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Violencia y sentido

Por Pablo Torche
Publicado en El Mostrador. 22 de Octubre de 2019



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Tratar de explicar no es justificar. Por el contrario, buscar las razones de fondo del estallido social que está viviendo Chile es la única forma de hacerse cargo del mismo, y superar también los graves episodios de violencia vandálica que han sacudido al país. Restituir el orden y la seguridad es un objetivo de todos, pero si se transforma en el único objetivo, termina por volverse también violento, y solo profundiza el problema. La forma de consolidar una sociedad verdaderamente más segura, y en paz, es enfrentar las causas de la violencia y darles respuesta.

La crisis que explotó el fin de semana responde a un drama social profundo, inocultable del país. Las teorías de una explosión organizada, o siquiera instigada –que ha tratado de esgrimir el Gobierno, sin ningún asidero–, son completamente absurdas. Cualquier persona se da cuenta de que los saqueos y las quemas barbáricas de locales durante el fin de semana, han sido manifestaciones espontáneas, sin articulación previa, de la rabia, la frustración y también la anomia, de un sistema social gravemente fracturado. Son completamente condenables, por cierto, pero por lo mismo resulta tanto más importante escrutar sus razones de fondo.

Al respecto, quisiera plantear tres razones de carácter transversal, que van más allá de las demandas sociales concretas –ciertamente urgentes– pero que dan cuenta solo de una parte del problema.

La primera es la más obvia, y se refiere a los enormes grupos de excluidos que genera nuestra sociedad, con una eficiencia abismante. En Chile, casi un millón de personas gana todavía el sueldo mínimo, apenas $ 300 mil. Un escalofriante 60% gana menos de $ 550 mil. Son familias completas condenadas nada más que a sobrevivir. Para ellos, el sueño de un país desarrollado simplemente no llegó, lo miran desde afuera.

Por otro lado, hay más de 500 mil jóvenes –uno de cada ocho– que no estudian, ni trabajan (los ninis). Para ellos no hay muchas esperanzas, están literalmente “pateando piedras”. No los afecta la gratuidad, tampoco las becas; no marchan, muy probablemente no votan, no se han constituido en sujeto político, ni siquiera conocemos sus demandas.

Es un grupo al cual la sociedad no les ha dado nada, y que no tiene, en consecuencia, nada que perder. No necesita leer a Gramsci para sentir que el modelo lo excluye y aplasta, y es fácil dirigir su rabia contra las grandes empresas, las grandes instituciones, o cualquier símbolo de una organización social que lo maltrata.

La segunda razón se relaciona con el agotamiento, la deslegitimación del discurso del esfuerzo, las oportunidades, y la frecuentemente cruel meritocracia. Luego de décadas con el cuento, la gente se da cuenta de que el desarrollo del país invariablemente llega solo a unos pocos. No se trata solamente de un problema contingente, de bajas tasas de crecimiento o creación de empleo, como sugiere Carlos Peña, por ejemplo. Es un problema estructural, inherente al modelo de desarrollo, que da espacio solo a unos pocos de llegar a la punta de la pirámide, mientras que mantiene a los demás en la base, deslomándose eternamente por una zanahoria que nunca llega.

El discurso de las oportunidades, y la meritocracia se agotó, porque beneficia solo a un grupo reducido, excepcional. Es muy fácil para las personas que pertenecen a esta nueva especie de aristocracia –empresarios, profesionales de alto nivel, académicos o incluso intelectuales–, sentir que el modelo es muy justo, precisamente porque los favorece a ellos. Pero hay un grupo muy grande que se queda fuera, incluso de la idea de mérito (lo que sea que eso signifique), que simplemente no tiene lo que esta sociedad premia, y que reserva solo para unos pocos

La tercera razón es más sociocultural que económica y se refiere a la excesiva privatización de todos los ámbitos de nuestra vida: la salud, las pensiones, el agua, el transporte, etc. La empresa privada puede proveer crecimiento y desarrollo en algunos ámbitos, pero en otros tensa y fricciona las relaciones sociales hasta que un punto que se vuelve insostenible. Todos entendemos el sentido de una relación comercial para adquirir un vestuario o un sándwich, pero cuando este tipo de relación utilitarista invade el cuidado de la salud, la natalidad, la educación, la vejez, o el mero tránsito por la ciudad, empieza a producirse una sensación de agobio, de abuso. Al final, hemos generado una sociedad fragmentada, dominada por una sensación de sospecha, de angustia, donde las grandes empresas copan todos los ámbitos de la vida de las personas y terminan por viciar la convivencia social.

Estas tres razones, como puede verse, no apuntan simplemente a aristas tangenciales de nuestro modelo de sociedad, sino a su esencia. No basta, por tanto, con simples ajustes u optimizaciones para que el modelo “funcione mejor”, es necesario reformular dimensiones muy estructurales de este. Avanzar hacia un modelo que provea nuevas formas de integración, ya no solamente económicas, ni siquiera por “méritos”, sino que defina un nuevo tipo de ciudadanía, que sirva de base a un nuevo pacto social.

Esta es la razón de fondo que subyace a la violencia desatada –y condenable– que asoló al país el fin de semana, y continúa presente, pero también es la inspiración de las marchas pacíficas y multitudinarias, que han buscado resignificar esa violencia y darle un sentido el día de ayer.

Si la relegamos al sinsentido del vandalismo, la violencia se transmutará y pervivirá en otras formas, por más que remita ahora. Si reconocemos el sentido profundo que la alienta, seremos capaces de construir efectivamente una sociedad más justa y en paz.



 

 

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