (de otros y “de sí mismo”) un fantasma, una sombra, un ave de rapiña, un fotógrafo, un visitante; un hurgador de fotos viejas; un caminante Walseriano; un niño que gira “estos trocitos de algo en un caleidoscopio”. ¿No son esas definiciones posibles para “un pobre gil” que se dedica a “desrealizar la experiencia”, a fantasear más que fijar cronológicamente las situaciones que se nos presentan deformadas por la imaginación, la distancia, el tiempo y la mala memoria?
3.-
“Llevo tres días sin hablar con nadie, hasta me pareció que es bueno callar. Las palabras no pueden transmitir todo lo que siente el hombre, son flojas”, inicia explicando Alexei a su madre que lo llama por teléfono preocupada por su silencio en el minuto 20 de la película “El Espejo” de Tarkovsky. La conversación en off son esencialmente recuerdos; el incendio de un granero, una amiga muerta, el padre desaparecido. El diálogo es acompañado con un lento travelling por el interior de una casa sin moradores a la vista: una cocina, un pasillo, fotos en la pared, muebles, ornamentos ordenados, piso encerado, cortinas a medio correr develando que afuera aún es de día. Podría tratarse de una conversación trivial y una situación cotidiana si no fuera por el efecto que produce el contrapunto temporal del calmo travelling y la cantidad y densidad de información que se transmiten madre e hijo en aquel “cotidiano” diálogo telefónico. Hay algo indecible e inexplicable que produce esta escena, una sensación particular que solo se entiende al dejarse llevar en silencio por ella: “Las palabras no pueden transmitir todo lo que siente el hombre, son flojas”, dice Tarkovski a través de Alexei. “Toda palabra tiene su exilio en la inagotable duración de un segundo.”, contrapuntea a lo lejos Polanco en su primer poemario “Las Palabras Callan”.
Si las formas de hablar delatan al verdugo, como escribe el autor de Cortes de Escena en “Epitafio de un Experto”, las formas de callar podrían delatar al poeta; y Jorge, paradojalmente, tiene mucho que decir al respecto. Da la sensación que a través de pocas palabras (pero también con lo que omite) el autor nos logra acercar a esa idea de la superación de la inmanencia en el ser, que seguro viene de su formación filosófica, pero que en este texto soy incapaz de profundizar. Si en “Las Palabras Callan” Polanco, citando a Armando Roa, “escribe haciendo que otros hablen por él, refiriéndose a tantos compañeros en la ruta del asombro y la sospecha: Enrique Lihn, Alejandra Pizarnik y Paul Celan”, desde su libro “Sala de Espera” viene generando un interesante trabajo híbrido cercano a la prosa poética y al microrelato que funcionan, como ese travelling Tarkovskyano, contrapunteando los géneros, haciendo que la densidad y extensión del texto sirvan para fijar, de una u otra forma, el tiempo para luego montarlos (o esculpirlos) bajo parámetros conscientes e inconscientes, obedeciendo a esa necesidad metafísica de trascender, pero también a esa necesidad prehistórica y casi orgánica de relatar, como nuestros antepasados en cuclillas frente al fuego, intuyendo, moldeando el infinito silencio.