Pedro Pérez Cordero nació en la provincia de San Fernando, el 13 de mayo 1893. Su padre fue militar, Coronel de Ejército, veterano de las campañas de 1879 y 1891, y además un conocido Intendente de Colchagua. La itinerancia de sus primeros años —que por asuntos del trabajo paterno transcurrieron de cuartel en cuartel, por Iquique, Temuco y Santiago— se vio marcada por aquella estricta atmósfera de marcialidad. Sin embargo, no estuvieron fuera de su referente de infancia, volcado posteriormente en uno que otro recuerdo literario, las apacibles imágenes de la provincia. En sus propias palabras: “Veía la montaña que limitaba el norte de mi pueblo, frondosa, rumorosa, olorosa: frondosa de peumos, de lingues, de laureles, de robles, cuyos troncos desaparecían bajo el simbólico abrazo de amor de los copihues araucanos; rumorosa de brisa fresca, de arroyos cristalinos, de gorjeos de zorzales, de chillidos de choroyes, de arrullos de torcazas; olorosa a eucaliptus, sí ¡a eucaliptus!: ¡cómo sentía llenarse mis pulmones del aroma penetrante de sus hojas, buidas y blanquecinas como dagas de plata! Una mariposa giróvaga, loca del sol, pasó llenando el aire de primavera como el corazón de una niña ilusionada. La iglesia parroquial con nidos de golondrinas… La casa solariega y sus enredaderas de madreselvas trepando hasta los balcones salerizos, donde los tiestos patinados de musgo lucían la gloria purpúrea de los claveles y los cardenales…Un papá terrible con uniforme de teniente coronel y una dulce mamá que me besaba mucho y hacía tejidos de macramé… Esos días luminosos cuando ella me sacaba de paseo, llevando un rojo quitasol y yo le miraba la cara encendida, irradiando una sana alegría ruborosa…”.
Su amor por el arte, como recordó alguna vez su inseparable amigo Daniel de la Vega, “comenzó desde su primera infancia, desde que se asomó algo deslumbrado a la puerta de calle, porque ya entonces el horizonte lo llamaba y la música le hablaba de unos amores que todavía no habían llegado y los versos le dijeron que había otro mundo detrás de ese que palpamos” .
Sus correrías iniciales en el oficio teatral comenzaron en una función a beneficio. Tenía siete años y su público fue una congregación de monjas, que en agradamiento a su actuación le obsequió “un diploma con el ángel de la guarda y un verso ingenuo” .
De esta misma época data también un precoz encuentro con el cine. Según recuerda, a la terraza del cerro Santa Lucía se remonta su primera mirada a una pantalla. En esa época ésta era un improvisado toldo en que se proyectaban novedosas producciones extranjeras ante un público sorprendido de la magia de la recién llegada imagen en movimiento. “Yo era muy niño cuando mis padres me llevaron a conocer ese novísimo espectáculo. Recuerdo perfectamente que primero pasaron unas vistas de ciudades francesas. Escenas urbanas sin relación entre sí, donde se observaban coches tirados por caballos al trote, que cruzaban amplios bulevares; transeúntes muy apresurados que, a veces, saludaban al espectador, riéndose mucho y sacándose el sombrero. Fuentes con altos chorros de agua y cosas por el estilo. Un caballero muy elegante, con flor en el ojal, poseedor de una potente voz, colocado al margen de la enorme sábana que servía de pantalla, gritaba explicando los panoramas con acento extranjero y por medio de una gran corneta de cartón: “¡París!”, “¡El bosque de Bolonia!”… Luego siguió una serie de paisajes marineros. Playas desiertas con roqueríos azotados por las olas. Montañas de espuma. Y puertos con barcos que partían o atracaban en los muelles. Y mucha gente que agitaba manos y pañuelos… Y el caballero gritaba: “¡El puerto de Marsella!”. Después de un entreacto siguen dos o tres cintas cortas, de argumento. Lo que me hizo mayor impresión fue “Guillermo Tell”. Especialmente cuando al chico, que era más o menos de mi edad, le dispararon la flecha que atravesó la manzana puesta sobre su cabeza”.
Sienna era un muchacho curioso e imaginativo. Un día preguntó por qué se les arrancaban las hojas a los calendarios. No encontrando muy clara la explicación quiso saber qué iba a pasar cuando se arrancara a última hoja. Una de sus tías de espíritu bromista le dijo que cuando llegara ese momento se acabaría el mundo. “Yo le creí, naturalmente —nos cuenta—, y mi terror fue tan vivo que me eché a llorar. Mi madre me consoló, pero la espina quedó clavada. Fue mi primer encuentro con la noción de inutilidad y el fin de todas las cosas” .
Fue natural que tempranamente la rígida personalidad del padre —quien para él en temperamento era como “un Dios terrible”— chocara con su multifacético vuelo creativo.
El joven Pedro comenzó desarrollando su fascinante diálogo con el mundo, como pintor, caricaturista y dibujante. Ya cerca de los 10 años sus cuadernos de croquis mostraban un talento sobresaliente. Firmaba en esa época como Pérez Cordero, Pérez Cordel o usaba sus iniciales: PJPC (Pedro José Pérez Cordero).
Pero ya antes de los 20 años y en homenaje a los tonos del óleo, rebautizó su apellido. El color siena lo inspiró para escoger su popular seudónimo. Al respecto nos cuenta: “Es cálido y sombrío a la vez, como reconcentrado en sí mismo. Según la gradación recuerda al tabaco, el otoño y el jerez. Es noble y lleno de sobriedad, y, además, tiene olor a cosa añeja. Con él obtienen gamas sordas, es cierto, pero ninguna combinación puede dar un matiz de esos que se llaman ordinarios… Le tomé simpatía y empecé a firmar mis pobres cartones con ese denominativo color. Los muchachos de mi generación, primero, por chiste, comenzaron a llamarme así, y acabaron por no llamarme de otro modo. Luego usé la misma firma en los primeros versos y artículos que publiqué, anteponiendo mi nombre de pila; pero como en aquella época entregábamos los originales manuscritos, ya que la máquina de escribir era un lujo casi desconocido para nosotros, los cajistas equivocaban la ene por ere, y me ponían Sierra en vez de Siena. A mí me llevaban los diablos con esta errata que venía a malograr en flor mis ambiciones de popularidad, y decidí agregar otra ene” .
De “ancho corazón, viril y fraterno” e ímpetu pendenciero —alguna vez dijo, refriéndose a sus correrías juveniles, que por suerte no lo mataron—, su desenfado de juventud, su inquietud por nuevas lecturas y referentes poéticos, “se agitaron en esa época fascinante de la capa, el chambergo a lo Carrera, de la corbata voladora, de la melena al viento y de las poses amaneradas que enloquecían a las chiquillas quinceañeras nacidas con el siglo” .
Con dotes para la plástica y las letras que lo destacaron muy temprano, en sus días de estudiante en el Instituto Nacional, su meta en un comienzo era estudiar Bellas Artes. Su padre quería que fuera ingeniero hidráulico. Ante el desacuerdo, Sienna fue drástico: prefirió tomar una maleta y huir hacía un incierto destino de artista. Su parada inicial fue el sur. Allí se reencontró con Pablo de Rokha. Ambos ya se habían conocido cuando niños, en Temuco; Pedro, de cómoda situación económica y Pablo muy pobre. Cuando se reconocieron, de Rokha le recordó que, cuando jugaban en la plaza de la ciudad, Sienna tenía unos hermosos bolones de cristal que siempre envidió. En adelante su amistad fue profunda pese a que muchos años después estuvieron a punto de batirse a duelo por un asunto trivial ocurrido en un restaurant. El enfrentamiento, que iba a ser en plena calle bajo una lluvia torrencial, nunca se llevó a cabo. De Rokha quería que las pistolas se desenfundaran al dar 20 pasos y Sienna, en cambio, prefería que fuera a 5. Como no pudieron ponerse de acuerdo, hicieron las pases y siguieron tan amigos como siempre.
El autor de “La epopeya de las comidas y bebidas de Chile” prologó uno de sus libros, afirmando: “Vibrante y claro es Pedro Sienna. El apretón de manos que va sembrando por el mundo, resume y compendia, íntegro, todo su estilo de hombre; es todo un hombre. He ahí porque sus versos son “ideologías del corazón”.
Además, entre sus amistades de aquel tiempo de juventud, estaba el rector del Liceo de Hombres de Talca, don Enrique Molina, quien impresionado por su audacia, le ofreció el trabajo de inspector de pasillo. Sienna aceptó con la condición de vivir fuera del liceo para dedicarse a escribir libremente. Conjuntamente trabajó como redactor del periódico de la ciudad. Como Inspector era relajado y comprensivo. Dejaba fumar a los alumnos más problemáticos.
