En un día de sus correrías, la noche sorprendió a Pedro Urdemales en medio de las montañas y para librarse de la intemperie se metió en una gran cueva que encontró en su camino. Y se tendió a dormir.
Cuando despertó, en la mañana, vio a su lado un enorme gigante que lo miraba con curiosidad.
—¿Quién eres tú? —le preguntó el gigante—. ¿Y quién te dio permiso para dormir en mi casa?
—Yo soy Pedro Urdemales —contestó el interpelado— y para dormir aquí le pedí permiso a mi cuerpo, que se sentía fatigado y necesitaba descanso.
— ¿Conque eres tú el mentao Pedro Urdemales? ¿Y es cierto que eres tan diablo como dicen?
— ¡No tanto, señor gigante, soy regularcito no más!
—Voy a probarte para ver si la fama coincide con los hechos.
—Cuando quiera, pues, señor, que estoy a sus órdenes.
—Bueno, vas a ser mi huésped por una semana y cada día haremos una apuesta. El que gane recibirá mil pesos del perdido. ¡Supongo que tendrás plata!
—¡Qué no iba a tener este niño! ¡Es claro, pues, señor! Y aquí tiene para que vea. —Y le mostró un rollo de billetes.
—Entonces, mañana lunes comenzaremos. Vamos a apostar, primero, quién dispara más alto una piedra.
—Me parece muy bien. Pero sepa, señor gigante, que hasta hoy nadie me ha ganado a disparar peñascazos.
—Déjate de tonterías y mañana veremos quién gana.
Pedro Urdemales se levantó al otro día muy temprano, armó una trampa y poco después cazaba un pajarito de color gris que se metió en el bolsillo.
Apenas lo divisó, el gigante le dijo: —Ya es hora de hacer la apuesta...
—Bueno, pues, estoy a su disposición. Comience usted, que es el dueño de casa.
Y el gigante, inclinándose, tomó del surco un tremendo guijarro y lo lanzó con tanta fuerza que, a pesar de su tamaño, apenas se divisaba y se demoró cerca de un cuarto de hora en caer.
—De veras que es bien forzudo usted —dijo Pedro Urdemales—, pero ahora va a ver de lo que es capaz un buen lanzador.
Y sacando del bolsillo el pajarito, que había cazado en la trampa, se inclinó a tierra como para tomar una piedra, y enderezándose, fingió, como que la disparaba y el avecita, viéndose libre, se remontó a tanta altura que se perdió de vista.
El gigante quedó esperando que la piedra cayera, pero Urdemales le decía:
—Espere no más, si la piedra todavía va subiendo y no parará hasta que llegue a la luna.
El gigante tuvo que confesarse vencido y le pagó mil pesos a Pedro Urdemales.
Después el gigante llevó a Pedro Urdemales a unas canteras y mostrándole unas piedras blancas muy duras le dijo que al otro día apostarían quién molería una de esas piedras con las manos, hasta reducirla a polvo.
—Difícil está la cosa —dijo Pedro—, pero habrá que intentarlo.
Y como la apuesta era para el día siguiente, le pidió permiso al gigante para ir a despachar unas diligencias urgentes. El gigante no puso obstáculos, pero le pidió que volviera el mismo día, porque a él le gustaba despachar sus apuestas en la mañana temprano.
Al otro día, cuando el sol no aparecía aún, ya estaban listos los apostadores. Pedro dijo:
—Empiece usted, que es de aquí; después trabajaré yo.
Entonces el gigante tomó entre sus manos una gran piedra blanca y haciendo un pequeño esfuerzo la redujo a polvo.
—¡Bravo! —exclamó Pedro—, ahora vamos a ver cómo me porto yo. Y sacando de la bolsa unos quesillos frescos (que para comprarlos había ido al pueblo), fingió tomar de la cantera una piedra blanca y apretándolos en sus manos comenzó a caer el agua que contenían, hasta dejarlos bien secos y convertirlos en algo que parecía un puñado de harina.
—Me la ganaste también —dijo el gigante—, porque por más que apreté yo la piedra no pude sacarle agua y tú sacaste más de un litro.
Y le pagó otros mil pesos.
—Mañana miércoles —dijo en seguida— vamos a ver cuál de los dos de un bofetón abre un hoyo más hondo en la roca.
—Aceptada la apuesta —contestó Pedro Urdemales.
Y mientras el gigante salió a traer un ternero para su almuerzo, con el azadón abrió un hoyo tan hondo en la roca que le cabía todo el brazo. Y tapó la abertura con una delgada piedra que le calzaba perfectamente.
Después de desayunarse, al otro día, dijo Pedro al gigante:
—A la hora que quiera puede empezar, que yo seguiré detrasito de usted.
Y sin hacerse de rogar, el gigante pegó tal puñetazo en la roca que metió todo el puño. Cierto que de las coyunturas de los dedos le chorreaba abundante sangre.