Antes de romper relaciones con su hogar, había enviado sus versos —Rogativas a mi corazón— a los primeros Juegos Florales de Santiago. En aquel célebre concurso del año 14 —que fue un hito de confluencia inicial para el primer circuito intelectual de la clase media chilena— obtuvo un prestigioso segundo lugar. Brilló junto a otras reveladoras luces. Gabriela Mistral, “la misteriosa i taciturna poetisa de la lírica tierra de la Serena” y sus “Sonetos de la Muerte”, fue premiada con la máxima distinción del certamen: “la Flor Natural”. El primer premio, junto al derecho a escoger a la reina del festival, recayó en Julio Munizaga Ossandon y su poema “Plegaria a María”.
La ceremonia —el 22 de diciembre— fue en el Teatro Santiago y contó con la presencia del Presidente de la República, Ramón Barros Luco y el Alcalde de Santiago, Ismael Valdés Vergara.
Conocido es el hecho de que Mistral, anónima entre la abundante concurrencia de las graderías, prefirió no subir al escenario, tomando su lugar el popular poeta Víctor Domingo Silva. En aquella ocasión, Pedro Sienna, “pálido, nervioso, invadido de la misma inquietud de sus versos sonoros” , hizo su brillante entrada al Chile intelectual del momento, encontrando su temprana consagración en aquel palco frente al aplauso popular. Dijo una vez, a propósito de ese momento, que no fue aquella una simple lectura de versos sino una recitación con el alma.
El renombre que le trajo el triunfo, además de darle el perdón paterno, le trazó una senda definitiva: “Es un poeta; negarlo no sería justo ni honrado; es un poeta triste, ensombrecido”.
Establecido nuevamente en Santiago comenzó a recitar sus sonetos en tertulias, bares y reuniones a beneficio. Hay noticias de que se desempeñaba como caricaturista en Zig-Zag donde publicaba cuadros humorísticos, trabajo que también hacía para algunos pasquines de escaso tiraje como el diario La Mañana, dirigido por el escritor Eduardo Barrios. Fue ahí donde vivió sus primeras bohemias junto a su amigo de toda la vida, el periodista y posterior Premio Nacional de Literatura, Daniel de la Vega.
El actor Rogel Retes recuerda que un día ambos llegaron a su casa. De la Vega llevó a su joven amigo para que Retes le enseñara un poema: “El embargo” de Gabriel y Galán, que Sienna se había comprometido a recitar en una velada de caridad. “Con todo agrado puse manos a la obra —recuerda Retes— y en cuanto estuvo listo el joven aficionado, le presté un traje de smoking para su lucimiento y con objeto de dar importancia a su intervención.
Sé que tuvo un triunfo completo, de lo que me alegré mucho y ahora puedo decir con orgullo, y sin falsa modestia, que fui yo quien dio las primeras cucharadas artísticas al simpático caricaturista, Pedro Pérez Cordero, más conocido como Pedro Sienna, excelente poeta, celebrado actor y caballeroso amigo”.
Pedro no fue el único artista en su familia. Tenía un hermano menor, poeta. Marcial, quien se suicidó por un amor no correspondido a los 18 años —el 29 de septiembre de 1915—, representó para Sienna una primera comunión con la tragedia. “Golpeado por desengaños de amor, pleno de juventud, su hermano Marcial, —intenso poeta que brilló como un relámpago de asombro—, se hundió por su propia mano en la eterna tiniebla. Por ese trágico episodio, Sienna se concentró, se aisló, al extremo de producir la impresión de que ambos poetas se habían ido...”.
Más tarde los versos de los dos hermanos fueron antologados en los populares estudios de poesía de Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya, Selva Lírica. En la reseña que trata de él en dicha publicación, se cuenta que, el talento innato de Sienna, en un principio, sólo tenía “el afán de hacer reminiscentes preciosuras y japonerías, en que hay más que verdad, externa y superficial habilidad.
Después... Después la vida le ha enseñado a ser hondamente humano y sincero. Hoy el ritmo de su poesía entraña el caldeado ritmo de su sangre, el estremecimiento doloroso de sus íntimas fibras”.
La muerte de Marcial le dio un sustento de triste profundidad a sus primeras reflexiones poéticas. Los textos escritos en el periodo de luto engrosaron en parte un primer e intenso volumen de poemas publicado en 1917 con el título “Muecas en la sombra”. Estuvo dedicado a su hermano suicida: “A los nacidos para la seda de la tarde, cuya vida fue una madrastra desgreñada y soez que tuvieron la heroicidad de sojuzgar con látigos de rebeldía, que restallaron blasfemantes en la sombra y en la duda… A los que sufrieron el desengaño prematuro, el asco de las hipocresías y la muda hostilidad de los hombres y las cosas…”.
Otros poemas de aquel tiempo vieron la luz posteriormente —en 1922— en su más celebrado libro, “El tinglado de la Farsa”.
“El sueño de la farándula”.
“Empujado por las voces de aliento de todos —recuerda su otro inseparable compañero de “Trasnochadas”, Rafael Frontaura—, con el penacho muy en alto, surgió Pedro Sienna (…) trotamundos por naturaleza, actor de pose y de ondulante capa bohemia y nocherniego, enamorado de folletín, que hizo verdad el sueño de aquellas charlas, y se enroló un día en la farándula”.
Impresionado por su estilo de declamar se le acercó, a razón de los Juegos Florales, Bernardo Jambrina, “el actor gallego, poeta, y gran señor, que removió el ambiente artístico y social de Santiago, con su temporada dramática del año 15” . Le pidió que entrara a su compañía teatral, la de Evangelina Adams, e iniciara una gira con él. Pedro aceptó vacilante. Nos cuenta: “Joven —me dijo Jambrina—, tiene una voz muy bien timbrada y expresiva, lo invito a tentar la experiencia del teatro en mi compañía; creo que puede hacer carrera”.
Su rumbo teatral comenzó de la noche a la mañana como el de muchos en esa época —Evaristo Lillo, Enrique Báguena, Alejandro Flores, Nicanor de la Sotta, Juan Pérez Berrocal, Rogel Retes, Rafael Frontaura—, trabajando en compañías, con actores y empresarios españoles. Los más famosos fueron Jambrina y Pepe Vila.
Sienna, ansioso, luego de preparar meticulosamente su viejo baúl con libros y ropa, apenas pudo conciliar el sueño la noche anterior a su partida. Al amanecer, luego de comunicar la decisión a su resignada madre, vinieron por él los actores para embarcarlo en un tren rumbo a Concepción. Así fue como“Pedro saltó al escenario y con Jambrina recorrió Chile y Argentina, como actor y como poeta” . Empezaron en el sur para entrar finalmente hacía al otro lado de los Andes, por Río Gallegos cerca de Punta Arenas.
Su primer papel en aquellas viejas tablas del tinglado itinerante no fue de gran importancia, sin embargo, al transcurso de un año de tesonero entrenamiento se convirtió en el primer galán de la compañía. Jambrina ensayaba las escenas y Pedro repetía, con paciencia y entusiasmo, los movimientos y estilo de su maestro. Incluso debió imitar su tono de voz. “Jambrina venía de España y tenía la idea de que, para ser buen actor, había que hablar en la escena con acento español”.
En esos días arduos de recorrer provincia a provincia, cierta noche de septiembre de 1915 —que coincidió con los días del suicidio de su hermano—, el grupo se detuvo en una estación de trenes para esperar el alba y seguir el viaje. Sienna decidió pasar el tiempo en un pequeño bar de mala muerte.
“Me encontré tan solo. Pedí un vaso de vino y me puse a escribir. La nostalgia, algún amor…, no sé” .
Aquella noche escribió su más famoso poema:
“Esta vieja herida”:
Esta vieja herida que me duele tanto,
me fatiga el alma en un largo ensoñar;
florece en el vicio, solloza en mi canto,
grita en la ciudades aúlla en el mar.
Siempre va conmigo poniendo un quebranto
de noble desdicha sobre mi vagar.
Cuánto más antigua tiene más encanto…
Dios quiera que nunca deje de sangrar!...
Y como presiento que puede algún día
secarse esta fuente de melancolía
y que a mi pasado recuerde sin llanto,
por no ser lo mismo que toda la gente,
yo voy defendiendo, románticamente,
Esta vieja herida…. que me duele tanto!...
Ese mismo año había escrito junto a Jambrina una comedia teatral para la gira con el título de “La tragedia del amor”. Se estrenó en el Teatro Municipal de Santa Fe, el 8 de mayo. Paralelamente a su trabajo teatral en sus días en Argentina, colaboró con columnas y crónicas sobre arte en el periódico rosarino “La nueva España”.
Cuando la gira terminó, y una vez de vuelta en Santiago, llegó la primera oferta de actuar en cine. Tuvo que elegir si continuaba con Jambrina, con quien había cosechado un gran éxito con la obra “Los intereses creados” en que dio a conocer sus dotes de utilero, vestido con un colorido traje de arlequín que el mismo había diseñado, confeccionado y pintado. La compañía se iba hacia el norte, comenzando en Perú y con miras a México. Había que encontrar un reemplazante. En ese momento conoció a otro joven actor llamado Alejandro Flores, quien encajó a la perfección en su artesanal atuendo de cómico. Fue en un homenaje dado a Jambrina en Valparaíso en que Flores recitó sus poemas y fue ovacionado con un abrumador aplauso, causando profunda impresión en los presentes.
Pedro había prometido a sus compañeros reincorporarse a la compañía de Jambrina en Perú apenas terminaran las filmaciones que durarían un mes aproximadamente. “En el muelle, al dar el último adiós a los compañeros, me abracé llorando a Jambrina, mi maestro, a quien yo quería entrañablemente como un hermano mayor. Recuerdo sus últimas palabras: “Ud. se va a quedar en su patria. No nos volveremos a ver”. Yo repetí mi promesa. Pero el destino había dispuesto otra cosa. No regresé jamás”.
Sienna, ya profesionalizado como actor, permaneció en el país para filmar la primera película chilena con argumento: “El Hombre de Acero”.
La pasión del cine (1917-1926)
El cine fue su pasión en los siguientes 10 años. De las 9 películas que realizó seguidamente, ya en 1964 sólo se conservaban copias de El Húsar de la Muerte y Un grito en el Mar. Esta última cinta, cuyo destartalado rollo se sabe guardaba el popular Chilote Campos, finalmente se extravió también. Quedaron igualmente perdidos, hasta ahora, varios apuntes y pequeños esbozos de un libro que preparaba sobre la historia del cine chileno y que vieron la luz parcialmente en un estudio realizado por Alberto Santana.
Sienna afirmaba que sus días como cineasta correspondían a una época heroica para la producción nacional. Se enorgulleció siempre de no haber recibido ni un solo centavo del Estado para hacer sus filmes. Para él era un logro, ya que pese a los precarios recursos técnicos y la falta de capital, el cine chileno durante la década del 20 logró estar a la cabeza de la cinematografía latinoamericana. “Con Coke, Nicanor de la Sotta y Juan Pérez Berrocal, hicimos esa hazaña”, afirmaba con orgullo, agregando en cuanto a las películas que: “Costaba mucho hacerlas, porque los elementos con que contábamos eran demasiado pobres. Sin embargo se hacían con poco dinero y producían mucha ganancia. “Un grito en el mar” costó 25 mil pesos en esos tiempos y produjo cerca de medio millón. Pero el capitalista, el que colocaba el dinero para poder hacer la película, se llevaba siempre la parte del león”.
Muchas veces, en entrevistas o conferencias sobre el tema, Sienna recordaba el escollo técnico de aquellas primeras producciones. Enfocando la vista con nostalgia, afirmaba que cada uno de sus recuerdos, más que reducirse a pintorescas situaciones o anécdotas, bosquejaban el fervor y espíritu de sacrificio que animaba a los padres del cine chileno: “¿En qué condiciones hicimos las primeras películas?... ¡En las peores! Los locales de los “estudios” —cuando los teníamos— eran sitios que no pasaban de constituir un rincón de patio, galpón, caballeriza o lo que fuera.
Se les llamaba “talleres”. Allí todo era improvisado y todo insuficiente. Para las escenas de interiores se armaba el decorado con bastidores cubiertos de papel floreado. ¡Buenos chascos nos llevamos con el dichoso papel! Los rojos salían negros, los azules se nos desvanecían y los fondos horribles se nos venían encima. Pero luego descubrimos la cromática fotográfica y el papel floreado lo echamos para atrás.
¿Iluminación? Prácticamente “a giorno”. ¡A pura luz del día! Graduábamos su intensidad con un toldo de sábanas.
¿Reflectores? Conseguíamos prestada una lámpara de arco, donde los carbones nos fallaban a cada rato. Los reflectores favoritos, los seguros, eran otros, unos cartones grandes, refregados con polvo de aluminio. En ellos recogíamos la luz solar y la reproyectábamos sobre la escena para obtener efectos luminosos suplementarios. Los cartones se acomodaban sobre una silla coja, pero cuando soplaba el viento era preciso que los sostuviera una visita de buena voluntad. Esta visita gritaba casi siempre: “¡va a pasar una nube!”, y la filmación se paraba inevitablemente hasta que la nube le diera la gana de retirase.
La pobreza de elementos de laboratorio para el revelado y copias andaba por las mismas. No teníamos noticias de que existían o podían existir reveladoras automáticas. Se ponían los metros de películas en unos bastidores y cuando había apuro en secarlas, el inmenso Gustavo Bussenius le ordenaba a su ayudante: “¡Toma este bastidor y date una vuelta en carro arriba”, y el ayudante salía a darse una vuelta completa en el imperial de algún tranvía, con el bastidor enarbolado como un estandarte para regresar con la película perfectamente seca. Sólo había que sacarle a papirotazos algunos cadáveres de moscas.
¿A qué seguir detallando?
Las dificultades más odiosas, los tropiezos más inverosímiles tenían que ser salvados a fuerza de astucia y empecinamiento. Cada uno de nosotros era una especie de hombre orquesta. Nos correspondía a todos no sólo dirigir la película sino también hacer el argumento, escribir el guión, pasar el decorado y protagonizar la acción, maquillándonos mutuamente. Luego había que compaginar las escenas, pegarlas y hasta barrer las oficinas porque no había quien lo hiciera” .
Su primer papel cinematográfico fue en la película “El hombre de acero” de 1917 —la primera película chilena con argumento junto a “La agonía de Arauco”—, en que, como galán principal, actuó con Jorge Délano, Juan Riera, Nemesio Matínez, Alfredo Torricelli, Isidora Reyé, Rafael Frontaura, Carlos Cariola, Ema Padovani, etc. Esta película tuvo una singularidad: no la dirigió nadie. El guión, si bien pertenecía a Frontaura y Cariola, era discutido y modificado por todo el elenco. “Por ejemplo —nos cuenta Mario Godoy Quezada—, podía ocurrir que Rafael Frontaura dijera: “Mira, Pedro. Qué te parece si en vez de entrar así como dice el libreto lo hago adoptando esta otra actitud”. Se veían los detalles, se estudiaba el pro y el contra del asunto, para finalmente reconocer que con el cambio de escena iba a resultar mejor. Y así las cosas, la filmación llegó a su fin sin que nadie se pudiera adjudicar el título de director, pues nadie en verdad lo había sido”.
Su segunda papel fue en “Todo por la Patria” o “El Girón de la Bandera”, estrenada el 3 de mayo de 1918. Para esta época conoció al director argentino Arturo Mario, quien lo tomó como su galán en otras dos producciones: “La Avenida de las acacias” (1918) y “Manuel Rodríguez” (1920). Al año siguiente de esta última vino su obra prima como director, “Los payasos se van”, a la que siguió “El empuje de una raza” (1922). En 1924 fue protagonista y director de “Un grito en el mar”, su más ambiciosa película, que al año siguiente obtuvo el Primer Premio en la Exposición Internacional de la Paz. La producción batió todos los record de taquilla e incluso, a propósito del galardón que obtuvo en el país fronterizo, el diario Los Tiempos comentó: “La Andes Films está de plácemes; su película “Un grito en el mar” ha sido condecorada con medalla de oro y Diploma de Honor en la Exposición internacional de Bolivia. Y esto, que nuestros vecinos del Altiplano no son muy aficionados a los gritos que llegan desde el mar”.
Éste fue un importante premio para el cine chileno de aquellos años. Desgraciadamente poco sabemos hoy del argumento de este filme que hasta ese momento fue el mejor producido en estudios nacionales. Se nos aparecen noticias difusas de una película de aventuras marineras, en la que intervenían piratas, espías y gentes de puerto. Vemos fotografías de escenas de cabaret con difusos fondos pintados por Camilo Mori, quien trabajó de decorador. Pedro Sienna relata: “Las principales escenas fueron filmadas en el “Latorre” y en “La Gaviota”, goleta langostera que hacía de nave pirata. En la película actuó la policía marítima de Valparaíso a cargo de Jorge Prócer, y yo tuve que hacer de director, diseñador, guionista, y hasta carpintero (…) Los piratas los obtuve en una casa de juego del puerto. Era gente indisciplinada y patibularia que andaba constantemente a la caza de aventuras. Mientras estuvimos en tierra, preparando el montaje, la cosa anduvo bien, pero cuando tuvieron que embarcarse para filmar comenzó la odisea: se emborrachaban, se caían al mar, se pasaban el día en eternas discusiones acerca de la suerte del film. Era para enloquecer a un santo”.