—Ahora me toca a mí —dijo Pedro—. ¡Atención!
Y con todas sus fuerzas dio un puñetazo en la piedra que había puesto de tapa y, con gran asombro del gigante, metió el brazo hasta el hombro.
—Me ganaste otra vez —gruñó el gigante, que no se explicaba cómo podía vencerlo un hombre tan pequeño, y le pagó los mil pesos que acababa de perder, agregando:
—Entonces mañana jueves vamos a apostar cuál de los dos se echa a la espalda una carga más grande de leña y la lleva más lejos.
—Convenido, pero acuérdese señor gigante que yo soy muy forzudo y ya estoy viendo que usted va a perder.
Al otro día, a la hora acostumbrada, estaban los dos apostadores listos. Pedro dijo:
—Comience usted que tiene más edad que yo.
Y el gigante, seguido de Pedro, se dirigió a un bosque no muy distante de su caverna y reunió un montón enorme de leña. Lo ató con una cuerda, se lo echó al hombro como quien se echa una pluma y lo llevó hasta la entrada de la caverna. Pedro Urdemales, que lo seguía sin pronunciar palabra, tomó tres lazos muy largos que colgaban de un clavo y atándolos uno con otro se dirigió al bosque tirando de una punta.
— ¿Qué vas a hacer con esos lazos añadidos? —le preguntó el gigante.
— ¡Ya verá lo que voy a hacer! —le contestó Pedro Urdemales.
Y atando al primer árbol la punta que llevaba cogida, siguió rodeando al bosque sin soltar los lazos añadidos que escurría por entre las manos mientras caminaba. El gigante, que marchaba detrás, dijo de pronto:
—¿Pero, vamos a ver, qué vas a hacer?
—Pues, amarrar todo el bosque para echármelo a la espalda y llevármelo a mi casa, porque voy a negociar en leña al por mayor. ¡Malito negocio voy a tener ahora que el tiempo está tan malo y la leña tan cara!...
—¡No seas diablo, Pedro! Me doy por vencido; toma los mil pesos, pero déjame la leña. Mañana viernes sí que te gano; apostaremos a quién puede acarrear de un viaje mayor cantidad de agua de la laguna.
El viernes, bastante temprano, ya estaban ambos contendores preparados. Pedro dijo:
—Comience usted, que es tan regrande.
El gigante se echó al hombro un tonel que hacía más de mil litros y se dirigió a la laguna que estaba al otro lado del bosque. Lo llenó y, como si nada llevara, lo dejó otra vez en la caverna. Pedro, callado y tomando una barra, dijo:
—¡Ahora me toca a mí! —Y se fue a la laguna acompañado del gigante. Una vez allá se puso a cavar por las orillas.
—¿Qué haces, hombre? —preguntó el gigante. —Voy a cavar la laguna entera para llevarla para mi tierra, porque por allá el agua está muy escasa.
El gigante se asustó y dijo:
—¡Pedro, no seas diablo! Toma los mil pesos, pero déjame el agua.
—Se la voy a dejar por ser usted no más: pero créame que más que los mil pesos me conviene la laguna. Y ¿cuál será la última apuesta?
Mira, Pedro, mejor será que no hagamos ninguna apuesta más.
—¿Cómo? Ninguna otra apuesta... Entonces confiésese vencido y déme los otros mil pesos.
— ¡Eso sí que no! Mañana sábado veremos cuál de los dos dispara más lejos una lanza. Yo arrojaré ésta y tú esta otra.
—Perfectamente —contestó Pedro.
Al otro día, en cuanto estuvieron en el sitio convenido, dijo Pedro:
—Dispare usted primero, que se tiene por tan forzudo.
Y aquel desaforado gigante se preparó y casi sin esfuerzo lanzó la lanza, tan lejos que cayó a más de diez cuadras de distancia.
—No lo ha hecho tan mal —dijo Pedro—. Ahora yo. Pero dígame antes, ¿dónde vive su señora madre?
—Muy lejos de aquí, pero muy lejos; en Francia. Por este camino derecho se llega a su casa viajando en tren expreso en quince días. ¿Por qué me lo preguntas?
—Para que esta lanza que está en mis manos, que va a llegar allá en menos de quince minutos, le lleve memorias mías.
Y tomándola del medio comenzó a balancearla, como que saliera con fuerza, al mismo tiempo que decía:
— ¡Lanza! ¡Lanza! ¡Lanza! ¡Andate para Francia, hasta donde está la madre del gigante y atraviésale la panza!
— ¡Alto ahí! —dijo el gigante—. ¡Eso sí que no! Mi madre es sagrada. Me doy por vencido. Toma los mil pesos; vete y no vuelvas más por acá.
Y nuestro amigo Pedro Urdemales se fue contentísimo de haber engañado al gigante y haberse embolsillado seis mil pesos con tanta facilidad. Fue esa una semana muy provechosa para Pedro.