Después de “Un grito en el mar” quedó instalada en la mente del público la idea que en Chile también era posible hacer grandes películas. Esto se comprobó con creces al poco tiempo, cuando nuevamente de la mano de Sienna, se estrenó “El húsar de la muerte”.
Sin duda aquella película fue su gran consagración como actor de cine, aunque el mismo Sienna no supo nunca decir si su mejor obra fue ésta o la anterior.
Se dice que hay actores que quedan marcados definitivamente por un personaje. En el caso de Pedro Sienna, este estigma —que de negativo no tuvo nada, tomando incluso ribetes anecdóticos— se dio en el caso de Manuel Rodríguez. Sin duda el “Húsar de la muerte” fue su obra maestra y su identificación con el personaje fue una genial demostración de cómo el naciente cine nacional se internó en los ingenuos corazones del público, que al ver a Sienna en la calle, emocionado decía: “¡Allá va Manuel Rodríguez!”. Al respecto hay una anécdota curiosa. Fue al tiempo de estrenada el Húsar. Sucedió en una calle cerca de la Estación Mapocho. Las grabaciones —de “La última trasnochada”— se habían retrasado por algún contratiempo, lo que obligó a cerrar la calle y generó una gran aglomeración de curiosos. De pronto apareció un carabinero con ganas de llevarse preso a todo el mundo. Entonces Sienna lo increpó con energía: “¿Ud no sabe quién soy yo?” Y haciendo gala de su mejor pose de actor, y ante la incredulidad del uniformado que no tenía la menor idea de quién se trataba, salto sobre un auto y apeló eufórico a la multitud: “¡Vamos, ustedes me conocen, díganle quién soy yo¡ ¡Él es Manuel Rodríguez!” respondió el público enfervorizado. Al final se los llevaron a todos a la comisaría.
Si bien anteriormente Sienna había encarnado al guerrillero en la Película “Manuel Rodríguez”, basada en la novela de Blest Gana “Durante la reconquista”, consideró que aquel papel no le hacía total justicia a la figura del héroe. “Viendo yo lo que había pasado con el personaje en un argumento no dedicado exclusivamente a él, y dado que la cinta —“Manuel Rodríguez”— había tenido buena acogida de critica y de público, pensé que era mi deber encarnar su figura en una película consagrada totalmente a su vida heroica y aventurera y a su inmerecida inmolación. Por eso escribí el argumento del Húsar de la muerte”.
Con los años, cuando la película fue restaurada y se estrenó nuevamente en algún evento de homenaje, un periodista le comentó a Sienna que aquello —el hecho de que la crítica revalorizara aquella vieja producción de 1925, filmada en Andes Film y en la antigua chacra del mayorazgo Cerda en Tobalaba— debía seguramente significar para él una gran satisfacción. “Fue para mí una pena horrible”, respondió Pedro. “Porque a esa copia le faltan escenas enteras, tiene innumerables cortes y ya no es ni la sombra de lo que fue”.
Una vez filmada la película se convirtió en éxito de taquilla para la época. Tanto así que un aviso publicado en El Mercurio el 31 de diciembre de 1925 decía: “A los 109.857 personas que en cinco semanas han visto “El Húsar”, les recomendamos ver “Canta y no llores corazón”.
Mario Godoy Quezada nos cuenta que el personaje que siguió en popularidad al de Manuel Rodríguez no fue ni el de la novia del guerrillero ni el de Marcó del Pont, sino el del simpático “Huacho Pelao” —interpretado por el joven suplementero Guillermo Barrientos—, un astuto rapaz que decide unirse de trompeta a las improvisadas huestes patriotas del húsar.
Su última película fue “La última trasnochada” hecha un año después en los estudios de Andes Films ubicados en Teatinos 42, a un costado de La Moneda. Pedro en esa época se desempeñaba como director artístico de aquella compañía. Al respecto nos cuenta una anécdota: “Una noche filmábamos una escena en un burdel elegante que me pareció muy atrevida para la época. Se lo comuniqué a mi amigo Daniel de la Vega, que también tenía un papel en esa película, y él la aprobó entusiasmado.
En un momento determinado, yo, que se suponía estaba de francachelas, tomaba reciamente a una actriz, la besaba y la sentaba en una de mis rodillas.
Luego, como máxima muestra de adoración, sacaba uno de sus finos zapatos y tomando una botella de champaña escanciaba su líquido en él, bebiendo hasta el último sorbo, ante las risas y aplausos de todos los presentes… La escena nos pareció magistral. Pero el Consejo de Censura de aquel tiempo no opinó igual…, ¡y fue cortada totalmente, estimándosela demasiado pornográfica!”.
El teatro y la bohemia.
La generación de Pedro Sienna encarnó a la nueva clase media —“un grupo heterogéneo: profesionales, empleados, militares, pequeños comerciantes y empresarios, técnicos y artistas ”— que tomaron un protagonismo social que se consolidó en 1920 —fecha en que Arturo Alessandri llegó a La Moneda—, y que pasados por el cedazo del centenario, fueron los primeros muchachos en recibir la educación pública, en reflexionar críticamente sobre las condiciones de desigualdad de la clase obrera, y en hacer preguntas como: ¿Por qué no existía un teatro netamente nacional, que “hiciera frente a la presencia extranjera y planteara temas propios”?
Así surgieron las primeras compañías nacionales, en lucha permanente con infinitas dificultades, con una formación netamente autodidacta, dejando atrás la influencia española que había primado hasta ese entonces en el oficio. Era un tiempo en el que dado el naciente nivel actoral, era difícil sostener un espectáculo con los requerimientos que el público exigía. Se esperaba de nuestro teatro, recuerda Daniel de la Vega, “salas desbordantes de espectadores, una sucesión no interrumpida de triunfos, actores impecables; todo lo que no se exige a compañías extranjeras.
Las ciudades chilenas no poseen poblaciones inmensas que puedan sostener por mucho tiempo las mismas compañías. Si en un teatro de Santiago actúa dos meses una compañía extranjera, con regular concurrencia, nadie habla del fracaso de ese conjunto. Pero si una compañía chilena trabaja seis meses con regular concurrencia, cuando termina se habla de desastre, de que es imposible sostener el teatro chileno”.
Sienna, pese a su importante incursión en la pantalla, siempre prefirió las tablas a las que consideraba un arte verdadero al igual que la literatura. “Muy hermoso será el cine —afirmaba— pero no tiene el encanto de la escena. Nada hay que pueda compararse con el trabajo directo frente a un público que se entusiasma, que ríe, que se emociona y aplaude generosamente”.
Educado en el oficio en la escuela española de Jambrina, en 1917 se unió a Enrique Báguena y Arturo Bührle —ambos cómicos igualmente educados en un conjunto extranjero; el de Raúl Pelicer, “un viejo actor español que con su familia y un puñado de cómicos hacía jiras por el sur dando obras españolas y chilenas”— e integró la Primera Compañía Nacional. Y fue la primera, porque hasta ese momento no existió ninguna que viviera sólo del teatro y para el teatro. Comenzó aquí cuando filmaba “El hombre de acero”. En ese momento estaba presentándose con una temporada de género español en el Teatro San Martín con la obra “Los perros de presa”. Una noche, después de una función, le llegó a su camerino una nota firmada por Bührle y Báguena. Querían hacerle una oferta. Lo recuerda así: “Efectivamente después de la función me reuní con ellos. Fuimos a un quiosco de la Avenida Matta, donde vendían café con leche y sopaipillas y me expusieron su plan.
—-Tenemos el “Teatro Palet” de Talca. Ahí pensamos debutar con la primera compañía chilena… ¿Quiere venirse con nosotros de primer galán?
¡Mecachis! Delante de ese proyecto acariciado tanto en vano, mandé al diablo mis sueños de vagabundaje fuera del país y acepté al tiro. Estreché la mano de los dos artistas y el compromiso quedó sellado con sendos tragos de aguardiente de sustancia, que en el quiosco servían de contrabando en tacitas de café.
¡Así firmábamos los contratos en 1917!
Debutamos en Talca.
La misma compañía “Báguena–Bührle” con ligeras variantes en el personal duró cerca de tres años, estrenando todo el repertorio chileno de entonces”.
Esos años, junto a la primera compañía nacional, trabajó en dramas y comedias de Hugo Donoso —autor de la popular obra “Los payasos se van”—, Juan Manuel Rodríguez, Víctor Domingo Silva, Armando Moock, Hurtado Borne, Videla y Raveau, Cariola y Frontaura, Guillermo Bianchi, Aurelio Díaz Meza, Valenzuela Aris, etc.
En el primer elenco estaban la hija del mismo Arturo Bührle, Mariíta —de quien posteriormente Sienna fue padrino de matrimonio y que en esa época apenas tenía cinco años y cantaba tonadillas—, Elsa Alarcón, Elena Puelma, Asunción Puente, Pilar Matta y La Morita, “una muchacha andaluza muy alegre, que había sido bailarina y que en una noche de mayo se envenenó con láudano” . Entre los hombres estaban Arturo Bührle y Enrique Báguena, los empresarios y pilares fundamentales del grupo. Además: José Doménech, Manuel Olmedo, Ernesto Rocuant, Juan Mirabé, Juan Cabot, etc.
Con el tiempo, el éxito cosechado y los crecientes recursos de la compañía, entraron nuevos y más conocidos actores como Evaristo Lillo, Luis Romero y Z., Enrique Sigol, Humberto Onetto, Ítalo y Nemesio Martínez, entre otros.
Sienna, pese a incomodarse a veces por su prominente altura —un metro ochenta—, encontraba en el escenario el terreno propicio para la más ancha y plácida desenvoltura. Tenía una gran proyección de voz y se sabe que su gran virtud en las tablas era la tranquilidad. Ésta —recuerda Daniel de la Vega— “lo capacita para hacer detalles interesantes. Voy a darle a usted un ejemplo. Hay que escribir una carta en escena. Cualquier actor va al escritorio, toma la pluma, escribe la carta y la pone en el sobre. Nada más. Pedro, no. Va al escritorio, toma la pluma y la examina. Ve que está deteriorada. Tira la pluma y coloca otra nueva en el lapicero. La prueba y escribe. Son detalles pequeñitos, pero que tienen valor”.
Sienna, al referirse a actores frustrados (no fracasados), ponía el ejemplo de sus primeras actuaciones. Afirmaba que esta clase de profesionales son los que no pudieron aprovechar las facultades naturales para desarrollar más de un papel. “Me vi obligado —cuenta— a hacer exclusivamente galanes en mis comienzos, sin poder interpretar tipos. Los galanes de las comedias en el teatro chileno de mi tiempo estaban casi todos cortados por la misma tijera. Eran muchachos sentimentales, con poca enjundia, si califica aguachentos, sin carácter fuertemente definido. No había casi de dónde aferrarse. Excepciones —en personajes como—: Juan Antonio de “Pueblecito”, Rafael de “Los payasos se van”, Manuel de “Los copihues”.
Sus esfuerzos eran mayúsculos a la hora de interiorizarse en un papel. En una ocasión una obra requería que actuara de oriental. Lo que hizo fue sentarse por horas con el dueño de un restaurant chino intentando copiar hasta el más mínimo gesto.
Era taxativo al hacer hincapié que en su época el dedicarse a la actuación era una verdadera proeza: “En aquel tiempo —recuerda— no era cosa de decir como ahora: voy a estudiar teatro y llegar a la calle Huérfanos 1117 a matricularse. Es decir “voy a ver si resulto en eso”. No era como ir a comprar una cafiaspirina. La cosa era distinta. Decidías la vida. Por eso la característica del actor de mi tiempo es el temperamento, la vocación. Había que estar muy seguro de sí mismo para elegir esa carrera, para “casarse con el teatro”.
Solía impresionarse de cómo las cosas evolucionaban. Mientras que en sus tiempos de actor los ensayos se hacían de un día para otro, improvisándolo todo y en un ajetreado ritmo a veces de tres obras por semana, en el Teatro Experimental y demás conjuntos independientes que florecieron después del 40, según decía, por otra parte “se elige una obra, se estudia por el que va dirigirla un mes, dos meses o más, a veces después de muy meditado, se saca una copia total de la obra y se reparte al elenco elegido para interpretarla, se ensaya dos meses, tres o cuatro y en ocasiones hasta seis y cuando los papeles se saben de memoria (o memorizados como se dice hoy), se estrena sin apuntador. Naturalmente que después de habérsele dado varios ensayos generales “con todo” (decorado, luces y el personal vestido y caracterizado)”.
Luego de pasar por la primera Compañía Nacional, se sabe formó parte como primer galán de la de Mario Padín, participación que habría de recordar en uno de los artículos sobre teatro que escribió para la revista Claridad de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile en 1920. Conjuntamente se formó en octubre de 1921 un Centro Artístico Nacional Pedro Sienna, donde es probable que haya impartido clases de actuación al mundo obrero. Las pequeñas asociaciones de artistas aficionados siempre fueron para él un compromiso que según sabemos mantuvo inclaudicable hasta muy entrada la década del 40, siendo reconocido en el 46 por "la Federación de Artistas Aficionados".
Sabemos además que formó su propia compañía en 1930. Su estilo fue el Gran Guiñol, método nacido en Francia en las postrimerías del siglo XIX y hecho para sorprender a base de violentas emociones. Era un teatro intenso, duro, de improvisadas acciones extremas más que de argumentos pensados. Su compañera en esta empresa fue la actriz Elsa Alarcón quién, como él, comenzó con Bührle y Báguena. “Me entró no sé por qué, el capricho de hacer en Chile ese teatro demasiado fuerte, truculento y turbio denominado de “grand guignol”, fue ella, Elsa Alarcón, la actriz que yo escogí entre todas, para soportar a mi lado el peso de esa gira en la que juntos estrenamos buen número de obras de ese género que lograron un éxito completo ante los públicos más exigentes”.
Las obras que presentó dentro de este estilo y que más se destacaron fueron “Los ojos verdes” y Noche de espanto”.
Sienna, aunque supo capitalizar bien la experiencia, al contrario de Báguena nunca fue buen empresario. La única vez que ganó buen dinero en el teatro, que fue en esta época, se lo robaron en una gira al norte.
Posteriormente, a fines de 1934, se integró a la efímera compañía que la actriz española María Llopart había formado para hacer una gira por el sur. Entre los miembros, que eran todos amigos, estaban, además de Sienna, Rogel Retes, Carmen Heredia, Julián Guevara, Albina Saavedra, Esperanza Di Marías, Carlos León y como apuntador el español Adolfo Vega, alias el “Veguita”. De esta experiencia Rogel Retes rescata una divertida anécdota: “Cierta noche que actuábamos en Traiguén, y representábase la comedia de Serrano Anguita intitulada “Río Dormido”, María, que siempre ha sido tímida para estudiar, no se sabía la obra, por lo que el apuntador al verla vacilar, haciendo bocina con la mano, alzó el tono de voz, lo que molestó al público y se oyeron varios schisss. María, que hacía el papel de Marquesa, de los Vallados, se puso más nerviosa y, sin disimular, chistó ostensiblemente al consueta, que la miró en silencio, como diciéndole, “así me pagas ingrata”. Siguió la escena con el marqués que lo hacía Sienna, con la seguridad de costumbre. Pero María volvió a trabucarse, sin saber lo que decía; Veguita, sin más idea que defender a la actriz, nuevamente levantó un poco la voz, pero esta vez no fue el público, sino María, quien chistó como dando a entender a la concurrencia, que el apuntador no sabía lo que tenía que hacer. Adolfo Vega clavó una mirada tan elocuente en María, que todos pensamos de inmediato en la progenitora de la actriz empresaria.
En una intervención violenta Pedro Sienna termina así su parlamento: “que tú eres una pobre mujer, y que yo soy un hombre incapaz de ahogar por siempre la voz de tus codicias”. Ella tiene que decir con dolor y sorpresa: Sí, Federico, sí… ¡Insúltame!... ¡Golpéame!... No tengas duelo. No te arrepientas. Si estoy alegre… ¿No lo ves? ¿No ves mi alegría porque gritas al fin?... Bueno, la pobre María se metió en un jardín, del que no sabía cómo salir. Decía una serie de cosas raras, que no tenían nada que ver con el argumento. Entonces Vega, al verla en situación tan desairada, para sacarla del atolladero, levantó la voz, pero ella, lejos de agradecerlo, con uno de sus acostumbrados gestos destemplados, sin importarle nada el público, volviéndose al apuntador lo chisto groseramente, éste reaccionó en forma lógica, le tiró el libro a la cabeza y abandonó furioso la concha. Menos mal que en el entreacto se calmaron los ánimos, y al terminar la función todo se había olvidado”.
La carrera de Pedro Sienna, desde 1920 hasta su retiro un par de décadas después, coincidió en pleno con el auge y proliferación del teatro nacional. Hubo un aumento de compañías, “y ya —como nos cuenta Rubén Sotoconil— los actores podían financiar su existencia con el ejercicio de su profesión. Surgieron unos mil autores dramáticos, aunque no todos fueron estrenados. Circulaban las obras de Antonio Acevedo Hernández, Hugo Donoso, Daniel de la Vega, Leiva Chadwick, Vicente Huidobro, Adolfo Urzúa Rozas, Aurelio Díaz Mesa. Asomaban Carlos Cariola, Armando Moock, Carlos Barella, Lautaro García, Nicanor de la Sotta, Nathanael Yañez, Eduardo Barrios, Rafael Raveau, Germán Luco Cruchaga. Los actores más conocidos eran Arturo Bührle, Enrique Báguena, Evaristo Lillo, Elsa Alarcón, Alejandro Flores, Pedro Sienna, Enrique Barrenechea, Rafael Frontaura, Ítalo Martínez”.
Paralelamente al trabajo constante anunciado con bombo en las grandes marquesinas, Sienna llevó adelante, como una infatigable actividad el teatro infantil – con obras como “El califa de Bagdad” y “El príncipe vagabundo”. Pero su labor más importante fue el Teatro Obrero. Éste último tuvo de precedente las organizaciones teatrales que Luis Emilio Recabarren había sembrado desde 1912 en el norte. Hubo una federación de teatro obrero, constituida por artistas aficionados y que como profesores contaron con Sienna, de la Sotta y Acevedo Hernández. Sienna, entre gira y gira, enseñaba —en estos también llamados “conjuntos artísticos”— además de actuación, maquillaje y utilería. Esta labor la continuó hasta muy entrada la década del los 60. De hecho, en 1966, cuando se revisó su trayectoria en los veinte años precedentes a razón de su postulación al Premio Nacional de Arte, se notó la existencia de más de 500 conjuntos artísticos que llevaron su nombre. La mayoría eran esporádicas luces. Se ensayaba rápidamente y al estreno, en algún viejo galpón o sindicato, muchas veces sólo llegaban parientes y amigos. No por nada Rafael Frontaura escribió una semblanza del actor, afirmando: “Pedro Sienna ha sido emblema y penacho en este teatro chileno, hecho de esfuerzo y heroísmo. Ha subido a los tablados más miserables de lejanos puebluchos, y a los importante escenarios bien barnizados de las grandes capitales”.
Desde 1930 en adelante, el teatro nacional empezó una etapa de crisis. Si bien la cantidad de estrenos no disminuía, la actividad en sí dejaba de ser atrayente en un país donde aparecían nuevas expectativas y las tensiones sociales en constante ebullición demarcaban un nuevo escenario social y político. El teatro comenzó a ser visto como un arte menor y, entrando a competir de lleno con el cine mudo fue a franca pérdida.
Siguiendo esta línea, ya en 1935 la actividad teatral de Pedro Sienna, cada vez menor, se restringía a apariciones fugaces. Se anunciaban con gran prensa sus trabajos. Como ejemplo se puede mencionar su papel en la obra de Joarcy Camargo, “Dios se lo pague”. La empresa robó su entusiasmo gracias a que Elsa Alarcón, quien presentó dicha obra anteriormente con mucho éxito en Perú, le pidió que volvieran a trabajar juntos. El celebrado estreno fue en el Teatro Franklin y participaron, además de Sienna y Alarcón, Humberto Carrasco, Manuel Olmedo, María Carreras, Armando León, etc.
1944 fue el año en que definitivamente dejó la actuación. Afirmaba que era triste llegar a viejo y ser solamente actor. En ese momento su amigo Hugo Silva —hermano de Víctor Domingo— que trabajaba en La Nación, le dijo que dejara de dar vueltas en el teatro y se estableciera en el diario, con un sueldo más seguro. Así entró como jefe de archivo y periodista al diario estatal.
Desde ese año hasta su muerte en 1972, sólo claudicó una vez en su retiro. Fue en 1962, cuando aceptó dirigir la obra “Entre gallos y medianoche” de Carlos Cariola, en el Teatro Universitario de Concepción. De aquel trabajo, junto a Jaime Vadell y Delfina Guzmán, guardó hasta sus últimos días el más grato de los recuerdos. Siempre agradeció que después de tantos años volvieran a llamar a un viejo actor para pisar nuevamente las tablas.
Su gran trayectoria en los escenarios le valió, durante su vejez, el Premio Nacional de Teatro. A razón de esto, la Asociación Chilena de Escritores organizó una cena en homenaje a los colegas que se destacaron durante aquella temporada. Mario Ferrero, quien compartió con Pedro Sienna los infinitos trasnoches en las viejas oficinas del diario La Nación, recuerda a propósito de este evento un anécdota: “Pedro está en la mesa de honor, silencioso, confundido. Se le ve cansado y un tanto ajeno a la desordenada ceremonia intelectual. Pero he aquí que Pancho Coloane se levanta para ofrecer la manifestación y lo hace en un lenguaje achispado, fraternal, en el que va recordando los viejos amores del actor, su trayectoria periodística, la vida de entretelones, el eterno secreto de las bambalinas. A Pedro se le iluminan los ojos y pronuncia un discurso emocionante que hace llorar a las doncellas, pone celosos a los galanes, despierta la euforia general. Y allí está a las tres de la mañana, rodeado de mujeres hermosas, lleno de fuego romántico, como en los mejores tiempos de su juventud” .
Trasnochadas
Pedro Sienna fue, ante todo, el representante más auténtico de una época romántica. La vida del teatro y del cine traía, por añadidura, un prodigioso ajetreo. Las arduas labores artísticas encontraban su descanso finalmente en los cafetines de barrio, en los concurridos locales y esquinas del centro, o en las largas caminatas nocturnas a la luz de las estrellas. Esa generación, la nueva clase media chilena de comienzos del siglo pasado, quería romper con el estructurado canon de los padres, con las trabas conservadoras del pasado, e imponer, con irreverencia, un estilo de vida en el escenario social donde la profesión de actor no era para nada bien vista. En este aspecto para esa variopinta raza de muchachos, la noche y la farándula eran los más singulares espacios de desahogo, conversación y bohemia. Una bohemia única —y como nos cuenta Rafael Frontaura—: “distinta a la de otros países. Aquí todos los artistas andábamos juntos y nos encontrábamos en los mismos sitios (…) Todos éramos amigos y realmente se rendía culto a la amistad. Qué tiempos aquellos. Qué lindas lecciones de bondad y compañerismo se recibían entonces. Todos nos queríamos”.
Se pululaba en diversos lugares, verdaderas y estimulantes colmenas de conversación e intercambio como el bar Olimpia en la calle Huérfanos, entre Ahumada y Bandera, frente al viejo Teatro Royal, sitio que en una ocasión se presentó Carlos Gardel que en esa época —1915— no cantaba tangos sino canciones folclóricas. Estaba cerca la Confitería Palet, en Estado, al llegar a Plaza de Armas. Ambos eran puntos de reunión para periodistas, escritores y actores. Entre ellos encontramos la pintoresca figura del poeta colombiano Claudio de Alas, sus atuendos de luto y su moteada cabellera rubia, que dejaba en evidencia algún ascendente mulato. Además a Hugo Donoso, Pedro Sienna, Armando Moock, el irreverente Coke, Andrés Silva Humeres, Jorge Hübner, Pepe Vila, Chao, y tantos otros.
También estaban el Centro Español —“amable y acogedor refugio para los cómicos, periodistas y poetas, que gustaban cenar a eso de las tres, con sabrosa sobremesa hasta la madrugada, enconadas discusiones sobre tópicos de arte, comentarios intencionados de la actualidad palpitante, entre brindis, chistes y versos”— y el Centro Catalán. Pedro Sienna, ya viejo, recordaba con nostalgia sus andanzas nocturnas con su inseparable Frontaura por este último sitio: “¿Cómo olvidarlo? En cuanto nos borrábamos el maquillaje de la cotidiana faena teatral, Rafael y yo partíamos a cenar con rumbo a ese añorado Centro Catalán, que estaba en los altos del Portal Mac Clure y cuyos inmensos ventanales daban a la Plaza de Armas. Recalaban primero ahí todos los cómicos que actuaban en la capital y lo invadía luego una caterva bohemia y bulliciosa, inclasificable por lo heterogenia. Cuando dicha parroquia nos dejaba en paz, repartida, jugándose “al cacho” lo consumido y por consumir, o se iba adentro de las mesas de poker y bacará, nos aislábamos en un rincón, frente a una garrafa de “clery” bien helado y un botellón del bueno —según— y puestos a arreglar el mundo solíamos extraviarnos en bizantinas disquisiciones, hasta que el amanecer nos pintaba de azul el cielo y en la plaza empezaban a cantar los pajaritos”.
La infatigable bohemia continuaba en locales como El Submarino en Eleuterio Ramírez, el viejo palacete de Vicente Huidobro en la calle San Martín con Alameda, el Papá Cage, el Hotel París, La Confitería Torres, y tantos lugares como horas eternas tenía la noche.
Era común que los actores de teatro se juntaran en Estado con Merced, lugar conocido como “la esquina de la puñalada”. Allí charlaban de lo humano y lo divino, de las últimas minucias que subyacían en el escenario o en vestidores, camerinos, viajes y giras. “En esa esquina, constantemente estremecida por gritos y automóviles, espesa de gente apresurada, de suplementeros, de grupos que esperan tranvías y chiquillas que pasan —ágiles y claras— hacia las tiendas, a perder toda una mañana de verano en elegir un botón; en esa esquina bulliciosa y estrecha, todas las tardes se reúnen los cómicos. Cada actor sabe que allí, tranquilamente, puede tomar el sol, fumar un cigarrillo, y decir que el compañero es un desgraciado que no se sabe la escena. Allí Báguena luce su sombrero perla, y Sienna sus escandalosas carcajadas”.
Eran días intensos para el teatro nacional. Las obras se sucedían con fuerte intensidad, repletando las carteleras iluminadas un gran número de estrenos, a veces hasta tres por semana en un mismo teatro. Las giras eran pan de cada día, recorriéndose todo el país, llegando, minuciosamente, hasta los más insignificantes villorrios y caseríos. Los cómicos tenían miles de fans y amigos en cada pueblo por donde pasaban. Un día se vivía la gloria y al siguiente el fracaso más rotundo. Pero poco importaba. El trabajo se hacía a pulso, con improvisación, mística y entusiasmo.
Sienna nos cuenta: “El teatro tiene una fascinación espacial: atrae como una mujer imposible. Uno se encariña con el camarín, con los viajes, las caras nuevas, las expresiones desconocidas y una misma emoción (…) Yo hice teatro en la época heroica. Nos marchábamos unos cuantos cómicos por esos caminos como quien va a descubrir tierras. El tren negro, marcando su ruta con humo, jadeando siempre, rechinando como si fuera molesto y en los coches nosotros, hablando desenfrenadamente, observados por los viajeros que van a sus tierras, preocupados de sus negocios, de sus bueyes, de sus siembras, de sus mujeres gordas y de sus hijos calaveras que ya han leído versos y que saben que más allá del cerco del fundo hay otras cosas. Llegábamos a algunas estaciones y aprovechábamos de jugar como niños en las plazas que hay siempre en esos sitios. Esos pueblos ocultos que no están en el mapa, que sólo aparecen en la geografía de Espinoza, son maravillosos. A ellos se llega en carreta. Los asistentes a la función llevan sus sillas. Visten trajes pintorescos y son de emoción simple. Nos creen seres de otra carne, así como estampas de otra tierra (…) En algunos pueblos pagaban la entrada con gallinas o huevos. ¡Oh! Tú no sabes. Y el paisaje y la noche. En todas partes existe el cariño ancho de los chilenos”.
* * *
En esos años, el espectáculo —popularizado de la mano de estos nuevos artistas— dejó el centro de nuestra capital. Allí la noche se volvió más señorial y solitaria. Los nuevos barrios nocturnos estaban en el lado sur. En la calle San Diego, con sus tranvías brillantes y su viva luminaria. En esas calles mágicas se vivía el nuevo acontecer de actualidad, la conversación hasta el amanecer, la cita posterior en la taberna junto a la pianola o entre las mismas bambalinas de los teatros.
El Teatro Esmeralda, en la esquina de Aconcagua, y el Coliseo Nacional, en Arturo Prat, eran refulgentes refugios de bohemia e incesante vida. Ambos, fundados en esta época, se perfilaban como una tenaz competencia mutua. Se pensaba que el combate sería mortal para uno de los dos. Pero no. Y es que “este barrio —San Diego, como nos cuenta Daniel de la Vega— , que es tan intenso, tan ruidoso, tan enamorado de la noche, tan sediento de vivir, no quiere comprometerse con nadie y para cada cómico tiene un aplauso”.
Así transcurrían las noches. Los adolescentes se paraban a hablar en el hall de los teatros, y oyendo el ensayo de sus orquestas, aprendían a tararear el último tango de moda. El Coliseo Nacional, que al principio se llamó Teatro Arturo Prat —y del que hoy, a diferencia del Esmeralda, no quedan ni las ruinas— recibió en sus tablas la más estrafalaria antología de espectáculos: ópera, zarzuela, melodrama, sainete, variedades, boxeo, lucha grecorromana, revistas y otros. Hicieron leyenda allí Nicanor de la Sotta y la compañía de Antonia Pellicer. Y es que la infraestructura de este Coliseo —como recuerda el actor Rogel Retes— “reunía condiciones para presentar cualquier espectáculo por difícil que fuera. Todo era amplio. Su escenario, uno de los mejores después del que tiene el Municipal, lo colocaba a la cabeza de los teatros capitalinos”.
Pero el teatro Esmeralda era considerado por muchos el centro de diversión más importante de la populosa zona sur de nuestra ciudad. Todos los artistas que llegaban a la capital en el año 20 pisaron sus tablas. Se dictaban conferencias y se proyectaban películas. Su amplio hall fue salón de bailes y punto de encuentro para actores, poetas, músicos y cineastas. “Un pequeño mundo nervioso y entusiasta pululaba en torno a este teatro, como no lo ha visto hasta ahora ninguna sala de Santiago. Siendo tan nuevo ya estaba lleno de recuerdos”.
El barrio San Diego fue para esta generación un deslumbrante foco para sus correrías. Al final de las funciones los amigos se reunían en torno a la comunión del vino y el café. Rafael Frontaura, quien ensayaba y presentaba obras en el Coliseo junto a la compañía de De la Sotta, evoca: “Al final de la función venía casi siempre a buscarme Pedro Sienna, e íbamos a tomar un trago al bar La Mariposa, de la calle San Diego, y luego salíamos a vagar por las calles, haciendo mil proyectos, barajando sueños imposibles, diciendo versos, conversando de teatro, el tema inagotable para nosotros. Yo le contaba a Pedro mis indecisiones ante la dificultad insalvable que se me presentaba de superar mi complejo de inferioridad, de llegar a ser algo en el teatro. Pedro me animaba fraternalmente, y sus palabras estimulantes tenían siempre la virtud de acicatear mi voluntad debilitada y de hacerme seguir adelante con renovado brío”.
Pedro Sienna consideraba que la farándula era azarosa y aventurera. “El que se inclinaba hacia ella y quería seguir su rumbo tenía que ser también un poquillo aventurero. Una cosa traía a la otra. Un espíritu tímido y apocado no se atrevía a cruzarse por ese camino” , decía.
El escritor
La camada de autores teatrales surgida en los años de Sienna vio su máxima creativa entroncada con la generación de autores del año 13; la convivencia con escritores como Pedro Prado, González Vera, Augusto D'Halmar y otros, dieron la simiente para una rica variedad de producciones en el área de la dramaturgia. Autodidacta neto, entusiasta en el arte del verso, Sienna escribió varios libros, rozando múltiples estilos; fue redactor de crónicas en Zig-Zag, El Mercurio, En Viaje, Las Últimas Noticias, etc., aunque su casa predilecta fue La Nación.
Su primer libro, “Muecas en la sombra”, vio la luz en 1917. Luego vinieron “El tinglado de la farsa”, “La caverna de los murciélagos”, “La vida pintoresca de Arturo Bührle” y “Recuerdos del soldado desconocido”. Por supuesto como actor escribió obras de teatro entre las que encontramos “Un disparo de revólver”, “Las cabelleras grises” y “La pagoda Azul”. Su fecundidad creativa en las letras tuvo su máximo auge entre 1917 y 1931, que fueron los años en que publicó los libros y obras mencionadas. Su trabajo más abundante fue en poesía. Sus dos primeros volúmenes —“Muecas en la sombra” y “El tinglado de la farsa”— fueron en verso. Luego siguió la crónica con una biografía dedicada a su querido amigo Arturo Bührle, para finalizar su producción en este aspecto con una antología de cuentos militares basados en las hazañas de su padre durante la Guerra del Pacífico. Su libro más curioso, incluido por algunos en el género de ciencia ficción, fue “La caverna de los murciélagos”, en que nos cuenta sobre una misteriosa sociedad subterránea de seres alados.
En la década del 30 su trabajo periodístico mayor fue para Zig-Zag. Eran artículos muy chispeantes sobre la vida nacional, el teatro y la política.
En 1938, año en que los anhelos de reivindicación social de la clase media lograron cristalizarse en gobierno, subiendo al poder el profesor público y radical Pedro Aguirre Cerda a la cabeza del Frente Popular, Sienna, con ideas socialistas, integraba la Unión de Intelectuales en Defensa de la Cultura. Esta organización fue fundada por Pablo Neruda y el poeta y periodista argentino Raúl González Tuñón. Pretendía ser un símil de la iniciada por el Congreso Antifascista de Valencia, y agrupó más que ninguna otra organización nacional a los escritores en los años del Frente Popular.
Además en 1938, el 5 de septiembre, fue asesinado su primo Mario Pérez Perreta en el edificio del Seguro Obrero. Era parte de los jóvenes nacistas que intentaron derrocar a Arturo Alessandri para asegurar la candidatura de Ibáñez y la Alianza Popular Libertadora. Aquella juventud masacrada por Carabineros produjo profunda impresión en Pedro Sienna. Escribió para el primer homenaje de los hechos —el 5 de septiembre de 1939— uno de los poemas más significativos sobre la matanza. Se tituló “Hace un año” y circuló e hizo noticia junto a los textos de Tito Mundt, Blanca Luz Brum, Carlos Droguet, Daniel de la Vega y Víctor Domingo Silva.
* * *
Ya retirado del mundanal bullicio de una época que poco o nada tenía que ver con sus pasados días de gloria, lejos de mantenerse inactivo, sus esfuerzos comulgaron con el necesario ejercicio de escribirlo todo: poemas, aforismos, cartas y artículos. Se quedaba tecleando en su máquina de escribir hasta la madrugada. Esperaba el sueño, acunando siempre algún libro entre los brazos. Para todo tenía una opinión, aunque no siempre era escuchado. Escribió un poema sobre el Campeonato Mundial de Fútbol de 1962 —Magister Dixit— que no publicaron los diarios capitalinos aunque sí consiguió ver la luz en El Mercurio de Antofagasta.
Sus últimos tiempos, a principio de los 70, fueron tranquilos. Salía poco y pese a que colaboró activamente en las cuatro candidaturas de Salvador Allende y el Presidente lo admiraba, se mantenía alejado de la política. Daba conferencias en la Sociedad de Escritores, en la Universidad de Chile y en la Sociedad de Autores Teatrales. Iba mucho al Cine Avenida Matta, de donde de vez en cuando volvía comido por las pulgas que abundaban en las esmirriadas butacas del recinto. De todos modos llegaba alegre, comentando el rotativo de tres películas y riéndose de la cara de perro pequinés que según él tenía Brigitte Bardot.
Recibía con afecto paternal a los amigos jóvenes. Eran escritores, impresionados por la mística de este hombre elegante, de ávida melena canosa, pulcro en el vestir, dueño de una importante biblioteca, que fumaba con boquilla, usaba un gran anillo de oro con sus iniciales y hablaba con propiedad de amores, vivencias y aventuras de la noche. Entre ellos estaban Fernando Kri, Mario Godoy Quezada y su querido sobrino Hugo Urrestarazu Silva. Pero su cariño más grande, su primera devoción, era su hija Carmen Julia de quien siempre presumía “su chochez”, en la prensa o ante los amigos.
La encrucijada de la vida lo encontró en el olvido y en una digna pobreza. Solventaba los gastos, apenas, con su jubilación de periodista. En 1972, a los 79 años y sin desprenderse de sus interminables y anhelados proyectos —poemas, crónicas y libros, entre los que se puede nombrar una historia del cine mudo chileno—, se mantenía tranquilo. Tenía la virtud de haber sabido sobrevivir sin amargura, la de haber acumulado años sin envejecer. Su casa —en la calle Carmen 1014—, aunque repleta de las más pintorescas complejidades de un artista —cuadros, esculturas, libros y rarezas de toda índole que le gustaba comprar en remates y casas de antigüedades—, era un hogar sencillo, donde el viejo cómico vivía en austeridad junto a su mujer “la Julita” Benavides y su hija.
Postreramente —el 27 de diciembre de 1967, al año después de jubilar de La Nación— recibió el Premio Nacional de Arte. Lo aceptó con modestia, afirmando que, como él, había otros merecedores con meritos más que suficientes.
Dueño de una rústica casita de madera en el balneario de Aquelarre frente al lago Vichuquén, pintaba ante ese paisaje bucólico algunos pequeños cuadros al óleo. Antes de morir, ya con la salud muy decaída por una afección pulmonar, hizo allí un último viaje. Sus cercanos pensaron que le haría bien el aire puro. Pero no. Sentía frío y se envolvía en una manta para poder tomar el fresco. De todos modos estaba contento de ver el lago nuevamente. Fue la última vez. Se sintió mal y lo trajeron de urgencia a Santiago, donde quedó internado el 7 de marzo en el Hospital del Tórax. La vieja herida, que tanto había mencionado en su bohemio recitar, se agitaba esta vez en el pecho como un último dolor. “¿Qué tendré que me dan remedios y no sano?”, le dijo a su querido Fernando Kri. Nunca pensó que moriría. Creía que los dolores serían transitorios, que pronto se reincorporaría a la normalidad de sus quehaceres, que volvería a corregir los últimos poemas que lo esperaban sobre el escritorio. Fernando Kri, el inseparable amigo joven, a quien amaba como a un hijo, se despidió de él. Pedro Sienna estaba sonriente. Sus últimas palabras fueron: “No me va a pasar nada porque Ud está conmigo”. Murió el 10 de marzo, en la madrugada. Su rostro fue el de un muerto amable. Sus facciones marcadas esbozaban una tenue gentileza que podría decirse era la sonrisa de quien se marcha habiendo cumplido una misión extraordinaria. Fue velado en la Sociedad de Escritores, en la calle Simpson 7. El cortejo que despidió los restos de Pedro Sienna, el poeta de las trasnochadas, el que dijo “que siempre sea mí cantar una canción de juventud”, fue aunque contundente en emotividad, modesto en concurrencia. Su última morada fue el mausoleo del Círculo de Periodistas. Habló Juan Pérez Berrocal en representación de la Asociación de Autores Teatrales. La voz del actor se quebró en varios pasajes al evocar al querido amigo que partía. Hubo delegados en representación de los escritores socialistas y del Círculo de Periodistas así como de los escritores de Valparaíso. Luego fue el turno de Luis Merino Reyes quien hizo un recorrido biográfico a su vida, hablo de su amor por la incansable faena en los desgastados escenarios, de su modestia que nunca ostentó, como otros, los premios ni su largo recorrido triunfador en los ajetreados y cambiantes rumbos del arte nacional. Merino Reyes terminó su discurso diciendo: “Y ayer, un llamado telefónico nos dio la noticia que nunca habríamos relacionado con su persona, con su mirada de eterno y joven héroe. El amanecer del 10 de marzo de 1972 sólo mediría su contorno yacente. El astuto y escurridizo húsar de la muerte había caído en su celada, una voz cálida y generosa había enmudecido, el destino de un hombre dado al arte y la literatura, se convertía en preclaro ejemplo”.
Un cronista dijo que aquel funeral fue una especie de congreso de viejos fantasmas, de aparecidos; hombres de teatro, cine y literatura de un Chile perdido. “Sus funerales tuvieron un extraño significado. Salieron al parecer de sus casas en donde viven, quizás sus horas o momentos de ancianidad ya, numerosísimas personas a quienes no se les veía por la calle desde hacía tiempo. Eran verdaderas apariciones. Y muchas de ellas llorando, o con la emoción visiblemente exteriorizada en el abrazo que daban a sus conocidos: artistas, actores, actrices, escritores, periodistas de otras épocas”.
Con Pedro Sienna murió un país. En adelante se dejaría de vivir de noche por muchos años. Al desaparecer el viejo actor también se puso un sello al Chile de la bohemia y las trasnochadas, el país de los poetas, los grandes actores y sus conversaciones hasta el alba.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Apuntes sobre Pedro Sienna, el soñador.
Por Emiliano Valenzuela